Milio Mariño
Al final, es cierto que acaba imputándola pero nadie puede negar que el juez Castro devuelve a Cristina de Borbón la condición jurídica y social de mujer que, empezando por sus propios abogados, tantos le quieren negar. Castro no. Castro considera que Cristina es una mujer libre que no está sometida a esa visión retrograda y caduca que perpetúa la imagen de las mujeres como seres inferiores. De modo que si yo fuera Cristina, que no lo soy porque mi sangre no es azul y además gasto perilla y bigote, estaría agradecido de que el juez me tratara como a una mujer normal y no como a ese tipo de mujer que solo cuenta como adorno y el maestro Pitigrilli considera un mamífero de lujo.
Por eso celebro la cordura del juez, porque quienes presumen de defender a la Infanta fundamentan su defensa en el papel inferior que desempeñan las mujeres y en su incapacidad manifiesta para estar a la altura del marido, sobre todo, cuando este se mete en negocios.
El juez Castro actuó por derecho. No consideró, en ningún momento, la relación de dominio que, el fiscal del caso, los abogados de la defensa y una legión de notables de la patria, siguen empeñados en mantener. Rescató a la Infanta del sometimiento y la marginalidad, a la que sus defensores la quieren condenar, y la situó en una sociedad libre que no penaliza su condición de mujer relegándola a un papel subsidiario que, además de injusto, se me antoja contrario a ley.
Pero, todas esas cuestiones, al coro de aduladores, le traen sin cuidado. Prescinden de qué la igualdad entre hombres y mujeres sea uno de los principios fundamentales del Derecho comunitario. Ellos van a lo suyo, que es salvar los muebles, sin importarles el obligado respeto a las leyes y, menos aún, la consideración de las personas. Su postura es defender la ignorancia de Cristina y les da igual cómo quede.
Suena raro que un país en el que abundan los que presumen de inteligentes y los listillos haya algunos que, según sea el caso, no quieren serlo y consideran que la inteligencia, en el fondo, es un arma peligrosa que usan los antisistema, pero no las personas de bien y, menos aún, la realeza. Ya lo están viendo, entre ser considerado persona dueña de sus actos o tonto de remate e inocente por ignorancia prefieren lo segundo. Y no son los únicos. Ahí están esos eurodiputados que ignoraban que tuvieran un plan de pensiones. No sabían si lo tenían, ni a cuanto ascendía ni qué país era el depositario. Tampoco sabía, la ministra, que tuviera un Jaguar en el garaje, ni quien pagaba los viajes y las fiestas de cumpleaños.
Como ven, estamos gobernados por ignorantes. Por gente que ignora lo que hace mal y defiende que la mujer casada, debido a su condición, lo ignora en mayor medida. Afirmar que doña Cristina no es ignorante, que sabía lo que hacía, dice el fiscal Horrach que es especular. Y las especulaciones, en un proceso penal, no tienen cabida.
A la espera de lo que diga la Audiencia así están las cosas. Yo creía que ignorantes, lo que se dice ignorantes, éramos cuatro. Estaba equivocado. Debe ser que, como dijo el filósofo, aprendemos a ignorar, y preferimos ser ignorantes, porque lo real resulta más incómodo.
Al final, es cierto que acaba imputándola pero nadie puede negar que el juez Castro devuelve a Cristina de Borbón la condición jurídica y social de mujer que, empezando por sus propios abogados, tantos le quieren negar. Castro no. Castro considera que Cristina es una mujer libre que no está sometida a esa visión retrograda y caduca que perpetúa la imagen de las mujeres como seres inferiores. De modo que si yo fuera Cristina, que no lo soy porque mi sangre no es azul y además gasto perilla y bigote, estaría agradecido de que el juez me tratara como a una mujer normal y no como a ese tipo de mujer que solo cuenta como adorno y el maestro Pitigrilli considera un mamífero de lujo.
Por eso celebro la cordura del juez, porque quienes presumen de defender a la Infanta fundamentan su defensa en el papel inferior que desempeñan las mujeres y en su incapacidad manifiesta para estar a la altura del marido, sobre todo, cuando este se mete en negocios.
El juez Castro actuó por derecho. No consideró, en ningún momento, la relación de dominio que, el fiscal del caso, los abogados de la defensa y una legión de notables de la patria, siguen empeñados en mantener. Rescató a la Infanta del sometimiento y la marginalidad, a la que sus defensores la quieren condenar, y la situó en una sociedad libre que no penaliza su condición de mujer relegándola a un papel subsidiario que, además de injusto, se me antoja contrario a ley.
Pero, todas esas cuestiones, al coro de aduladores, le traen sin cuidado. Prescinden de qué la igualdad entre hombres y mujeres sea uno de los principios fundamentales del Derecho comunitario. Ellos van a lo suyo, que es salvar los muebles, sin importarles el obligado respeto a las leyes y, menos aún, la consideración de las personas. Su postura es defender la ignorancia de Cristina y les da igual cómo quede.
Suena raro que un país en el que abundan los que presumen de inteligentes y los listillos haya algunos que, según sea el caso, no quieren serlo y consideran que la inteligencia, en el fondo, es un arma peligrosa que usan los antisistema, pero no las personas de bien y, menos aún, la realeza. Ya lo están viendo, entre ser considerado persona dueña de sus actos o tonto de remate e inocente por ignorancia prefieren lo segundo. Y no son los únicos. Ahí están esos eurodiputados que ignoraban que tuvieran un plan de pensiones. No sabían si lo tenían, ni a cuanto ascendía ni qué país era el depositario. Tampoco sabía, la ministra, que tuviera un Jaguar en el garaje, ni quien pagaba los viajes y las fiestas de cumpleaños.
Como ven, estamos gobernados por ignorantes. Por gente que ignora lo que hace mal y defiende que la mujer casada, debido a su condición, lo ignora en mayor medida. Afirmar que doña Cristina no es ignorante, que sabía lo que hacía, dice el fiscal Horrach que es especular. Y las especulaciones, en un proceso penal, no tienen cabida.
A la espera de lo que diga la Audiencia así están las cosas. Yo creía que ignorantes, lo que se dice ignorantes, éramos cuatro. Estaba equivocado. Debe ser que, como dijo el filósofo, aprendemos a ignorar, y preferimos ser ignorantes, porque lo real resulta más incómodo.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
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