lunes, 28 de octubre de 2019

Cataluña y la llamada de la tribu

Milio Mariño

Imagino que se habrán dado cuenta, más de una vez, de qué en la calle, en los bares y en cualquier sitio, es fácil encontrar a personas que presumen de tener solución para todo y están deseando dar su opinión. Gente que, sin que nadie se lo pida, se apresura a decirnos cómo se resuelve cualquier problema, convencida de que no podríamos sobrevivir sin esos gratuitos consejos que ofrecen desde una superioridad que no se molestan en disimular. Al contrario, su actitud parte de la premisa de que deberíamos estar agradecidos por su inestimable ayuda.

A mí me tocó esta semana. Esta semana entré en un bar y allí estaba un señor que hablaba, para que todos le oyeran, dando consejos sobre qué era lo que había que hacer en Cataluña. Nadie le hacía caso y el camarero, a quien tomaba por su interlocutor, trajinaba sin prestar atención. Así que se dirigió a mí y volvió con lo que debía haber sido el principio de su discurso. En Cataluña lo que hace falta es mano dura. Los presos que se pudran en la cárcel y en cuanto a las calles tendrían que mandar al ejército, si es necesario, con tanques. No podemos consentir que cuatro niñatos levanten hogueras en el centro de Barcelona y se rían de la policía y de todos nosotros. Eso lo arreglaba yo en dos minutos.

Decidí hacerme el sordo, en cierta medida lo soy, y pedí lo que pido siempre: un cortado. Un cortado para mí y otro para Cataluña, pensé acordándome de los que no se cortan y proponen que la democracia actúe allí como lo haría cualquier general golpista en un país suramericano. Pero bueno, al fin y al cabo, era un simple comentario de bar. Son peores otros discursos, de algunos responsables políticos, que vienen a decir lo mismo, aunque lo disimulen un poco. Es peor lo de Albert Rivera, que cada día está más ridículo en su empeño por echar gasolina al conflicto. Otro tanto se puede decir de Pablo Casado, que se olvida de su reciente giro centrista y habla de reconquistar Cataluña dando más protagonismo a la Guardia Civil. Luego está lo de Santiago Abascal, que para que les voy a contar. Pide el estado de excepción, la ley marcial, la intervención del ejército y el encarcelamiento, inmediato, de Torra y todos los que le acompañan en el gobierno.

Los tres recurren a la llamada de la tribu. Y, en eso coinciden con el señor del bar y los nacionalistas violentos, cuya pertenencia a la tribu les permite justificar todo lo que están haciendo. Algo que rechazamos pero que también haríamos si hiciéramos caso a Casado, Abascal y Rivera, cuya propuesta es que nos enfrentemos a los violentos pegando más fuerte.

Si los nacionalistas actúan de forma insensata, ciega y violenta, no cabe apelar a los instintos primarios y responder con una violencia mayor. Al extremismo nacionalista no procede contraponerle ningún otro extremismo. Los extremismos se retroalimentan y agravan la situación. Por eso pienso que acierta el Gobierno en su estrategia de dar una respuesta firme pero contenida. No podemos volver a la tribu. Alguien tiene que mantener la cordura. Alguien que no parece que sean Casado, Abascal y Rivera quienes, con sus arrebatos, están más cerca de liarla parda que de ofrecer una solución aceptable y sensata.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / diario La Nueva España

lunes, 21 de octubre de 2019

Agua de otoño

Milio Mariño

Superados los veranillos de San Martín y San Miguel, esperamos un otoño que nos traiga agua porque por aquí, aún, llueve algo, pero, por ahí abajo, los pantanos están medio secos y las previsiones son como las de aquel cura párroco que era apremiado por sus feligreses para que les dejara sacar al santo. El cura, que se oponía en principio, al final acabó cediendo, aunque no sin advertirles primero: Si queréis sacar al santo sacarlo pero que sepáis que he mirado en internet y no vaticinan que vaya a llover.

Lo de sacar al santo, ahora se lleva menos, pero antes, cuando había sequía, era normal hacerle novenas y sacarlo en procesión para pedir que lloviera. Lo curioso es que sí no llovía no crean que el santo se iba de rositas. Había pueblos, como Torrejoncillo, en los que le perdían el respeto y llegaban a insultarlo y a ponerle un trozo de bacalao en la boca. Claro que también había otros en los que la conclusión, si el santo no les mandaba lluvia, era que habían pecado mucho.

Es cierto que pecamos. Lo único que, si nos referimos a la lluvia, esos pecados no los provoca el demonio, el mundo o la carne, sino los desmanes contra el medio ambiente. Son pecados que nos han llevado a un calentamiento global que algunos, los países ricos, siguen negando, porque les interesa y, otros, los que están en vías de desarrollo, porque reclaman el derecho a contaminar para crecer, como hicimos nosotros durante décadas.

De todas maneras, los científicos aseguran que, en general, llueve igual ahora que hace setenta años. La diferencia está en que la caída de agua se produce en menos tiempo. Hay menos días de lluvia, aunque el resultado final, en litros, al parecer es el mismo. No puede llover más de lo que lo hace en un país como el nuestro. Circunstancia que nos lleva a fijarnos en la demanda y tener en cuenta que hemos aumentado, de forma exagerada, nuestro consumo de agua.

Según la OMS, lo que necesitamos para vivir son 50 litros de agua por persona y día. Ese sería el mínimo para mantener un nivel adecuado de salud e higiene y atender las necesidades domésticas. Sin embargo, la media de consumo en España casi triplica esa cantidad. Gastamos, o malgastamos, 132 litros por persona cada día. Un dato, referido a 2018, que ha sido facilitado por AEAS.


Así estamos. Llueve lo que llueve, lo mismo que hace 70 años, y no podemos pedir a las nubes que nos manden más lluvia porque nosotros hayamos aumentado el consumo de agua. Por eso que los expertos no proponen sacar a los santos en procesión ni aumentar el número de pantanos. Dicen que el precio medio del agua de uso doméstico es de 1,84 euros por metro cúbico, lo que representa un 0,89 % del presupuesto familiar. Muy por debajo del 3 % que fija la ONU como límite asequible del Derecho Humano al Agua. De modo que la solución, según ellos, es poner el agua más cara para que limitemos su consumo. Lo de siempre en estos casos. Así que no sé yo si no volveremos a sacar, en procesión, a los santos. No para que llueva, que es evidente que no sirve de nada, sino para que no nos suban el recibo del agua.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 14 de octubre de 2019

El móvil, lo primero

Milio Mariño

Según varias encuestas, por término medio, consultamos el móvil cincuenta veces al día. Pero bueno, tampoco conviene alarmarse ni hacer mucho caso. Ya saben lo que son las encuestas y el término medio. Son qué si uno está comiéndose un pollo y otro mirando como lo come, resulta que se han comido medio pollo cada uno. Así que es fácil deducir que consultamos el móvil más veces de lo que apuntan las encuestas y que la dependencia, al decir de varios estudios, ha llegado al punto de que muchos padres atienden al teléfono antes que a sus hijos.

Llamarlo abandono tal vez sería demasiado, pero hemos llegado a eso, a que muchos padres estén más pendientes del móvil que de sus hijos. Hay creado un universo en el que se supone que todos tenemos el móvil conectado y siempre a mano para responder cualquier mensaje en, como mucho, treinta segundos. Si se tarda más tiempo ya hay impaciencia en los dos lados, en el que ha mandado el mensaje y en el que tiene que contestarlo. Por eso damos prioridad al teléfono antes que a cualquier otra cosa. Y lo curioso es que la mayoría de esos mensajes, a los que damos prioridad absoluta, suelen ser memes, chascarrillos y tonterías sin transcendencia. Nada importante para nosotros ni para nuestras vidas.

Esto de que los padres atiendan al teléfono y desatiendan a sus hijos lo leí en una revista que reproducía un estudio realizado en diez países. Pero, ni siquiera hacía falta leerlo. Basta con salir a la calle y fijarse un poco. Todo el mundo está con el móvil en la mano o colgado del cuello, que según The Wall Street Journal es lo último de lo último. Es lo que acaban de poner de moda los modelos masculinos en los desfiles de Prada, Dior y Versace, como algo muy práctico para leer los mensajes sin tener que sacar el teléfono del bolsillo.

Era lo que nos faltaba, llevar el móvil al cuello igual que las vacas llevan un cencerro. Dice el profesor David Greenfield que esto pasa porque la adicción al móvil es muy similar a la que sienten los ludópatas. Cada vez que suena el móvil, al parecer, causa interferencias en la producción de dopamina, el neurotransmisor que regula el circuito cerebral de recompensa. Cuando recibimos el aviso de un mensaje sube el nivel de dopamina porque pensamos que nos ha llegado algo nuevo y muy interesante. Y como no podemos saber qué es lo que nos llega, esa incertidumbre provoca el impulso de estar siempre pendientes y coger el teléfono cuando suena.

Lo primero es el móvil. Está con nosotros desde que nos levantamos hasta que nos acostamos o, incluso, en la cama o la mesilla de noche. Y por supuesto, en los transportes públicos, la calle, el trabajo, el parque, el restaurante o donde quiera que vayamos, incluido el cuarto de baño.
Apuesto a que coincidimos en qué el móvil solo deberíamos usarlo cuando, de verdad, lo necesitamos. Que deberíamos ser nosotros quienes controláramos el teléfono y no al revés. Pero es evidente que, el móvil, se ha convertido en nuestro amo y nosotros en sus esclavos. Estamos a su servicio. Aunque no sé, tal vez piense así porque pertenezco a una de las últimas generaciones que recuerdan cómo era la vida antes de que tuviéramos móvil.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 7 de octubre de 2019

El Brexit y los ingleses

Milio Mariño

Cada vez que leo alguna noticia sobre el Brexit me acuerdo del genial escritor Julio Camba, quien decía que mientras había vivido en Inglaterra nunca había tenido la sensación de vivir entre personas mayores. Según él, Inglaterra es un pueblo de niños y los niños, todos los niños, son terriblemente egoístas y amigos de hacer travesuras. Así definía a los ingleses, decía que no querían hacerse adultos, que prolongaban su infancia hasta la vejez.

El comentario del escritor gallego es de principios del siglo pasado, pero no creo que pueda haber una explicación mejor para definir el carácter de los ingleses y lo que ocurre con el Brexit. Todo apunta a que son como niños y que el Brexit ha acabado por convertirse en el cuento de Pedro y el lobo. Aquel cuento en el que un pastor se había divertido tanto con la broma de que venía el lobo que cuando de verdad vino, la gente no le hizo caso y el lobo se comió las ovejas. En esas estamos. El lobo está relamiéndose mientras contempla el desconcierto del rebaño.

 Nadie pone ya en duda que el Brexit, y sobre todo un Brexit sin acuerdo, será una ruina para los ingleses. Hasta el propio Gobierno británico acabó por reconocerlo en un informe que tuvo que publicar a instancias del Parlamento, en vísperas de su clausura. La previsión del informe es que habrá colas kilométricas en las carreteras de acceso a los puertos y el túnel del canal de la Mancha, disminución de los alimentos frescos en los supermercados y escasez de medicinas, sangre y plasma. Añadan precios más caros de la gasolina y la comida, depreciación de la libra esterlina y subida de los aranceles. Un cúmulo de consecuencias, todas negativas, que para la mayoría de los ingleses serán problemillas menores comparados con la inyección de adrenalina patriótica que supone que la gente del resto de Europa tenga que enseñar el pasaporte en la frontera inglesa. Esa, al parecer, será la única satisfacción de su espantada de la Unión Europea. La satisfacción de volver a una Inglaterra con fronteras y soñar con su antigua grandeza.

Parece un anhelo infantil pero ya habíamos dicho que los ingleses son como niños y a las pruebas me remito. Solo hay que ver la Cámara de los Comunes, con sus anticuados procedimientos, los exabruptos del teatrero y despeinado Boris Johnson y los bancos de cuero verde escenario de acalorados discursos. También está el gato Larry, que vive en el número 10 de Downing Street y tiene la consideración de funcionario público, con un sueldo de 100 libras y el rango de “ratonero jefe" de la residencia oficial del primer ministro. Y, todavía hay más. Inglaterra es un país donde los jueces siguen usando peluca, los coches llevan el volante a la derecha y el sistema métrico decimal no existe. Las distancias en carretera se cuentan por millas y yardas, la gasolina en galones y la cerveza, la sidra y la leche en pintas y medias pintas.

Viendo estos detalles no debería extrañarnos que los ingleses quieran salir de Europa; siempre se han considerado otra cosa. Y tal vez lo sean. Tal vez sean ese pueblo de niños que decía Julio Camba. A lo mejor, la equivocación de la Unión Europea, y de todos nosotros, es que nos empeñamos en tratarlos como si, realmente, fueran adultos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 30 de septiembre de 2019

Partidos a trozos

Milio Mariño


Que Iñigo Errejón haya decidido fundar un nuevo partido y presentarse a las próximas elecciones es algo que, para muchos, era muy necesario. Según el Ministerio del Interior en España hay 4.772 partidos, pero, de todos ellos, solo 61 se presentaron a las elecciones del pasado 28 de abril. Con lo cual la oferta se redujo bastante y es muy probable que hubiera gente que se vio obligada a abstenerse porque, entre esos 61 partidos, no encontró ninguno que encajara con su perfil ideológico.  No todos tienen tan claro el voto como las monjitas de los conventos que, por más que digan que no les interesa la política, siempre saben a quién votar y acuden a las urnas, aunque ese día caigan chuzos de punta.

No es lo común. Los electores, en general, suelen ser exigentes a la hora de dar el voto. Quieren que haya alternativas que se ajusten a lo que piensan para, así, no romperse la cabeza y votar con comodidad. Les da lo mismo que esa exigencia obligue a que algunos líderes políticos tengan que dejar la formación que venían representando y fundar un nuevo partido. Ahí está Llamazares que, después de llevar algo de más de tres décadas en Izquierda Unida, tuvo que montar Actúa, porque quienes le seguían se lo exigieron, al ver que no iba como cabeza de lista por Asturias.

Con Errejón ha pasado algo parecido. Errejón siempre dijo que era partidario de que las fuerzas progresistas se unieran, pero las bases exigieron que se separara y concurriera a las elecciones con un nuevo partido cuyo objetivo es favorecer la unidad.

Esto de lo que hablamos, esto de que un dirigente abandone el partido y funde una nueva formación política, que ocurre sobre todo en los partidos de izquierdas, es algo natural y sencillo por más que siempre haya interesados que traten de darle vueltas y buscar contradicciones donde no las hay. Los partidos surgen por la demanda de los electores. No se trata de personalismos ni caprichos de personas que digan aquí se hace lo que yo digo y si no se hace fundo yo mi partido. Podrá parecerlo, pero no es así. Que Podemos esté formado por En Mareas, Compromís, Barcelona en Comú, Elkarrekin, Adelante Andalucía, Equo, IU, Unidad Popular, Anticapitalistas y no sé si alguien más no obedece a que, quienes están al frente de cada una de esas organizaciones, se nieguen a someterse a las estructuras de un partido tradicional, con su “aparato” y su jerarquía. Obedece a la idea de que haya un mayor pluralismo sin que tengan que ver, para nada, los intereses personales o el afán de protagonismo.

La explicación oficial va por ahí. Es lo que suelen decir y yo me lo creo porque soy optimista y no veo malicia en seguirles la corriente y usar la ironía. Pero claro, si me preguntan por qué algunos partidos acaban a trozos mi opinión es distinta. Para mí, lo que ocurre no es que surjan diferencias ideológicas insalvables o haya enfoques políticos radicalmente distintos. Lo que, de verdad, provoca que alguien, como ahora Errejón, funde un nuevo partido es la falta de mimos. Si Errejón se hubiera sentido mimado no se habría embarcado en esta nueva aventura. De modo que la mejor receta, para evitar que los partidos se rompan, es que haya más mimos y menos debates políticos.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 23 de septiembre de 2019

El funeral de las elecciones

Milio Mariño

Comparto la indignación popular por el fallecimiento de las pasadas elecciones.  Tampoco yo consigo explicarme por qué no ha sido posible que los partidos políticos llegaran a un acuerdo para salvar de la muerte lo que votamos hace seis meses. Así que bueno… Más que pesaroso, estoy cabreado. Cabreado con todos porque ninguno, ni unos ni otros han tenido la dignidad ni la valentía de decirnos cuales han sido las verdaderas razones por las que han actuado como han actuado y, al final, han sido incapaces de mantener con vida el mandato de las urnas.

Solo se oyen excusas. Excusas y más excusas, aunque parezca evidente que, desde el primer momento, cada partido se enrocó en lo suyo, los intereses particulares primaron sobre los generales y las apetencias personales sobre la obligación de entender que todos tenían que ceder para alcanzar un acuerdo. Pero que si quieres arroz Catalina. Los dirigentes se dedicaron a dejar que pasara el verano y en cuanto a los partidos políticos Ciudadanos quiso sustituir al PP y Podemos al PSOE.

Se había dicho, con alegría, que uno de los grandes logros había sido acabar con las mayorías absolutas y el bipartidismo. Que el bipartidismo se había acabado y era la hora de los partidos bisagra. No contaban, supongo, con que la bisagra se convertiría en cerrojo y volveríamos a lo de antes o, incluso, peor. Peor porque se pensaba que los partidos mayoritarios se verían forzados a ser más modestos, pero nada ha cambiado. El PSOE se ha mantenido igual de soberbio y el PP se ha fragmentado en tres, con el agravante de que ha dado pie a que apareciera la ultraderecha.

Total, que hemos vuelto a los rojos y los azules sin que fuera posible que el color original aceptara mezclarse con otros colores. Por eso, ya lo dije antes, comparto la indignación por el fallecimiento de las elecciones de abril y, además, estoy cabreado. Siento una especie de malestar general, una sensación como de dolor de estómago que no creo que vaya a desaparecer cuando empiece la campaña electoral. Al contrario, vaticino que la campaña será la más absurda de los últimos años. No habrá propuestas, lo único que dirán será vótame a mí porque los otros son peores. Son malísimos, de ahí que la alternativa sea elegir al peor y no darle el voto.

No parece, por tanto, que haya mucho entusiasmo ni que la gente esté muy dispuesta para acudir, de nuevo, a las urnas. De todas maneras, yo he votado siempre y volveré a votar en noviembre, aunque mi voto de abril haya ido a parar a la morgue. Sé que no lo merecen, pero no votar sería despreciar un derecho que nuestros padres y nosotros mismos hemos conquistado a costa de muchas penalidades y tras muchos años de lucha y sacrificios. Así que votaré por respeto a todo eso, por respeto a mí mismo y porque me parece de buena educación. Como dar los buenos días, ceder el paso o sujetar la puerta a un desconocido. No porque me vayan a convencer de que llegamos a donde hemos llegado por culpa de alguien que fue muy malo. Todos han sido peores de modo que lo que digan ahora, en el funeral de las elecciones, es como aquel que va al tanatorio a contar chistes y decir tonterías.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 16 de septiembre de 2019

Libros de texto a capricho

Milio Mariño

La vuelta al cole supondrá que alrededor de ocho millones de niños y jóvenes vayan a estudiar una Historia, una Geografía y una Literatura diferentes, según la Comunidad Autónoma en la que residan. Cito tres y no sé si me quedaré corto, en cuanto a las asignaturas que las Comunidades modifican a capricho, porque viendo los esfuerzos que hacen por diferenciarse, y el nivel de locura al que hemos llegado, tampoco me extrañaría que metieran mano a las matemáticas y, en algunas Comunidades, dos más dos dejaran de ser cuatro. No lo descarten. En la geografía que se enseña en Canarias apenas se da importancia a los ríos, porque allí no los tienen, y en los libros de historia, que se estudian en Cataluña, se pasa por alto que los Reyes Católicos existieron y se dice que Jaime I Rey de Cataluña, cuando lo era de Aragón, emprendió la expansión de Cataluña por tierras hispánicas.

Que denuncie estos disparates no significa que ponga en cuestión el Estado de las Autonomías, entre otras cosas porque no me gusta el Estado centralista y porque pienso que las Comunidades son fundamentales para acercar la política a los ciudadanos y para la estabilidad y el buen gobierno de España. Pero, que piense así, no me impide ver que tenemos diecisiete Comunidades Autónomas y diecisiete sistemas educativos distintos que, en su afán por diferenciarse, cometen auténticas barbaridades. Barbaridades y despropósitos como que en el pasado curso se hicieran de una sola asignatura, Ciencias Sociales de 4º de Primaria, 25 ediciones diferentes.

Es cierto que los libros de texto tienen que cumplir los criterios curriculares que marca el Ministerio de Educación, pero también lo es que han de cumplir los criterios aprobados por las Comunidades Autónomas. Y aquí es donde empieza el lio y se instala la insensatez porque una materia como Matemáticas, que es neutra y debería estar sujeta a pocos o ningún cambio, tiene hasta 19 manuales distintos para el mismo curso. Manuales como el de Andalucía, en el que se dice que para explicar geometría hay que poner como ejemplo la Alhambra.

Así estamos. El orgullo patriótico, la exaltación de los símbolos y la reivindicación y sentimiento de diferencia de cada Comunidad Autónoma, frente al resto de España, configuran una realidad que evidencia la dejación del Estado en sus funciones de supervisión y control del sistema educativo. El Estado no interviene, con el pretexto de evitar conflictos, y el resultado es una caótica realidad que nadie quiere abordar. Nadie, ni la clase política ni la sociedad hacen nada por solucionar el desbarajuste actual y encontrar el lógico equilibrio entre las competencias de las Comunidades y las del Ministerio de Educación.

Es lo que se echa en falta, que sus señorías, de una vez por todas, aborden el modelo educativo con criterios racionales y partiendo de una base común. Que se llegue a un verdadero pacto de Estado, lo cual no quiere decir que se pida la homogeneidad absoluta, sino un acuerdo básico que evite estar al albur de lo que legisle la ideología que ostente el poder en cada momento y unos nacionalismos que están utilizando la educación para marcar diferencias sin que les importe tergiversar la historia o la ciencia.
No deberían permitirse los caprichos de las Comunidades Autónomas en materia de educación. Habría que acabar con ellos cuanto antes mejor.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España