lunes, 21 de octubre de 2024

Propinas y americanos

Milio Mariño

Cuando era un chaval quedaba abobado, como un pánfilo, viendo aquellas películas americanas en las que el protagonista tiraba unos cuantos billetes encima de la mesa del bar y marchaba sin preguntar a cuánto ascendía la cuenta ni esperar por el vuelto. Aquel derroche, y la despreocupación por el gasto, me tenían fascinado. Creía que eran la confirmación del éxito y lo máximo a lo que podía aspirar cualquiera.  

Ya de mayor, alguna vez pensé en darme ese gustazo, pero nunca me atreví. Tanto mejor. Hubiera sido un insulto, a la memoria de aquellas películas, tomar un café y dejar sobre la mesa un billete de cinco euros. Hasta ahí llegaría el derroche, no creo que llegara a más. Los que nacimos en la España cutre y subdesarrollada del franquismo arrastramos un síndrome de pertenencia a la pobreza del que no se libra ni Amancio Ortega.     

Los tiempos, afortunadamente, han cambiado. Ahora vivimos mejor y eso nos hacer ser más espléndidos. Aún así, según un estudio reciente, solo el 11% de los españoles deja propina de forma habitual, mientras que el 17% reconoce que nunca lo hace. Los que faltan, los de unas veces sí y otras no, asocian la propina a la calidad del producto y el trato recibido.

Ni tan mal. Tiene más sentido lo nuestro que lo de Estados Unidos, donde dar propina es, prácticamente, una obligación pues constituye una parte sustancial del salario de los empleados de hostelería.

Conociéndolos, intuyo que la propina debió convertirse en obligación por esa idea tan americana del self-service. Es decir: si quieres que te sirvan, el camarero lo pagas tú. Así es como lo entienden y creen que así debe ser. Se consideran muy avanzados, piensan que el progreso consiste en comprar un Sándwich en un puesto de comida callejera y comerlo en un banco del parque.

 Nos llevan mucha ventaja. Aquí todavía comemos sentados en torno a una mesa y, a ser posible, con servilletas de tela y mantel. Estamos muy atrasados. Solo vamos por delante en el asunto de las propinas. No por qué sean voluntarias sino porque todavía no hemos llegado a que Hacienda meta mano en el bote del bar.

Allí sí. Allí presumen de ser liberales y pagar pocos impuestos, pero los empleados de hostelería deben llevar un registro de las propinas que reciben y entregar un informe mensual a su jefe para que este lo ponga en conocimiento de Hacienda.

Ahí es nada. Lo suyo trasladado a España significaría que si tomas una cerveza y dejas unas monedas en el plato, estarías dando propina al camarero y a María Jesús Montero.

Piensan arreglarlo. En el último debate televisado no hablaron del tema, pero los dos candidatos a la presidencia de Estados Unidos, Kamala Harris y Donald Trump, llevan como propuesta estrella, para las elecciones del 5 de noviembre, que los camareros dejen de pagar impuestos por las propinas que reciben.

Alabado sea el liberalismo moderno. Que en el país más poderoso y rico del mundo, la principal propuesta económica sea quitar el impuesto a las propinas de los camareros es para santiguarse. Lo bueno es que, como los dos candidatos proponen lo mismo, no habrá reproches. No se echarán en cara que quitar el impuesto a las propinas supondrá reducir el gasto en defensa y fabricar menos misiles. Ojalá fuera así, sería una gran propina para la humanidad. 


Milio Mariño / Artículo de Opinión diario La Nueva España



lunes, 14 de octubre de 2024

Lo bárbaro no fue lo de Bárbara

Milio Mariño


La noche del 23 de febrero de 1981, llovía si dios tenía agua, el viento soplaba a rachas y las calles de Avilés estaban desiertas, no había un alma. Era una noche de perros. Recuerdo que no pegué ojo, no dormí un sueño. Pero no por las inclemencias del tiempo, sino porque en Las Cortes había entrado un tonto con una pistola y los zurdos teníamos miedo de cómo podía acabar la cosa.

 Al día siguiente, aunque seguía lloviendo, moría de sueño y no me quedaba tabaco ni para fumar un cigarro, estaba tranquilo. La televisión y la radio repetían sin cesar que el Rey Juan Carlos I nos había salvado del golpe de Estado y había defendido la democracia como un jabato.

Durante décadas, esta convicción silenció cualquier duda engrandeciendo la figura del Rey hasta el punto de que cuando empezaron a conocerse algunas de sus andanzas, apuntaban que igual era un pelín golfo, pero que si no fuera por él no tendríamos democracia. Aquella hazaña lo convertía en un héroe al que debíamos perdonar sus flaquezas; que menos. Comparado con lo que había hecho, era una insignificancia que se acostara con mujeres estupendas o se hiciera rico llevándoselo crudo con los barriles de petróleo u otras vías como la del tren a La Meca.

Más de cuarenta años después sabemos, porque él mismo lo dice en unos audios que acaban de publicarse, que todo lo que creíamos, porque nos lo habían hecho creer, era una falsedad. La gran verdad de nuestra historia reciente es que el rey Juan Carlos, al parecer, fue uno de los promotores del golpe de Estado que luego acabó parando no sé sabe si por consejo de la CIA o de Sabino Fernández Campo. Hasta ahora, nadie había aportado ninguna prueba concreta, pero resulta que lo comenta con su amante e, incluso, se permite mofarse de alguien que también estaba en el ajo como el general Alfonso Armada, del que dice, muerto de risa, que se comió siete años de cárcel y jamás dijo una palabra.

A mí, y a otros muchos, lo que menos nos importa es lo que pudo ocurrir con Bárbara. Lo bárbaro es lo otro. Es que hayamos vivido engañados durante tantos años y, encima, quieran volver a engañarnos.

Digo lo de volver a engañarnos porque no estamos, ni mucho menos, ante un asunto de faldas que deba dirimirse en las tertulias de la tele o la prensa del corazón. Estamos ante una cuestión de Estado con muchos interrogantes, como saber qué pasó, realmente, el 23F, cuánto dinero público se pagó para comprar los silencios, quien ordenó pagarlo y muchas más cosas.

Hace poco, el rey Juan Carlos anunció que publicaría sus memorias y dijo, para justificarse: “Lo hago porque tengo la sensación de que están robando mi historia”.

Que Juan Carlos diga que le roban su historia y que, además, insinúe que los ladrones somos nosotros, era lo que faltaba. Que lo diga precisamente él, que disfrutó de un reconocimiento y un cariño popular que casi puede considerarse unánime.

A los que, de verdad, les han robado la historia es a todos los españoles y, especialmente, a los que luchamos por la democracia y por sacar la transición adelante. Que nos devuelvan lo robado es imposible, pero tenemos derecho a la pequeña satisfacción de saber quiénes fueron los ladrones.


Milio Mariño / Artículo de Opinión


lunes, 7 de octubre de 2024

Ningún presidente calvo

Milio Mariño

Explorando contradicciones, como llamar persona de color a un negro, recordé que hay cosas importantes que pasan desapercibidas y, sin embargo, otras, que no parecen tener importancia, son objeto de investigaciones al más alto nivel. Les pongo un ejemplo. Hace poco, varias universidades publicaron un estudio en el que daban cuenta de que habían descubierto que los caballos blancos, gracias a la polarización de la luz, son menos propensos a las picaduras de los tábanos.

Está bien saberlo. Desconozco para qué puede servir, pero alguna utilidad tendrá. Los científicos no suelen malgastar el dinero público. La Universidad de Northampton tiene en marcha un estudio para averiguar si las vacas, cuando se juntan, establecen alguna relación de amistad y eligen a una como su amiga íntima.

Ahora se investiga todo. Aparentemente, todo está bajo control, lo cual no quita para que siga habiendo lagunas y vacíos difíciles de explicar. No quisiera equivocarme pero, que yo sepa, nadie ha investigado por qué España, que según las estadísticas es el segundo país del mundo con más hombres calvos, no ha tenido, ni tiene, ningún Presidente calvo. Calvo Sotelo, ciertamente, lo era, pero apenas estuvo unos meses en el cargo y no alcanza ni para contabilizarlo cómo excepción.

El tema no es baladí. Todo lo que sucede, sucede por algo, tiene un motivo. Por eso resulta extraño que ningún investigador se preguntara por qué, en un país dónde el 42,6% de los hombres son calvos, ni uno solo, en más de cuarenta años, llegó a Presidente del Gobierno. Alguna explicación tiene que haber. Recurrir a la casualidad es negar el método científico y escurrir el bulto. El mundo se rige por leyes universales, no por casualidades. Así que ya están tardando los científicos, los calvólogos o quien sea, en investigar qué ha pasado para que todos los Presidentes: Adolfo Suárez, Felipe González, Aznar, Zapatero, Rajoy y Pedro Sánchez,  al margen de que sus cabezas albergaran más o menos neuronas, todos tuvieran pelo.

Debería investigarse, no solo por las dudas que pueden albergar los calvos, sino por la credibilidad y el prestigio de la propia democracia. También podrían investigar, de paso, por qué los presidentes de derechas son aficionados a teñirse el pelo. Lo de Aznar y su pelo caoba no admite discusión. Rajoy insistía en que no se teñía, pero el color obscuro de su pelo contrastaba con el blanco de su barba, una combinación sospechosa. Núñez Feijoo, que ya sé que no es presidente pero no lo es porque no quiere, ha pasado de tener el pelo casi negro a lucir una mezcla entre cenizo y rubio.

El estudio que les decía, el de los caballos y los tábanos, ha tenido continuidad. Acaban de iniciar otra investigación en la que varios laboratorios, en colaboración con la Estación Biológica de Doñana, EBD-CSIC, están estudiando la enorme fortaleza de las crines de los burros para ver si dan con una fórmula que permita trasladar esa fortaleza a la cabellera de los humanos y acabar con la calvicie.

El reconocido prestigio de nuestros científicos, y los sofisticados medios de que disponen, animan a pensar que lo mismo descubren alguna conexión, entre los burros y los humanos, hasta ahora desconocida, que desvele el misterio de por qué nunca hemos tenido un Presidente calvo. Claro que también puede ser que ya la hayan descubierto y mantengan el secreto por razones de Estado.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 30 de septiembre de 2024

El móvil mata

Milio Mariño

No ganamos para sustos. Estábamos tan contentos con esos aparatos portátiles que sirven para casi todo, y también para llamar por teléfono, que cuando nos enteramos de que habían muerto 20 personas y otras 3.000 habían resultado heridas, porque alguien hizo que sus “buscas” explotaran de manera simultánea, el miedo resbaló por las tripas abajo y más de uno apretó, por si acaso, antes de que fuera demasiado tarde.

Que nuestro teléfono móvil pueda convertirse en una pistola con el gatillo en manos de un asesino, induce al pánico. Ya no se trata de que igual provoca tumores cerebrales, por las ondas que irradia, o de que alguien escuche lo que hablamos, sepa dónde estamos o nos tenga controlados. Se trata de qué ese alguien, mientras desayuna un café con leche a miles de kilómetros de distancia, puede matarnos, sí quiere. Puede porque le resulta fácil y no necesita, siquiera, ni tener puntería. Con mandar un mensaje es suficiente para que el teléfono explote y nos vuele la cabeza.

Los expertos que lo saben todo y siempre se preocupan por nosotros, han intentado tranquilizarnos diciendo que los aparatos que explotaron funcionan con una tecnología muy anticuada. Aseguran que nuestros Smartphone, de última generación, están muy por encima de los rudimentarios “buscas” que causaron la catástrofe.

Peor nos lo ponen. Si fueron capaces de hacer lo que hicieron con unos aparatos prácticamente obsoletos, qué no harán con los buenos y los que están por llegar. Harán lo que les apetezca.

La historia de como hemos llegado a esta locura es complicada. La televisión y el cine han contribuido a banalizar la muerte y los videojuegos más todavía. También la distancia. Que el verdugo esté alejado de la víctima supone que la sangre no le salpica y no deja huella en su conciencia. No es igual matar con un cuchillo que con una pistola. Y no digamos con un dron teledirigido a distancia.

Los neandertales inventaron que se empezara a matar de otra manera que cuerpo a cuerpo. Con una lanza se podía matar a veinte metros, con una flecha a casi doscientos y un francotirador ucraniano acaba de batir el record matando a un soldado ruso a tres kilómetros de distancia. Claro que eso no es nada si lo comparamos con lo que puede hacer un piloto estadounidense con un avión no tripulado. Cuentan que Barak Obama regresaba de jugar al golf cuando le invitaron a que presenciara la muerte de Bin Laden en directo. La operación estaba siendo televisada y dirigida desde Washington, a 11.000 kilómetros de distancia, por un grupo de altos mandos del ejército reunidos en la Sala de Crisis de la Casa Blanca.

Lo ocurrido en Oriente Medio ha inaugurado una nueva forma de matar en la que no pensábamos. Es curioso, pero apenas se comenta. Nadie habla de que nos pueden matar con nuestro teléfono. Tal vez porque la suerte está echada y es inútil tomar precauciones. Si llaman y lo coges mueres y si no lo coges también. Mueres por no aceptar la llamada, sospechando que quieren matarte, y mueres por aceptarla, para evitar que te maten. Mueres de todas maneras. No es ciencia ficción. Acaban de demostrarlo. Han conseguido que la muerte cambie la guadaña por el teléfono móvil porque les resulta mucho más cómodo y más barato matarnos así que como lo venían haciendo hasta ahora.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 23 de septiembre de 2024

Ideas que no son de bombero

Milio Mariño

Cuando abrí el periódico y leí que los bomberos de Avilés andaban a la caza de un enjambre de avispas asiáticas, allá por el barrio de Sabugo, recordé que a los bomberos solemos atribuirles las ideas más peregrinas. No era el caso, pero como estamos influidos por esa creencia pensé que, tal vez, habían ido a Sabugo para que las avispas, al verlos, creyeran que había un incendio y huyeran despavoridas.

Descarten la imaginación; a veces se me va la olla. Reconozco que ahora,  menos para las avispas, hay expertos para todo, pero hubo un tiempo en que  llamaban a los bomberos no solo para apagar un fuego sino para solucionar cualquier problema. Precisamente, de ahí les vine la fama. Tenían que recurrir al ingenio y adoptaban soluciones poco convencionales que, luego, la gente calificaba como disparates.

 El caso que en el periódico donde informaban que los bomberos andaban por Sabugo a la caza de las Velutinas, venía otra noticia que alguien, con una mentalidad como la mía, podía atribuir, perfectamente, a un bombero. Se trataba del anuncio de la creación de un Centro de Atención Integral Especializado para hombres víctimas de la violencia sexual. Un proyecto que costará cerca de un millón de euros y que, según sus promotores, servirá para corregir la deriva del feminismo sectario que solo se preocupa por los problemas de las mujeres.

La iniciativa es pionera, y de una imaginación portentosa, pero hay muchas posibilidades de que acabe corriendo la misma suerte que aquella de abrir una Oficina del Español en Madrid para entretenimiento y remuneración de Toni Cantó.  Puestos a señalar, conviene hacer recuento de otras ideas que también sería injusto que atribuyéramos a los bomberos, como la de facilitar becas a los padres que superen los 100.000 euros anuales de ingresos o las becas de guardería para los concebidos no nacidos.

Son muchas las ideas que, de manera injusta, podríamos atribuir a los bomberos y, en realidad, se le ocurrieron a la Presidenta de la Comunidad de Madrid. Su afición por resolver los problemas inexistentes y no ocuparse de los reales, como la escasez de médicos o el déficit de viviendas, lo mismo la lleva a crear una Oficina Defensora de las Mascotas para evitar que se las coman los Menas y los inmigrantes sin papeles.  

Si algún distraído pensaba que a nadie más que a un bombero se le podía ocurrir que uno de nuestros mayores problemas es la cantidad de hombres que son violados a diario y reclaman la protección del Estado ya lo puede ir descartando. Ni aun en el caso de que la Presidenta de la Comunidad de Madrid conozca cuantas violaciones que se producen en las cárceles, y los abusos y violaciones que el Informe del Defensor del Pueblo atribuye a la iglesia católica, se justifica la creación de un Centro Especializado para hombres víctimas de la violencia sexual.   

Circulan tantos bulos que el compromiso con la verdad exige clarificar la autoría de ciertas ideas porque sería injusto que las atribuyéramos a los bomberos. Los bomberos bastante tienen con lo suyo. Este tipo de ideas, si no fueran de creación exclusiva de la Presidenta de la Comunidad de Madrid, habría que atribuirlas a los Monty Python, que proponían un Ministerio de Andares Tontos para subvencionar a quienes hacen el tonto y no consiguen hacernos reír.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 16 de septiembre de 2024

La herencia real

Milio Mariño

En cuanto se supo que el rey Juan Carlos I había creado una fundación en Abu Dabi, al objeto de poder transferir su herencia a las infantas Cristina y Elena, de una manera sencilla y sin el engorro del papeleo, ya empezaron los tertulianos y los articulistas de opinión a darle vueltas y ver cosas para las que durante mucho años fueron miopes. Ahora, al parecer, se han puesto gafas y ven lo que no habían visto nunca. Por eso, un propósito tan encomiable como dejar a tus hijas con el riñón bien cubierto está siendo objeto de críticas e, incluso, de chistes. Hubo quien dijo que lo de Abu Dabi no era una fundación sino una fundición destinada a que las hijas sigan fundiendo el dinero que consiguió su padre, él sabe cómo, y tiene guardado él sabe dónde.

Fuegos artificiales. Quienes tienen la cara tiznada de servilismo y adulación cortesana, por mucho que quieran lavarla, pocos se salvan. Medios de comunicación, el estamento judicial, Hacienda, los políticos, el servicio de inteligencia…, todos fueron cómplices del emérito y contribuyeron a que viviéramos engañados. Todos participaron, de alguna manera, en la gran estafa que sufrimos los españoles. Sabían de las amantes del rey, las comisiones millonarias, los regalos de los empresarios, las correrías, los excesos… Pero no decían nada. Bueno sí, decían que era muy simpático y muy campechano y que todo lo que hacía lo hacía por España.

Como es justo dar a cada uno lo suyo, al emérito hay que reconocerle el mérito de ser sincero. Nunca ocultó que le gustaban mucho las mujeres, el vino Vega Sicilia, las juergas, las cacerías, las motos, el lujo, el dinero...  Si acaso mentía un poco cuando decía que la justicia debía ser igual para todos pero, enseguida, esbozaba una sonrisa, dando a entender que excluía a su familia.

Fuimos engañados y no caben disculpas. Juan Carlos I es responsable de lo que hizo, pero también lo son quienes se beneficiaron y convirtieron sus fechorías en un buen negocio. Les convenía taparlo porque favorecía sus chanchullos y les permitía enriquecerse sin dar cuentas a nadie.

La ley del silencio funcionaba de maravilla. Todo iba viento en popa hasta que el viento roló en Bostwana, empezó a soplar de levante y levantó varios escándalos. Se lió una buena. Se lió tan gorda que los cómplices y los aduladores salieron por piernas y empezaron a simular que siempre habían estado de nuestro lado. Dijeron que también habían sido engañados y aparentaban estar ofendidos y escandalizados.

Mentira cochina. Nadie se arrepintió ni hizo propósito de enmienda. Al contrario, siguieron maniobrando para echar tierra al asunto y es lo que siguen haciendo envueltos en la bandera del patriotismo. Los que se tienen por muy patriotas trabajan, a destajo, para que ni la justicia ni el Ministerio de Hacienda hagan nada. En esta estafa, los únicos condenados somos los españoles.

Estamos condenados a que nos engañen. Esa es la herencia real. No importa lo que se descubra, lo echarán en saco roto con la excusa de que la monarquía es un chollo. No solo es la mejor forma de gobierno sino que somos un caso único. Tenemos dos reyes por el precio de uno. Felipe, el de andar por casa, nos sale barato. Y el otro, el emérito, aunque nos de algún disgusto, ya se busca él los garbanzos.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 9 de septiembre de 2024

Cuando los otros son nosotros

Milio Mariño
Los ociosos que este verano hayan tenido la idea de aprovechar los días nublados para dar un paseo por las calles de la villa o cualquiera de sus barrios,  asistirían, seguramente, al concierto de algún martillo neumático, alguna sierra cortando azulejos o al espectáculo de una nube de polvo saliendo por la ventana y delatando el derribo de un tabique a porrazos.

Nada extraordinario. Lo normal, dentro de lo previsto. Y es que, no solo las bicicletas, las reformas, las chapuzas y las ñapas también son para el verano. En verano, la gente aprovecha para reformar su vivienda, los contratistas hacen su agosto y los inmigrantes encuentran trabajo. Trabajan en lo que antes hacíamos y ya no hacemos porque exige mucho esfuerzo y está mal pagado. Así que es falso que vengan a quitarnos el trabajo.

 Qué vienen es cierto, pero se apañan con lo que les dejamos, que suele ser lo peor porque cada vez hay menos de los nuestros que trabajen doblando el lomo. Por eso, los que vemos cargando con cestos y sacos de escombro, son todos de otros países. No cuesta identificarlos, los delata su físico y el vestuario. Piel color caramelo, o más obscura, y camisetas y pantalones a juego con los cascotes y el polvo.

Cada obra, de las que vi este verano, estaba formada por una especie de pequeña ONU de la chapuza que reunía distintas nacionalidades. Indígenas mejicanos, nativos del Magreb y negritos del África tropical, que no deben ser tan hábiles con los pies como para vivir del futbol. Varios idiomas, culturas y religiones distintas y un punto en común: la necesidad de sobrevivir trabajando honradamente.

A los inmigrantes, los distinguimos fácil porque no son nosotros. Nosotros ya estábamos aquí y ese sentimiento de pertenencia fortalece nuestra autoestima y nos hace creer que tenemos autoridad y poder para decidir si los que vienen pueden quedarse o no.

 En el caso que comentamos vuelve a repetirse la historia de lo que sucedió hace sesenta o setenta años. Por aquel entonces, aquí también llegaba gente del sur, la diferencia es que no llegaban en patera, o a nado. Atravesaban el ancho mar de Castilla en trenes tercermundistas y cuando llegaban a esta villa, que dejaba de ser marinera para ser capital siderúrgica, se alojaban donde podían: en improvisadas chabolas, barracones o habitaciones con derecho a cocina.

Ya entonces, los nativos se dividían, fundamentalmente, en dos clases: los duros y los blandos. Los que defendían conservar la pureza de lo avilesino y trataban a “los forasteros” con antipatía y desprecio y los que lo hacían con cierta condescendencia y comprendiendo sus razones.

Hoy, aquellos “forasteros” son nosotros y algunos, bastantes, están entre los que exigen mano dura con los que llegan. Reclaman su expulsión sin contemplaciones empleando, si hace falta, la fuerza. Justifican dicha postura diciendo que defienden lo nuestro y no quieren que alteren nuestras costumbres ni influyan en nuestra idiosincrasia.

La vida tiene estas cosas. Si uno les hace ver que no es cuestión de demonizar a los inmigrantes ni de presentarlos como un peligro porque en su día también sus padres, o sus abuelos, vinieron de otros sitios y se instalaron en una tierra que no era la suya, contestan que no es lo mismo.

 Nunca lo es. Lo nuestro  siempre es distinto de lo que les sucede a los otros.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España