Milio Mariño
Siempre me llamó la atención que sea noticia que cualquiera muera apuñalado a manos de un desconocido y no lo sea si quien lo apuñala es el Estado.
El Estado, aunque no lo parezca, también mata. Los datos que facilita el Observatorio para la Dependencia, señalan que, desde que comenzó la crisis, han muerto 70.000 personas por falta de recursos y de una atención adecuada. Pero eso no es todo, hay otros 190.000 dependientes esperando por una asistencia que se retrasa y es muy posible que cuando llegue, si es que llega, ya no la necesiten porque muchos habrán fallecido.
Lo sorprendente del caso es que quienes mueren en esas circunstancias, por falta de recursos y de una atención adecuada, no son considerados víctimas; se les considera culpables. El argumento es que ellos se lo han buscado. Que el Estado no tiene culpa de que determinada gente no tenga recursos para vivir de forma digna ni mucho menos de que esté enferma, envejezca o sufra alguna discapacidad. Lo explicaba muy bien Rajoy en un artículo que publicó en el Faro de Vigo hace ya unos años. Decía que la desigualdad es fruto de la libertad. Que la pretensión igualitaria es pura envidia: “es el malestar que sienten, algunos, ante una felicidad ajena deseada e inalcanzable”.
Esas ideas tenía, y tiene, quien, en la actualidad, es Presidente de Gobierno. Y no es el único. Hemos logrado acuñar un término para la violencia de género pero aún no lo hay para la violencia de Estado. Una violencia que provoca, a diario, muertes y maltrato, amparada por la impunidad de un silencio cómplice y una ceguera de la que, en mayor o menor medida, todos somos culpables.
Sí alguien alerta de que está muriendo gente por falta de recursos y de una atención adecuada, decimos que, en nuestro país, esas cosas no pasan, o no con tanta crueldad porque todavía hay vínculos familiares, ayudas sociales y sanidad pública. Liberamos nuestra mala conciencia apelando a premisas falsas. Aceptamos que se nos diga que el Estado no puede pagarlo todo, que cada uno se arregle como pueda y, en último término, que se fastidie si es que no ha logrado salir adelante o no ha sido capaz de defender sus derechos.
Ese es el argumento de quienes gobiernan y dirigen el Estado. Pero, tomándolos por la palabra, algo debe fallar cuando rescatan y ayudan, no ya a los Bancos, sino también a las Autopistas privadas antes que a las personas. Cuando lo que se niega para la Ley de Dependencia, por falta de recursos, se ofrece a los dueños de las Autopistas que, dicen, han sufrido pérdidas.
Los discapacitados, los parados sin prestación y todas las personas dependientes, que requieren asistencia y ayuda para subsistir, parece que no son un problema que requiera la atención del Estado. Los bancos y las autopistas sí. Lo cual significa que los políticos no respetan, siquiera, las reglas del juego que ellos han implantado, que alteran, incluso, la legalidad. Pero nadie se inquieta por ello. Los dramas de los que hablamos son invisibles, nadie o casi nadie los ve, y así es fácil fingir que no ocurren, que no existen o que existen en otra parte.
Algunos habrán vuelto a usar estos días las autopistas de pago. Habrán pagado dos veces para disfrutar de un puente desde el que, seguramente, no vieron ningún náufrago.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
Siempre me llamó la atención que sea noticia que cualquiera muera apuñalado a manos de un desconocido y no lo sea si quien lo apuñala es el Estado.
El Estado, aunque no lo parezca, también mata. Los datos que facilita el Observatorio para la Dependencia, señalan que, desde que comenzó la crisis, han muerto 70.000 personas por falta de recursos y de una atención adecuada. Pero eso no es todo, hay otros 190.000 dependientes esperando por una asistencia que se retrasa y es muy posible que cuando llegue, si es que llega, ya no la necesiten porque muchos habrán fallecido.
Lo sorprendente del caso es que quienes mueren en esas circunstancias, por falta de recursos y de una atención adecuada, no son considerados víctimas; se les considera culpables. El argumento es que ellos se lo han buscado. Que el Estado no tiene culpa de que determinada gente no tenga recursos para vivir de forma digna ni mucho menos de que esté enferma, envejezca o sufra alguna discapacidad. Lo explicaba muy bien Rajoy en un artículo que publicó en el Faro de Vigo hace ya unos años. Decía que la desigualdad es fruto de la libertad. Que la pretensión igualitaria es pura envidia: “es el malestar que sienten, algunos, ante una felicidad ajena deseada e inalcanzable”.
Esas ideas tenía, y tiene, quien, en la actualidad, es Presidente de Gobierno. Y no es el único. Hemos logrado acuñar un término para la violencia de género pero aún no lo hay para la violencia de Estado. Una violencia que provoca, a diario, muertes y maltrato, amparada por la impunidad de un silencio cómplice y una ceguera de la que, en mayor o menor medida, todos somos culpables.
Sí alguien alerta de que está muriendo gente por falta de recursos y de una atención adecuada, decimos que, en nuestro país, esas cosas no pasan, o no con tanta crueldad porque todavía hay vínculos familiares, ayudas sociales y sanidad pública. Liberamos nuestra mala conciencia apelando a premisas falsas. Aceptamos que se nos diga que el Estado no puede pagarlo todo, que cada uno se arregle como pueda y, en último término, que se fastidie si es que no ha logrado salir adelante o no ha sido capaz de defender sus derechos.
Ese es el argumento de quienes gobiernan y dirigen el Estado. Pero, tomándolos por la palabra, algo debe fallar cuando rescatan y ayudan, no ya a los Bancos, sino también a las Autopistas privadas antes que a las personas. Cuando lo que se niega para la Ley de Dependencia, por falta de recursos, se ofrece a los dueños de las Autopistas que, dicen, han sufrido pérdidas.
Los discapacitados, los parados sin prestación y todas las personas dependientes, que requieren asistencia y ayuda para subsistir, parece que no son un problema que requiera la atención del Estado. Los bancos y las autopistas sí. Lo cual significa que los políticos no respetan, siquiera, las reglas del juego que ellos han implantado, que alteran, incluso, la legalidad. Pero nadie se inquieta por ello. Los dramas de los que hablamos son invisibles, nadie o casi nadie los ve, y así es fácil fingir que no ocurren, que no existen o que existen en otra parte.
Algunos habrán vuelto a usar estos días las autopistas de pago. Habrán pagado dos veces para disfrutar de un puente desde el que, seguramente, no vieron ningún náufrago.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
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