lunes, 12 de octubre de 2020

Madrid, capital de la insensatez

Milio Mariño

Como quiera que, desde hace tiempo, hemos normalizado el asombro, lo anómalo nos parece normal y nadie se atreve a decir: ¡Basta ya! Basta de estupideces y espectáculos de sainete como los que vemos a diario en la Comunidad de Madrid, donde Isabel Diaz Ayuso, lejos de ejercer de presidenta, se ha convertido en una folclórica jaleada por los insensatos que prefieren enfrentarse al gobierno, antes que a la pandemia. Poco importa que las declaraciones vengan o no vengan a cuento, en el PP aplauden, aunque la banda sonora sea un chotis y Ayuso se arranque con un pasodoble.

Madrid es España dentro de España, dijo la presidenta hace poco, cuando le preguntaron por como llevaba el aumento de los contagios. Debía referirse a que Madrid, gobernada por ella como cantante, y los de Vox y Ciudadanos como músicos de la orquesta, viene a ser algo así como la canción “España cañí”: gitana en cuanto al pago de impuestos y paya por lo que se refiere a los servicios públicos. Un pasodoble torero que no le sirve, a Diaz Ayuso, para salir a hombros, pues hasta el foráneo y prestigioso Financial Times hizo un análisis de su gestión y no la dejó muy bien parada; concluye diciendo que es un desastre.

El diario británico le da un palo tremendo, pero tampoco necesitamos leer el Financial Times para caer en la cuenta de que lo de Ayuso clama al cielo. Son muchos los convencidos de que le falta un hervor, aunque quienes gobiernan con ella se encojan de hombros y en el PP disfruten con sus arrebatos. Todos, incluso la oposición, son conscientes de que Díaz Ayuso antepone sus caprichos a cualquier evidencia, ya sea científica o estadística, pero nadie hace nada por evitarlo. Es como si estuvieran esperando a que la balanza, entre ella y el gobierno de Sánchez, se incline a un lado u otro sin importarles que, mientras tanto, el virus siga descontrolado.

Lo que ocurrió últimamente, en Madrid, puede resumirse, más o menos, así: Ayuso anuncia que no impondrá más medidas restrictivas. Luego, a los pocos días, cierra algunos barrios de la capital y crea una gran confusión. Lo siguiente es que pide ayuda al Gobierno para completar las medidas. El Gobierno establece unos parámetros, aumenta las restricciones y Ayuso recurre la decisión. El Tribunal Superior de Justicia de Madrid anula el cierre que impuso Sanidad y deja libertad de movimientos. Ayuso vuelve a dirigirse al Gobierno para pedirle ayuda y ruega a los madrileños que no salgan de puente.

Este cúmulo de insensateces no mejora, ni mucho menos, con la intervención del gobierno de Sánchez, que por miedo a que le acusen de autoritario y a la actitud beligerante de Ayuso, se limita a templar gaitas y no acomete ninguna acción decidida hasta que Madrid se convierte en un circo y no tiene otra que decretar el estado de alarma para una población que ya estaba alarmada.

Sobra retórica y faltan acciones concretas. Falta sensatez y sentido común en unos políticos que tienen la desvergüenza de utilizar la pandemia con tal de echarle un pulso al gobierno. Así que es lógico que los madrileños se quejen; llevan razón. La sensación, desde fuera, es que están siendo tratados como un juguete de feria en manos de unos insensatos que se portan como niños caprichosos y mal criados.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 5 de octubre de 2020

Para inocentes, nosotros

Milio Mariño

Confieso que, a mí, en el cine me gusta que ganen los malos. Ya sé que casi siempre ganan los buenos, pero disfruto con esas películas en las que un grupo de expertos prepara el asalto a un banco, roba una millonada y sale por piernas sin dejar ni rastro. Lo paso genial. Pienso que se lo curran y que robar a un banco no es robar. Uno es como es: no tiene muy buena opinión de los bancos y le fastidia que siempre ganen los mismos. Los buenos de la película que, en realidad, son peores que los malos, lo que pasa que quienes juzgan sus fechorías siempre acaban absolviéndolos por falta de pruebas. Por eso me gustan los ladrones de bancos y, si acaso, los roba gallinas, pero pocas veces salen absueltos, suelen acabar en la cárcel condenados a muchos años.

No ocurre lo mismo con los asesinos financieros. Para muestra solo hay que fijarse en el asunto de las preferentes, con 700.000 afectados, donde hubo más ancianos que murieron del disgusto que ahora por la pandemia y, al final, ningún banquero acabó en la cárcel. Así que, en buena lógica, no debería extrañarnos que Sala de lo Penal de la Audiencia absolviera a los 34 acusados por la salida a Bolsa de Bankia.

Dicen los jueces que los de Bankia son inocentes, pero para inocentes nosotros que esperábamos que acabaran condenados y que el Estado recuperara los 22.400 millones de euros que puso para el rescate de la entidad bancaria. El caso, que parecía claramente una estafa, debió caer en manos de los mismos que fueron incapaces de descifrar quién era el sujeto "M. Rajoy" que aparecía en los papeles de Bárcenas. De modo que con razón decía Rodrigo Rato que estaba convencido de que todo acabaría bien.

 Solo hay que leer la sentencia para llegar a la conclusión de que la Sala de lo Penal cree que somos fáciles de engañar. Al parecer no hubo delito por tres razones: por el aval de los supervisores, es decir, el Banco de España, la CNMV y el FROB; porque cualquiera, supongo que hasta yo mismo, hubiera entendido el folleto de salida a Bolsa, de lo clarito que estaba; y porque en el juicio nadie acusó a los 34 acusados de actos concretos sino de actitudes genéricas.

Ole, ole y olé. Nada menos que 442 páginas para cargarse la postura inicial de la Fiscalía Anticorrupción que aseguraba tajante: “No fue un error empresarial, sino una estafa consciente impulsada por los acusados para mantener sus puestos y privilegios”.

Eso parece, una estafa, pues los accionistas de Bankia vieron cómo en dos años sus títulos bajaban de 375 a 17 euros. Lo cual supuso qué si un ahorrador había metido en 2011, con el aval del Estado, 50.000 euros de los ahorros de toda su vida, esos ahorros, tras las maniobras de 2013, acabaron convertidos en apenas 2.000. Menudo negocio. Y lo, realmente, curioso es que no hay ni un culpable, son cosas que pasan. Es la justicia, que nos regala divertidas sentencias, a la vez que insiste en que creamos en la independencia del Poder Judicial y la imparcialidad de los jueces.

El resultado ya lo conocen, otros 34 inocentes. Nada nuevo. Por eso reitero lo que decía al principio, para inocentes nosotros que creíamos que los responsables acabarían en la cárcel.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 28 de septiembre de 2020

Soplones, amenazas y ética judicial

Milio Mariño

Para acabar con las especu- laciones y que pudiéramos enterarnos de lo que se cuece en las entrañas del Estado, el juez García Castellón levantó el secreto del sumario y dejó al descubierto la llamada “Operación Kitchen”. Que también son ganas de complicarnos la vida porque lo lógico sería que la policía se dejara de pijadas y utilizara el castellano. Donde ponen “Kitchen” deberían haber puesto “Cocina” y todo quedaba más claro. Una colección de mensajes, audios y declaraciones cruzadas que, al final, hacen que recordemos aquello que dijo Hobbes. Aquello de que el hombre es un lobo para el hombre. Solo hay que ver cómo reaccionan algunos cuando las cosas se ponen feas y vislumbran que pueden acabar en la cárcel.

Si caigo yo caemos todos, dijo Francisco Martínez, ex secretario de Estado de Seguridad en el gobierno de Mariano Rajoy. Una amenaza si no de lobo si de animal acorralado que intenta defenderse a dentelladas. La disculpa podía ser que, en el fondo, todos tenemos nuestra parte animal y los animales es así como se defienden. Pero tampoco, porque los pingüinos, por ejemplo, sobreviven a ciertas situaciones difíciles, como las bajas temperaturas polares, gracias a que los miembros del grupo forman una apretada piña y se calientan unos a otros hasta que las condiciones mejoran un poco.

Estos también se calientan, pero dándose leña. Acusándose y repartiendo amenazas que pueden ser muy sutiles o más explicitas y vulgares. Ahí tienen lo que dijo Jordi Puyol cuando, en sede parlamentaria, le preguntaron por lo suyo y lo de su familia. "Cuidado con cortar la rama de un árbol porque al final caerán todas y los nidos que hay en ellas".

Lo de Villarejo fue distinto, el comisario no se anduvo por las ramas y envió una carta, a Pedro Sánchez, en la que decía: “Puedo destapar cosas, de la monarquía y el Estado, que, como sabe cualquier gobierno, deberían permanecer siempre en la penumbra”.

Pablo Crespo, Luis Bárcenas, Francisco Correa, Ávaro Pérez, Luis Costa y una larga lista de presuntos o delincuentes confesos, optaron por amenazar con tirar de la manta, recuperar la memoria y relatar con pelos y señales todo lo que sabían del entorno en el que estaban metidos.

Unos y otros, los que han decidido cantar y los que amenazan con tirar de la manta, no son hermanitas de la caridad ni personas arrepentidas, son gente que estuvo en el ajo y ahora vuelve sobre sus pasos, de manera oportunista, para que la justicia sea más benévola con ellos o para que no se investigue lo que hicieron.

Generalmente, los que más saben de las fechorías del grupo son los principales, los que están más arriba en la organización. Esos son los que pueden comprar su libertad a mejor precio o conseguir una ventaja en el proceso penal en el que están implicados. Y ahora vienen las preguntas. Dado que conceder esas ventajas, al parecer, sería legal, ¿es sano para la justicia que se premie a un corrupto por "vender" a otros como él? ¿Es aceptable que se pare o se ralentice una investigación para proteger al Estado de lo que alguien pueda destapar?

Imagino que la justificación se hará apelando al interés general y la posibilidad de descubrir nuevos delitos, pero no sé yo si la justicia no debería aplicar aquella vieja sentencia  de Roma no paga traidores.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España 



martes, 22 de septiembre de 2020

La precaria atención primaria

Milio Mariño

Este mes de septiembre, hemos vuelto a lo cotidiano sin habernos ido del todo. El sol y el buen tiempo no pudieron con el virus y no conseguimos desconectar ni evadirnos porque siguieron los contagios y el riesgo nos mantuvo en vilo. Pasó otro tanto con el sistema sanitario, que tampoco pudo tomarse un respiro y reponer fuerzas para el temido otoño. Prolongó la improvisación de cuando estalló la pandemia y siguió funcionando con la sobrecarga de los rebrotes, parte del personal de vacaciones, otros de baja y sin refuerzos que ayudaran ni sustitutos que cubrieran las ausencias.

Así las cosas, los Centros de Salud evolucionaron a peor y su situación se convirtió en más precaria. De todas maneras, el gobierno del Principado optó por el discurso optimista y, a la menor ocasión, sacó pecho presumiendo de lo bien que gestiona la salud pública. Y es cierto. Asturias dista mucho de la desastrosa gestión llevada a cabo por otros gobiernos autonómicos como el catalán o el madrileño. Pero, no estar entre los peores no te convierte en extraordinario ni te garantiza el aprobado.

No lo garantiza porque nuestro sistema público de salud en su primer escalón, la atención primaria, suspendía en junio y vuelve a suspender en septiembre, incluso con peores notas. El tribunal calificador son los propios pacientes, que además de por el covid19 siguen enfermando por las enfermedades de siempre y reciben un trato que no alcanza para el aprobado ni para sentirse orgullosos de la sanidad que tienen.

El sistema, ya saben cómo funciona. Lo primero es llamar por teléfono. Y ya si tienes suerte, después de quince o veinte llamadas, o dos días llamando, hablas con alguien del personal administrativo, le explicas la causa de la llamada y es el propio administrativo quien decide si el médico o el personal de enfermería van a llamarte o, por el contrario, es él quien te da los consejos. Total, que acabas contándole tus problemas de salud a una persona que no es el médico y no tiene los conocimientos adecuados para evaluar cómo estás ni tampoco para tratarte.

Esta situación supone que nuestras dolencias son valoradas, en principio, por quienes no están capacitados, que los médicos recetan de oído, sin ver al paciente, y que los diagnósticos telefónicos, en muchos casos, resultan equivocados. Pero hay más. Hay pacientes que tienen la receta electrónica caducada, llaman al Centro de Salud y les dicen que su médico está de vacaciones o saturado de trabajo y que cuando vuelva o pueda ya les pondrá al día una medicación que, por otro lado, no pueden dejar de tomar a diario. Da igual, quien se pone al teléfono les indica que se lo adelanten en la Farmacia y que luego ya les devolverán el dinero. Cosa que, por compasión, algunos farmacéuticos acaban haciendo, aún a riesgo de jugarse el cocido.

La casuística, de lo que sucede en los Centros de Salud, daría para un relato mucho más extenso y pormenorizado de casos denunciables y situaciones lamentables de las que no tienen culpa los pacientes ni, seguramente, el personal sanitario. Pero así estamos. La realidad es la que es y no vale que quienes gobiernan se escuden en la incidencia del virus. El virus es cierto que sigue ahí, pero el resto de las enfermedades también. No han desaparecido porque nos impongan la barrera del teléfono. 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 14 de septiembre de 2020

El paraíso abarrotado

Milio Mariño

Nunca, como este verano, se había visto tanta gente por los pueblos más remotos del paraíso asturiano. Fue como si, de pronto, los urbanitas hubieran decidido reconquistar los lugares que ellos mismos abandonaron y volvieran arrepentidos. Tal vez por el coronavirus, o porque hay menos dinero, miles de personas dejaron el entorno donde solían pasar las vacaciones y se instalaron en nuestros pueblos obligando a los lugareños a compartir su espacio vital con quienes nunca habían pisado el medio rural ni en sueños. Senderistas del asfalto, montañeros en chanclas, buscadores del hórreo perdido y toda una serie de tipas y tipos que irrumpieron en las zonas más apartadas igual que los jabalíes en una urbanización de chalets adosados. Descontrolados, fuera de sitio y blandiendo el peregrino argumento de que venían a darles de comer a los pobrecitos del pueblo.

Hubo quien dijo eso sin cortarse ni un pelo. Y, como generalizar está feo, reconozco que no todos los que vinieron merecían ser multados por hacer el canelo. Algunos se portaron y los hubo, incluso, que reclamaron este territorio como propio. Hace poco leí un tuit en el que un turista madrileño decía que tenía todo el derecho a ir donde quisiera porque Asturias no es de los asturianos sino de todos. Si señor, tiene razón el chulapo, pero de unos más que de otros porque no es lo mismo vivir en un lugar que utilizarlo como patio de recreo.

Por supuesto que no es lo mismo. Solo hay que preguntarles a los alcaldes y concejales de un buen número de ayuntamientos asturianos. En Llanes, Ribadesella, Colunga y Caravia reclamaron la intervención del Principado porque no podían con la carga del turismo. Llegaron a la conclusión de que el turismo, este año, más que una bendición del cielo, supuso un problema serio. Un problema cuya solución no pasa por resolverlo a las bravas, que fue lo que intentaron en Sobrescobio, donde la senda de la Ruta del Alba amaneció cortada con cuatro barricadas de árboles que impedían el paso a los visitantes.

Así no se arreglan las cosas. De todas maneras, es para tener en cuenta lo que decía la pancarta que colocaron en lo alto de las barricadas: "Los pueblos no viven por los veraneantes, sobreviven por sus habitantes".

La pancarta expresa el sentir de muchos. Los políticos presumen de la cantidad de turistas que abarrotaron el Principado, pero deberían plantearse si ese turismo es sinónimo de generación de riqueza y sirve para la recuperación de los pueblos. Quienes viven por esos pagos tienen una opinión al respecto. Dicen que es posible que hagan negocio cuatro alojamientos rurales y dos restaurantes, pero ahí se acaba la historia; todo lo demás son problemas.

Por eso, ateniéndonos a lo ocurrido este verano, suscribimos la idea de que los pueblos del medio rural no deberían ofrecerse como mercancía, ni sería lógico que se convirtieran en una especie de resort o parque temático para turistas con dinero. No puede ser que lo verde y lo natural se ofrezca como recambio de las playas mediterráneas. Deberíamos ser más prudentes y tomar nota de lo que dice el escritor Paul Theroux, especialista en turismo y viajes. “Siempre que un sitio gana fama de paraíso, acaba convirtiéndose en un infierno”. Así que habrá que tener cuidado porque es lo que puede pasarnos si seguimos ofreciendo Asturias como quien ofrece Magalluf o Benidorm.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España 


lunes, 7 de septiembre de 2020

Escondimos la muerte y aparecieron los negacionistas

Milio Mariño

Siempre que veo o leo algo relacionado con los negacio- nistas, no puedo evitarlo, acabo riéndome a carcajadas. Lo malo es que luego, después de echar unas risas, reconozco que maldita la gracia y acabo con la moral por los suelos. Llego a la conclusión de que los argumentos es cierto que son de risa, que cuesta entender que alguien en sus cabales pueda creer semejantes tonterías, pero me asombra la cantidad de gente que logran reunir en las manifestaciones y la violencia con que tratan de imponer su insensatez y su locura a quienes nos mostramos solidarios y cumplimos con las normas establecidas.

Para ellos, para los negacionistas, el covid19 es una farsa; viene a ser como una gripe común y corriente. De la cuarentena dicen que es una privación de la libertad, un plan global para someter a los pueblos del mundo. Las mascarillas, consideran que no tienen ninguna eficacia, ni tampoco solvencia científica. Y, sobre las posibles y futuras vacunas, opinan que se trata de una conspiración mundial para implantarnos microchips y controlarnos a todos a través del 5G por obra y gracia de Bill Gates.

Todo un cúmulo de disparates, pero, por si no fueran bastantes, añadan la oposición a las medidas que se toman desde el poder, apelando a un sentimiento de rebeldía y a que no deberíamos ser tratados como borregos, y llegarán a la conclusión de que estamos ante el entramado perfecto para manipular a una población, sumida en la incertidumbre, que no sabe cómo enfrentarse a la dura situación económica, anímica y sanitaria.

Lo preocupante es que no se trata de cuatro chalados, cuentan con un amplio respaldo ideológico y político. Trump en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil y Johnson en el Reino Unido, países que en suman diez millones de contagiados y más de trescientos mil muertos, criticaban la cuarentena y defendían la inmunidad innata por la vía del contagio. Defendían, y algunos aún defienden, la inmunidad de rebaño, que es una lógica que prioriza los beneficios privados a costa de la salud de la población y coincide con las estrategias reaccionarias de otros cuantos líderes ultraderechistas como Salvini en Italia, Le Pen en Francia, Orbán en Hungría y Abascal en España.

La coincidencia entre el discurso de los negacionistas y el de la extrema derecha es para preocuparse. Pone de relieve que los insolidarios y quienes sostienen que la ira y el odio son motivadores y es cuestión de saber aprovecharlos, están ganado la batalla a esa parte, importante, de la sociedad que, con su sensatez y solidaridad, da ejemplo de civismo y cumple con las recomendaciones sanitarias.

Algunos analistas apuntan, y para mí dan el clavo, que la culpa de todo esto la tenemos quienes sí creemos en la existencia y mortalidad del virus. Todas estas tonterías negacionistas nos las hubiéramos ahorrado si hubiéramos mostrado la tragedia en su dimensión real. Si se hubieran difundido las imágenes de las UCIS y las morgues, allá por abril y mayo, y no los aplausos en los balcones y los bailecitos de las enfermeras y los médicos con los enfermos que se iban curando. Tuvimos miedo de mostrar la muerte, la escondimos para no avergonzarnos de nuestra incapacidad para encontrar un remedio, y ahora nos salen estos iluminados que niegan la evidencia y consideran que casi 50.000 muertos son poca prueba.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 31 de agosto de 2020

La juventud del momento siempre nos parece peor que la nuestra

Milio Mariño

Con más frecuencia de la que sería deseable, los mayores pensamos como niños y culpamos a los jóvenes de unos males que suelen ser parecidos por más que pasen los años. Y es que la juventud del momento siempre nos parece peor que la nuestra. Algo que, por supuesto, no es nuevo, pues viene sucediendo desde que el mundo es mundo, hace un montón de siglos. Lo que sí es nuevo es que los culpemos por los rebrotes del coronavirus, tachándolos de irrespon- sables y aportando un despliegue mediático que incluye imágenes de fiestas al aire libre, discotecas abarrotadas y botellones en cualquier sitio.

La idea, utilizar ciertas imágenes para que la gente señale a los culpables, es bastante perversa. Ya se hizo cuando se culpó a las manifestaciones feministas del ocho de marzo, luego se intentó con los temporeros y ahora con la supuesta irresponsabilidad de los jóvenes.

Encontrar un culpable ahorra muchas explicaciones. Lo de ahora, la acusación que se hace a los jóvenes, cuenta con el muy socorrido y falso cliché de que las generaciones anteriores eran mejores que las de hoy. Viene a ser la canción de siempre por más que estemos en el siglo XXI. Los mayores somos así, alimentamos la nostalgia embelleciendo el recuerdo de nuestra juventud. Las fiestas, los botellones y todo lo que están haciendo los jóvenes es de juzgado de guardia, critican algunos cuando hablan del coronavirus. Y, a continuación, ya se sabe, vendrá un extenso catálogo de reproches en el que no faltará de nada. Dirán que son irresponsables, insolidarios, vagos, menos inteligentes, maleducados y con un gusto musical pésimo, pues para música buena la que había en los años ochenta.

Lo curioso es que quienes suelen hacer esas críticas son, precisamente, quienes han educado a estos jóvenes. Son sus padres y sus abuelos. Lo cual, si fuera cierto que ahora los jóvenes son peores que lo fueron ellos en su juventud, evidenciaría que no han sabido educarlos o no lo han conseguido del todo.

Insisto en si fuera cierto, porque si los jóvenes fuesen cada vez más irresponsables, más irrespetuosos, más vagos y toda esa cantidad de defectos que algunos les suelen atribuir, la humanidad habría ido degenerando de una forma difícilmente soportable. Así que algo debe fallar en esas valoraciones. Y lo que falla es que entre los jóvenes hay personas irresponsables, pero también las hay muy sensatas y muy concienciadas. Exactamente igual que en otras edades.

Todas las generaciones de jóvenes han sido acusadas de irresponsables o egoístas. Solemos pasar por alto que entra dentro de lo normal que los jóvenes no se sientan responsables de lo que les ocurre a los mayores. Piensan que su misión es divertirse y que deben ser otros los que resuelvan los problemas de la sociedad. Con un futuro tan incierto como el que se les presenta, resulta entendible la despreocupación de muchos y ese vivir al día como si no hubiese un mañana. Era lo que hacíamos nosotros a pesar de que no vivíamos en el alambre de la precariedad y el paro. Por eso deberíamos ser más prudentes y tener en cuenta que los jóvenes de ahora no pueden ser como éramos nosotros hace un montón de años. Ya lo decía Dalí: La mayor desgracia de la juventud actual es que no pertenecemos a ella.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España