lunes, 26 de julio de 2021

Un robot en la cama

Milio Mariño

Como si se tratara de una fantasía propia del Celsius 232, que se acaba de celebrar en Avilés, resulta que ya existen en el mercado robots concebidos para que sean pareja, del hombre o la mujer, en las relaciones sexuales. La empresa Real Doll ha puesto a la venta una muñeca tamaño mujer que cuesta 14.000 dólares y es capaz de hablar, recitar a Shakespeare, contar chistes y realizar las prácticas sexuales que le pidan. Está hecha con elastómero termoplástico, un componente que emula la sensación de tocar piel humana, y dispone de un sofisticado programa de inteligencia artificial al que solo hay que pedirle que nos haga lo que deseamos. Bueno, no todo porque, según sus creadores, se trata de una máquina tan avanzada que interrumpe sus funciones si la otra parte se comporta de forma abusiva.

Me parece estupendo. Los robots deben tener una ética y regirse por unos principios.  Esa muñeca sexual no sé si exigirá, a quien quiera hacer el amor con ella, que use condón, pero lo más probable es que sea una exigencia que ya la traiga de serie. Seguro que estará hecha a prueba de tipos como Naim Darrechi, el “tiktoker” mentiroso que presume de engañar a sus parejas y lo cuenta como una hazaña. Las personas tienen que protegerse y los robots también. Yo no tengo una de esas muñecas, pero en mi casa hay un robot aspirador qué si lo maltratas, si tropiezas con él o, sin querer, le das una patada cuando va por el pasillo, emite un gruñido como si se enfadara, deja de aspirar, vuelve a su base y allí se queda.

Ahora no es como antes. Nuestra relación con los robots y las máquinas ha evolucionado tanto que asombra. Estamos en otra época. Una época que será muy distinta porque lo que anuncian que viene es una relación mayor y más complicada. Los robots acabarán colándose en nuestra cama y entre nuestras sábanas, como la cosa más natural. El sextech, la unión entre la tecnología y el sexo, hará posible un mañana que nos permitirá explorar universos íntimos que no imaginábamos ni en sueños. Según los expertos, en el año 2050, serán más frecuentes las relaciones sexuales entre humanos y robots que entre personas. Uno de cada cinco jóvenes tendrá sexo con un robot de forma habitual.

No es ciencia ficción es lo que está por llegar. Si los años 70 del siglo pasado trajeron una nueva sexualidad que desafió arraigados tabúes, estamos en los albores de una revolución mucho mayor. Una revolución que nos lleva a reflexionar sobre si esos cambios, lo de dormir con un robot en la cama, supondrán que se acabe la vida en pareja.

Soy optimista. Pienso que lo mismo cambia la idea que ahora tenemos de vivir en pareja, pero los hombres y las mujeres seguirán viviendo juntos. Lo único que, a lo mejor, lo de vivir el uno para el otro, no consiste en compartir cama y darse un atracón de sexo los sábados por la noche, sino en compartir un proyecto de vida con roles complementarios. Pues qué sé yo…Que él sepa, por ejemplo, preparar como nadie un potaje de garbanzos y que a ella se le dé bien el bricolaje y usar el taladro. El amor sano y duradero, tal vez no se entienda en torno al placer del sexo sino al confort de vivir juntos compartiendo gastos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

viernes, 23 de julio de 2021

El futuro de Avilés será de los hábiles

Milio Mariño

Mis amigos de la edición de Avilés de La Nueva España me pidieron que escribiera algo sobre el futuro; sobre como creo que puede venir y que esperamos, aquí en este rincón del mundo comprendido entre el faro de San Juan de Nieva y el monte La Luz. Se cumplen, ahora, treinta años desde que se inaugurara la edición local de este periódico y querían que aportara mi testimonio, lo cual es de agradecer.

Por supuesto que se agradece, pero… ¿Qué digo yo sobre el futuro de Avilés…? Que digo si, para mí, el futuro es hoy. Los treinta años que conmemora el periódico, y más de otros tantos, se me han ido en un suspiro y resulta que sin darme cuenta formo parte de esa población envejecida que cuesta un riñón y dicen que está arruinando el país y condicionando su futuro hasta el punto de que no saben qué hacer con nosotros. Soy de los que hicieron la transición del 78 y heredero de las prejubilaciones de hace una década, así que estoy en condiciones de decir lo que decía aquel replicante de Blade Runner: “He visto cosas que vosotros no creeríais”.

Claro que las he visto. He visto al Real Avilés en segunda división. No hace tanto, hace treinta años. También he visto un Plan que el Ayuntamiento encargó sobre el futuro de Avilés y fue presentado en la Casa de la Cultura, hace veinte años, plagado de faltas de ortografía. Se lo dije al alcalde y contestó que no tenía importancia. Igual llevaba razón; aquel Plan acabó en la basura. Fue una suerte. Pasó otro tanto con los que dijeron que el Centro Niemeyer haría de Avilés lo que el Guggenheim hizo de Bilbao. Tampoco acertaron. Pero no lo vi como un fracaso, lo vi como que Avilés camina hacia el futuro a su manera; dando pasos cortos y sencillos y sin hacer caso a quienes piensan que todo se construye desde el puente de mando. Al final, nunca es así. Circunstancia que celebro porque demuestra que nuestra ciudad es inteligente y no se propone una meta, se apunta a seguir caminando y llegar hasta donde llegue.

No quiero decir con esto que los planes con los que pretenden encauzar el futuro acaben todos en fracaso. Los planes nacen con buena intención, pero están sujetos a esa ley invisible que es la que, al final, determina lo que triunfa y lo que cambia y lo que no.  Pueden planificar las mil maravillas, pero de repente aparece un virus, como ahora el covid19 o mañana el repelús16, y obliga a que se establezca un nuevo orden económico y político que acaba con todas las previsiones y requiere planteamientos distintos.

Por eso, si me preguntan cómo veo el futuro de Avilés, pues qué sé yo. A lo mejor, con un boulevard precioso donde ahora están las vías del tren, con cientos de bicicletas esperando por un conductor y con coches que, a pesar de ser todos eléctricos, tendrán difícil circular por el centro y llenarán el aparcamiento municipal de Las Meanas, incluida la segunda planta, que estará ocupada al completo. También imagino que habrá colas para jugar al golf en Los Balagares, que los cruceros atracarán en el muelle Niemeyer como la lancha de Melilla atracaba donde antes estuvo La Rula y que el Ayuntamiento, para hacer una demostración de que sabe y entiende lo que es estar a la última, pondrá una escalera mecánica en la Cuesta de la Molinera para que podamos subir sin esfuerzo.

Del futuro del empleo no hablo porque se trabajarán tres días a la semana y las calles estarán llenas de terrazas cubiertas con metacrilato para que la gente pueda resguardarse de la lluvia y jugar con el móvil hasta que los dedos se les pongan como morcillas.  

El futuro, aquí, será como en todas partes y, si acaso, un pelín mejor porque se trata de Avilés. Avilés que, según algunos y yo estoy de acuerdo, viene de hábiles. Y, de esos será el futuro, de los torpes no espero nada.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 19 de julio de 2021

La carne como pecado

Milio Mariño

Cuando recién aprendí a leer, con siete años escasos, Gaspar Astete, un jesuita cuyo catecismo teníamos que aprender de memoria, ya me puso al tanto de que la carne era uno de mis mayores enemigos. Imaginen la sorpresa. Era un niño, no sabía que pudiera tener enemigos. El caso que, de los tres que decía el fraile, recuerdo que, mal que bien, alcanzaba a ver el peligro del diablo y si me apuran el del mundo, pero el de la carne ni entonces, con siete años, ni luego de adulto, ni ahora de viejo alcancé a verlo nunca. Para mí la carne, la de comer y la otra, que también se come y se disfruta, nunca fue un enemigo del que tuviera que guardarme y menos aún combatirlo.  

Les parecerá que exagero porque ahora los niños lo saben todo cuándo tienen cinco o seis años y, según un estudio reciente, hasta ven porno cuando tienen nueve o diez, pero tardé mucho tiempo en enterarme de que la carne a la que se refería el fraile era sinónimo de sexo y pecado. Entonces, con apenas siete años, no distinguía la carne animal de la erótica. Aún creía que los niños venían de Paris; no sabía que los fabricaban los padres, en secreto, y que otras parejas, con el pretexto de fabricarlos, se dedicaban a procurarse placer.

Esto que les comento, volví a recordarlo después de ver el telediario en el que Alberto Garzón daba consejos advirtiendo de que la carne era un peligro. Pensé que estábamos en las mismas. Lo único que esta vez no me pasó como cuando era niño, enseguida me di cuenta de que la carne a la que se refería el ministro no era la que decía el fraile, pero, en el fondo, el catecismo era idéntico. Señalaba la carne como enemigo y advertía de un peligro que no lograba entender. Además, y seguramente qué para concienciarme, Garzón exageraba igual que el fraile con la otra carne y decía que la consumíamos en exceso, cifrando su consumo en un kilo a la semana. Me pareció demasiado. Según las últimas encuestas, el 23,5 % de los españoles prueban la carne a la que se refería el fraile una vez a la semana y solo el 16,9% lo hace tres veces. Un porcentaje que, considero, es aplicable a la otra carne, la que dice Garzón, pues no creo que la cosa esté como para comer bistecs y chuletas de ternera todos los días.

Por supuesto que no lo está. Lo que pasa que cuando hablamos de carne, la de comer y la otra, nos gusta presumir y tendemos a exagerar. Un kilo de filetes de carne roja asturiana sale por 18,50 euros y un entrecot ni les cuento, de modo que Garzón debería estar tranquilo ya que los pobres, que son los suyos, no pueden darse el gustazo de un kilo de carne a la semana ni queriendo. Por eso, la conclusión a la que he llegado es que la carne no puede ser un peligro.

Es cierto que España está a la cabeza de Europa en cuanto al consumo de las dos carnes, la que dice el fraile y la que apunta el ministro, pero también somos los más longevos, los que más años vivimos. Así que la carne es posible que, para algunos, sea pecado, pero mala no debe ser.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España.

lunes, 12 de julio de 2021

Esperando por el verano

Milio Mariño

Si hay algo que los asturianos tenemos claro es que nuestro verano depende de la voluntad de las nubes. No viene determinado por lo que señalen las hojas del calendario sino por lo que se dilucida en las alturas del cielo, pues es allí donde las nubes se reúnen y deliberan sobre si hacen las maletas y se van con su tristeza a otra parte o renuncian a ir de viaje y se quedan con nosotros hasta que llegue el otoño.

Esto último, es decir quedarse, debe ser lo que las nubes han decidido, ya que por mucho que disimulen y se escuden en que el sol, en Asturias, suele mostrarse tímido y vergonzoso no parece que vayamos a librarnos de un verano de días nublados ni implorando a San Medardo, que es el patrono de las inclemencias y los fenómenos meteorológicos.

La cuestión es que ya sea por decisión de las nubes o porque al sol lo han incluido un ERTE y no piensa volver al curro en tres meses, estamos a mediados de Julio y seguimos esperando que llegue el verano. Hemos tenido cuatro días buenos y veinte de lluvia o nublados. Un tiempo que nos obliga a seguir mirando al cielo por ver si, al final, aparece el sempiterno y salvador anticiclón de las Azores, que es quien nos echa una mano para que podamos salir de casa sin esa chaqueta de punto que solemos llevar por si acaso.

Creo, de veras, que el verano todavía está por llegar, pero las opiniones de cada uno dependen de las expectativas que se haya formado. Los conformistas es muy posible que digan que tampoco es para tanto, que todos los veranos decimos lo mismo aun sabiendo que nuestro clima no es comparable al de Andalucía o Castilla la Mancha. Y, para reafirmarse en lo dicho, harán alusión a los más de 40 grados que tienen por ahí abajo, los 22 que tenemos aquí durante el día y los 15 escasos que alcanzamos durante la noche, insistiendo en que es la temperatura perfecta para disfrutar del verano y dormir a pierna suelta tapados con una manta.

Otros, como los hosteleros, cargarán, como acaban de hacerlo, contra las predicciones meteorológicas que se hacen desde Madrid y vaticinan veranos desastrosos que nunca llegan a cumplirse. Protestan y acusan a los meteorólogos de espantar al turismo con alertas amarillas y de todos los colores, convirtiendo la predicción del tiempo en un show televisivo que no tiene que ver con la realidad.

Como ven, hay opiniones para todos los gustos. Lo cual tira por tierra la creencia de que hablar del tiempo es un tema de conversación en el que no caben desavenencias porque siempre vamos a estar de acuerdo en si llueve o hace sol. En eso sí, pero en cuanto a la valoración de cómo está viniendo el verano cada cual esgrime su teoría que, a lo mejor, no es muy científica, pero le sirve para desahogarse y quedar más tranquilo. Prueba de ello es que el otro día me encontré con un amigo que estaba cabreado, tanto o más que yo, por el tiempo que tenemos, pero no le echaba la culpa a los días nublados. Según él, si las cosas se hicieran como es debido, si no hubiera tanto inepto y tanto corrupto ocupando puestos de responsabilidad en la política y todo lo público, tendríamos un verano cojonudo.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 5 de julio de 2021

La derecha baila sola

Milio Mariño

Todos los veranos surge una canción infame que suena y suena hasta que se hace insoportable. Una canción que, queramos o no, nos persigue sin piedad y machaca nuestros oídos como un desafío que pretende calibrar nuestro aguante. Los ejemplos son numerosos y permanecen en el recuerdo por más que los detestemos. Aún suenan en nuestros oídos canciones tan lamentables como: Qué será lo que tiene el negro, La Barbacoa, El Chiringuito, Sopa de Caracol… Pues bien, hay quien parece empeñado en que la canción de este verano sea “Los Indultos”. Letra de Pedro Sánchez y música de Pablo Casado, que ha recurrido al pasodoble para componer una melodía que pretende encandilar a los españoles, muy españoles, que quieren que España sea una y no trina de autonomías con vascos y catalanes pidiendo la independencia.

La canción fue presentada en la madrileña Plaza de Colón, a la vez que se pidieron firmas para que la gente demostrara su apoyo sellándolo con una rubrica, pero la presentación y las firmas resultaron fallidas y el entusiasmo inicial fue decayendo de modo que la canción solo alcanzó cierto éxito entre los fans de Pablo Casado y los de Abascal y Arrimadas. Una decepción dolorosa que se convirtió en decepción mayor cuando los obispos dijeron que no bailaban y la CEOE dijo que tampoco; que era más partidaria del ritmo melódico que proponía Sánchez que del pasodoble que cantaba Casado, al frente de una orquesta en la que Rocío Monasterio, Isabel Ayuso y Cuca Gamarra hacían coro emulando a las chicas del La, la, la.

Casado canta “Los Indultos” utilizando como estribillo España se rompe, algo que no es novedad pues ya lo cantaba Aznar en 1996, volvió a cantarlo el PP cuando el fin de ETA y lo canta cada vez que se aprueban leyes que no le gustan como la del matrimonio homosexual, el salario mínimo o la eutanasia. Forma parte del repertorio de la derecha rancia como la letra de esas canciones de Georgie Dann o King África que son fáciles de reconocer.

Cuando Casado canta a los suyos les toca bailar. Lo novedoso de este verano es que quienes siempre bailaban lo que cantaba el PP se han rebelado y no porque se hayan vuelto rockeros o les hayan echado “droja nel Colacao”, como denunciaba aquel inocente gallego. El motivo es que nadie, ni dios, soporta ya la bronca perpetua y leña al mono como alternativa a cualquier conflicto político. Si es eso lo que propones lo bailas solo, no quiero ser tú pareja ni que me involucren bailando contigo. Así se manifestaron los Obispos y el presidente de la patronal, que el pobre lloró emocionado cuando sus socios le aplaudieron, corroborando que hiciera bien en no querer bailar con Casado.

Lo que vino después fue un espectáculo insólito y un pelín bochornoso. Aznar y Casado, cual matones de discoteca, atacaron a la Patronal y a la Iglesia llamándoles de todo y diciendo que tomaban nota de quienes no habían querido bailar con ellos.

Mala cosa, eso de enfadarse y amenazar cuando no quieren bailar contigo. Si la derecha baila sola es porque bailar con ella no mola. Hablo de esta derecha, la que proponen Casado y Aznar, qué si fuera otra, joven y con ideas, tendría pretendientes de sobra para bailar y, si me apuran, hasta para hacer el amor.


Milio Mariño / Diario La Nueva España / Artículos de Opinión

lunes, 28 de junio de 2021

Desenmascarados

Milio Mariño

Una de las principales noticias del sábado fue que el Gobierno anunció, con un triunfalismo indisi- mulado, que ya podemos ir por la calle, la playa, los Picos de Europa y donde quiera que no haya personas en dos metros a la redonda sin esa máscara que era obligatoria y llamábamos masca- rilla para restarle importancia. La noticia ha tenido un gran impacto por cuanto supone, según algunos, que avanzamos hacia la normalidad y, dentro de nada, todo volverá a ser como era.

Tampoco es para tanto. No llevar mascarilla es cierto que tiene la ventaja de que podemos respirar a pleno pulmón y cuando hablamos se nos entiende mejor, pero también tiene el inconveniente de que ya no será posible ocultar los sentimientos ni disimular las intenciones. A partir de ahora se acabó librarnos de los pelmazos utilizando la socorrida frase: ¡Uy no te había conocido, como llevas la mascarilla…! Tampoco podremos reírnos en un velatorio o poner cara de asco y mandar al jefe a tomar por saco sin que se note. Desenmascarados, la socialización y las buenas costumbres exigen que volvamos a gestionar nuestra ira, alegría, pena, miedo, o cualquiera de las expresiones habituales con el suficiente disimulo como para no causar daño a nadie ni, por supuesto, a nosotros.

Insisto en estos detalles porque nos habíamos acostumbrado tanto a no tomar precauciones que no sé yo si seremos conscientes de que nos hemos quedado sin protección. Detrás de la mascarilla podíamos expresarnos con libertad porque las caras parecían iguales y no transmitían ninguna emoción. Cierto que ahí estaban los ojos, que lo expresan todo y cuya lectura podía darnos alguna pista sobre los sentimientos de cada uno, pero sostener la mirada y mantener el contacto visual, además de que cuesta lo suyo, resulta incluso violento, sobre todo para los tímidos. Así que ya digo, la mascarilla suponía una cierta despreocupación y un alivio por cuanto que nos permitía camuflarnos como si viviéramos en un carnaval perpetuo.

Otra de las consecuencias que traerá consigo que la mascarilla no sea obligatoria es que tendremos que volver a entrenar los músculos de la cara. Salíamos a la calle y era como estar solo en casa, nos despreocupábamos de nuestros gestos, pero habrá que ir olvidándolo porque la rutina de antes exige que nos planteemos nuestra actividad diaria como quien se levanta por las mañanas y, junto con el vestuario, elige qué cara ponerse. No es lo mismo ir al trabajo que salir de fiesta.

Capítulo aparte serán las sorpresas. Con la mascarilla puesta todos, hasta los feos, parecíamos guapos. El cerebro acostumbra a rellenar lo que no vemos idealizándolo. Pero, claro, si la cara queda al descubierto no habrá lugar al romanticismo de imaginar que podía haber debajo del trapo. Así que no les cuento la cantidad de chascos que se avecinan. Serán multitud los que pensaban encontrarse con una cara bonita y resulta que lo más parecido a lo que imaginaban es una cara como aquellos retratos que pintaba Picasso.

Nos va a costar adaptarnos a la normalidad desenmascarada. Tanto es así que el Instituto Europeo de Psicología ya ha lanzado la advertencia de que, en los próximos días, muchas personas serán víctimas del síndrome de la cara vacía. Al parecer, cuando todos vayamos sin mascarilla, habrá muchos que sientan inseguridad y miedo al ver que ni ellos ni quienes tienen enfrente llevan nada que les proteja.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

domingo, 20 de junio de 2021

Volver al mar

Milio Mariño

El mar es como mi jardín. Puedo verlo desde la ventana de mi casa y si quiero y me apetece también veo atardecer. Soy un privilegiado, lo sé, pero no lo digo por presumir. Faltaría más. Lo digo porque mañana entra el verano y el buen tiempo nos permitirá no solo ver el mar sino tocarlo, sentirlo y dejar que nos acaricie la piel. Algo que es tanto como decir que la vida no está hecha de horas sino de esos momentos que luego, tiempo después, aun recordamos como si siguiéramos oyendo la música de las olas y el crujido de la arena bajo los pies.

Volver al mar es una necesidad vital. Una dependencia que, según algunas leyendas, proviene de que al mar es donde va a parar todo lo que hemos perdido: los dolores, los malos tragos, las lágrimas y los deseos frustrados. Todo acaba y cabe en la profundidad de sus abismos y todo lo devuelve purificado, obrando una especie de milagro que nunca nadie ha logrado descifrar.

Abundando en lo dicho hay quien señala que nuestra dependencia del mar es genética, que se origina entre los tibios fluidos del vientre materno, y que es por eso que siempre deseamos volver. No faltan, tampoco, quienes atribuyen la citada querencia a que la contemplación del mar es también la contemplación de uno mismo. Y, recurriendo a lo simbólico, hay quien apunta que el mar es un espejo y que, como tal, dota a todo lo que en él se refleja del atributo de una realidad idealizada y envuelta en nubes de espuma.

Sófocles comparaba el mar con las mareas de la miseria humana. Baudelaire con una metáfora de nuestra soledad. Jorge Manrique con la muerte. Joseph Conrad decía que el mar era, como los sueños, una imagen onírica de la vida misma, y Lord Jim escribió: El hombre nace y cae en un sueño como quien cae al mar.

Algo debe tener el mar cuando, a principios del siglo pasado, los médicos recetaban baños de ola para combatir la depresión, el asma y los problemas circulatorios. También ahora hay médicos que se apuntan a recetar otras cosas que no son medicamentos y recetan el mar como un buen tratamiento que, además, es barato. Es el único que proporciona bienestar sin coste alguno.

Para quienes vivimos por estos pagos, volver al mar es sencillo. Lo tenemos por vecino. Ahí están las playas, los acantilados, las olas bravas y mansas y las historias fantásticas que algunos tendrán medio olvidadas y otros nunca las habrán oído mentar. Historias como la de San Balandrán, aquella playa que estaba en mitad de la ría de Avilés y la hicieron desaparecer para favorecer el acceso al puerto.

Tampoco fue la primera vez. San Balandrán era una isla prodigio que aparecía y desaparecía como una ballena dormida. Una isla a la que arribó, allá por el siglo XIV, el santo irlandés Balandrán y sus catorce monjes. Y, aunque el santo y los monjes gustaron gozosos de aquel paraje maravilloso, no les fue concedido, por misterioso secreto, quedarse allí. Así que regresaron a Irlanda, donde murieron después de referir tan extraordinaria aventura.

Nuestra aventura, ahora que comienza el verano, es que volvemos al mar. Ojalá sea sin el engorro de la mascarilla y alejados de ese bicho que bien haría el mar si lo sepultara en lo más profundo de sus abismos.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España