Cuando era un chaval quedaba
abobado, como un pánfilo, viendo aquellas películas americanas en las que el
protagonista tiraba unos cuantos billetes encima de la mesa del bar y marchaba
sin preguntar a cuánto ascendía la cuenta ni esperar por el vuelto. Aquel
derroche, y la despreocupación por el gasto, me tenían fascinado. Creía que
eran la confirmación del éxito y lo máximo a lo que podía aspirar cualquiera.
Ya de mayor, alguna vez pensé en darme
ese gustazo, pero nunca me atreví. Tanto mejor. Hubiera sido un insulto, a la memoria
de aquellas películas, tomar un café y dejar sobre la mesa un billete de cinco
euros. Hasta ahí llegaría el derroche, no creo que llegara a más. Los que
nacimos en la España cutre y subdesarrollada del franquismo arrastramos un síndrome
de pertenencia a la pobreza del que no se libra ni Amancio Ortega.
Los tiempos, afortunadamente, han
cambiado. Ahora vivimos mejor y eso nos hacer ser más espléndidos. Aún así, según
un estudio reciente, solo el 11% de los españoles deja propina de forma
habitual, mientras que el 17% reconoce que nunca lo hace. Los que faltan, los
de unas veces sí y otras no, asocian la propina a la calidad del producto y el
trato recibido.
Ni tan mal. Tiene más sentido lo
nuestro que lo de Estados Unidos, donde dar propina es, prácticamente, una
obligación pues constituye una parte sustancial del salario de los empleados de
hostelería.
Conociéndolos, intuyo que la
propina debió convertirse en obligación por esa idea tan americana del
self-service. Es decir: si quieres que te sirvan, el camarero lo pagas tú. Así
es como lo entienden y creen que así debe ser. Se consideran muy avanzados,
piensan que el progreso consiste en comprar un Sándwich en un puesto de comida
callejera y comerlo en un banco del parque.
Nos llevan mucha ventaja. Aquí todavía comemos
sentados en torno a una mesa y, a ser posible, con servilletas de tela y mantel.
Estamos muy atrasados. Solo vamos por delante en el asunto de las propinas. No por
qué sean voluntarias sino porque todavía no hemos llegado a que Hacienda meta
mano en el bote del bar.
Allí sí. Allí presumen de ser liberales
y pagar pocos impuestos, pero los empleados de hostelería deben llevar un registro
de las propinas que reciben y entregar un informe mensual a su jefe para que este
lo ponga en conocimiento de Hacienda.
Ahí es nada. Lo suyo trasladado a
España significaría que si tomas una cerveza y dejas unas monedas en el plato,
estarías dando propina al camarero y a María Jesús Montero.
Piensan arreglarlo. En el último debate
televisado no hablaron del tema, pero los dos candidatos a la presidencia de
Estados Unidos, Kamala Harris y Donald Trump, llevan como propuesta estrella, para
las elecciones del 5 de noviembre, que los camareros dejen de pagar impuestos
por las propinas que reciben.
Alabado sea el liberalismo
moderno. Que en el país más poderoso y rico del mundo, la principal propuesta
económica sea quitar el impuesto a las propinas de los camareros es para
santiguarse. Lo bueno es que, como los dos candidatos proponen lo mismo, no
habrá reproches. No se echarán en cara que quitar el impuesto a las propinas supondrá
reducir el gasto en defensa y fabricar menos misiles. Ojalá fuera así, sería
una gran propina para la humanidad.
Milio Mariño / Artículo de Opinión diario La Nueva España
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