jueves, 27 de junio de 2024

Votarse encima

Milio Mariño

Varios estudios, el último de la Universidad de Northwestern, han llegado a la conclusión de que cada vez somos más tontos. Diagnóstico que comparto con una salvedad: deberían excluir a los de mi generación. Creo que los tontos vinieron luego. Son posteriores y fáciles de reconocer porque no se interesan por la filosofía, han perdido la capacidad de atención y el sentido crítico, leen poco, entienden que la cultura juega un papel secundario y están, todo el día, pendientes del móvil.

Que nadie se asuste. Los abuelos hacemos autocrítica siempre a nuestro favor y sin miedo al ridículo. Ya lo están viendo, para presumir de listos no nos hace falta ni serlo. Basta con no sucumbir a las tonterías que van surgiendo. La más reciente, referida a las  elecciones al Parlamento Europeo, es que 800.000 españoles, en su mayoría jóvenes menores de 24 años y también en su mayoría hombres, han votado por un YouTuber ultraderechista que se autodefine como analfabeto académico, dice que su objetivo es asegurarse el aforamiento, para protegerse ante las numerosas denuncias que recibe por difundir bulos, y anuncia que sorteará el sueldo de eurodiputado entre sus seguidores.

Si dijéramos que quienes han votado por esa opción política son tontos sería una generalización injusta y una falta de respeto. Ahora bien, negar que es de tontos votar semejante disparate es negar la evidencia. No lo han visto así algunos analistas políticos, pues justifican a esos votantes diciendo que no es cuestión de inteligencia sino de que, especialmente los jóvenes, están tan quemados, sufren tanto para conseguir un empleo mal pagado, tienen tan difícil acceder a una vivienda y la vida les ofrece tan pocas alegrías, que es lógico que canalicen su frustración y su rebeldía votando una opción que suponga vengarse y hacer daño al sistema.

Casi me convencen. Los estudios que señalan que cada vez somos más tontos deben referirse, exclusivamente, a los que lucharon y luchamos para que España saliera del pozo y fuera una democracia moderna y boyante. Por lo visto cometimos la estupidez de no darnos cuenta de que si te cabreas, si te hierve la sangre y estas hasta las narices de una sociedad en la que unos pocos viven la mar de bien mientras que la mayoría tiene dificultades para vivir, lo inteligente no es que luches por cambiar las cosas, es que votes a un cantamañanas que carece de cualquier principio moral o ético que no sea beneficiarse a sí mismo.

Empeñados por justificar a quienes, al parecer, votaron de broma frente a los que tomamos las elecciones en serio, algunos articulistas se acordaran de personajes como Jesús Gil, Ruiz Mateos, El Dioni o Chikilicuatre. Por lo visto, héroes del inconformismo que también se enfrentaron al poder establecido y obtuvieron cierto respaldo y comprensión popular.

El voto chufla, votar para reírse de la democracia y que vuelva la vieja política de los energúmenos que resuelven los problemas a bofetadas, no es rebeldía, es hacer el idiota y votar contra uno mismo.

¿Confirma eso que los jóvenes cada vez son más tontos?. Tengo mis dudas. Es cierto que un buen número de los que asistieron a los conciertos de Taylor Swift en Madrid usaron pañales absorbentes para aguantar a pie firme sin ir al baño, pero no alcanza para condenarlos. Aunque sea de tontos mearse encima, al menos, no salpicaron a nadie.


Milio Mariño / Artículo de Opinión

lunes, 17 de junio de 2024

Miedo a desnudarnos

Milio Mariño

Nadie puede decir que no estábamos avisados. Hace ya varios meses que venían diciéndonos de que teníamos que adelgazar, pero faltan tres días para que llegue el verano y acabará pillándonos con unas barrigas y unos culos que la gente igual se descojona de risa cuando nos vea en bañador. Los primeros días de playa son terroríficos, solemos afrontarlos creyendo que todo el mundo se fijará en nosotros cuando tal vez el único que se fije sea el socorrista si ve que estamos ahogándonos.  Eso sí tenemos suerte porque puede ser que tampoco.

La idealización del aspecto físico hace que se haya vuelto imposible escapar de la presión social y mediática que bendice la delgadez y se empeña en meternos en un cuerpo que no es el nuestro. Si, de natural, somos como somos no se entiende por qué insisten en que deberíamos ser más delgados. Y todavía se entiende menos que, por no serlo, se resienta nuestra autoestima y nos provoque una comedura de coco que puede acabar llevándonos al siquiatra.

Resulta curioso que pongamos la democracia por encima de todo y aceptemos  la dictadura de las tallas y de una publicidad empeñada en convencernos de que tenemos que luchar contra “el michelín”. Que, por cierto, no sé si saben que no es lo que era. El popular muñeco no es el original. El logotipo de Michelin, el fabricante francés de neumáticos, ha sufrido un retoque estético. Ahora es un poco más alto y han reducido su masa corporal en un veinte por ciento.  

Era lo que nos faltaba que, hasta, Michelin haya adelgazado. Cuestión que nos sitúa ante otra paradoja curiosa: cuantos menos gordos hay, más gordos vemos. Son gordos de forma relativa, solo porque otros están más delgados.

Este verano empieza el jueves y no sé cuándo me estrenaré en plan de ir a la playa, tomar el sol y bañarme, pero sería muy inquietante que fuera y no viera gordas y gordos en abundancia. Si toda la gente que se pone en traje de baño estuviera delgada perderíamos la normalidad de un paisaje natural y propio de nuestra fauna.  No creo que pueda haber mayor felicidad que tumbarnos en la arena y que nos importe una mierda que nos confundan con un rinoceronte durmiendo la siesta. Cabría considerarlo una victoria social y política contra la ridiculez de quienes se pasean, arriba y abajo, enseñándonos sus músculos, o su delgadez, y pidiendo la limosna de una mirada caritativa que los socorra del anonimato.

Los medios, todos en general, contribuyen en la difusión de mensajes falsos que, sin embargo, acabamos aceptando como dogmas de fe. Se empeñan en que asumamos que el sacrificio merece la pena y si estamos gordos es porque somos unos vagos y no tenemos la suficiente fuerza de voluntad para adelgazar. La gordura se ha convertido en un delito que no prescribe, lo sufrimos y cargamos con él durante toda la vida.

A pesar de estas reflexiones, cuando este verano decida ir a la playa, no sé yo si no  me dará un poco de corte desnudarme delante de todos. Es tanta la presión mediática que dudo que pueda evitar sentirme culpable de que a los demás no vaya a gustarles lo que vean de mí. Es un temor que siempre está ahí pero, por otra parte, no somos nada si nadie nos pone a parir.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 3 de junio de 2024

Turismo caro, o cruz

Milio Mariño


El turismo ya no es el maná que contribuyó al progreso de nuestro país, ahora se ha convertido en un denostado recurso que suscita tantas críticas y protestas que cualquiera que decida tomarse unos días vacaciones no podrá librarse de la mala conciencia de que está destruyendo el planeta.

A mí me da igual porque nunca me he considerado un turista. Y no crean que lo digo porque jamás me haya puesto sandalias con calcetines, lo digo porque no creo que lo fuera cuando iba a Hospital de Órbigo a secar y curarme del reuma, ni tampoco cuando luego, durante quince años, fui a Portugal. Aclaro que Estoril y el Algarbe ni de lejos. Me movía entre Aveiro, Nazaré y Peniche, que debe ser lo que llaman turismo barato.

Seguramente por eso nunca me consideré un turista. Seguía siendo un trabajador que aprovechaba los bajos precios del país vecino para disfrutar de la playa y el sol con mi mujer y mis hijos. Cosa que aquí también podía hacer, pero no me alcanzaba para pasar un mes y vivir como vivía allí.

Me gusta disfrutar, soy así de raro. No soy de esos a quienes les encanta sufrir y pasar calamidades en vacaciones. Esos que pagan una fortuna para ir a un país cuyo aliciente es que lo mismo puedes encontrarte con una tribu ataviada con su traje típico, incluido el Kaláshnikov, que con una gastroenteritis que te lleve a terminar las existencias de papel higiénico en la región. En mí caso, el deseo de vivir aventuras lo saciaba matando mosquitos en la ribera del Órbigo o en Portugal comiendo bacalao a la brasa hasta para desayunar.

Con estos antecedentes, estarán de acuerdo en que nunca tuve motivos para considerarme un turista. De todas maneras, no puedo evitar sentirme aludido cuando hablan del turismo de baja calidad y, sobre todo, cuando dicen que ese turismo, el de los pobres, es insostenible.

Me cuesta entender que la gente se eche a la calle pidiendo un turismo de más calidad. Y entiendo menos que hagan suyo el discurso de que el turismo barato contamina el medio ambiente y es culpable de que suba el alquiler de las viviendas ya que los pobres tienen la mala costumbre de pasar sus vacaciones en pisos de mala muerte y no en hoteles de cuatro estrellas.

Algo debió pasar para que, de pronto, como en una revelación divina, nos diéramos cuenta de que el  turismo barato solo genera contaminación y pobreza.  Físicamente, los pobres son un estorbo y, en cuanto a la estética, quedan fatal. Empiezan clavando la sombrilla y poniendo la toalla en la arena, a las siete de la mañana, luego se abren paso a codazos para conseguir una cerveza y acaban durmiendo y roncando la mona como cachalotes al sol.

Aunque la realidad fuera esa sigo sin entender que la gente corriente, los que viven de un sueldo precario, estén en contra del turismo barato. Aquí, al paraíso, que no vengan los que no tengan dinero, gritan ofendidos. Y, al parecer, no podemos llamarlos clasistas, sino responsables y respetuosos con el medio ambiente. Pero ahí no acaba la cosa. La solución, según tengo entendido, es que quienes han ahorrado durante todo el año, para permitirse unos días de  vacaciones, lo encuentren todo más caro y así, por el bien de todos, se queden en  casa.

 

Milio Mariño 7 Artículo de Opinion / Diario La Nueva España

lunes, 27 de mayo de 2024

Trabajamos gratis y, encima, nos riñen

Milio Mariño

Igual es una apreciación personal, no quiero generalizar, pero tengo la impresión de que la prepotencia y la chulería están ganando terreno y ser educados y amables supone, cada vez más, una muestra de debilidad. Sobre todo cuando quien nos abronca confunde el silencio prudente con que aceptamos nuestra inferioridad, cosa que sucede bastante a menudo.

 La amabilidad está en crisis. Casi siempre que vamos al banco, al juzgado, el ayuntamiento y sitios por el estilo, nos encontramos con alguien, altanero y soberbio, que presume de su insolencia y nos dispensa un trato que no merecemos. No reivindico el halago, solo pido que no me consideren imbécil ni justifiquen sus malos modos como legítima defensa. Que no digan que están de trabajo hasta las cejas y culpen a mi impericia con las nuevas tecnologías el delito de que les haga perder el tiempo y tengan que resolver lo que debería haber resuelto yo si no fuera lo ignorante y torpe que soy.

Este comportamiento, de intimidación y desprecio, ha ido en aumento desde que la digitalización empezó a extenderse y abarca todos los ámbitos de nuestra vida. Cada vez con más frecuencia, nos obligan a que hagamos online lo que no habíamos hecho nunca: desde comprar entradas para el cine hasta presentar la declaración de la renta, pagar un recibo, una multa o cualquier trámite.

Por lo visto, a nadie le importa si tenemos dificultades para entender cómo funciona internet, ni si estamos conectados o disponemos de un smartphone o un ordenador y sabemos usarlo.  La ley dice muy claro que cada ciudadano puede elegir entre realizar el trámite online o en persona, lo que prefiera, y no se le puede obligar a que lo haga por vía telemática. Solo recoge esa opción, como posibilidad, si el interesado dispone de capacidad económica, técnica, dedicación profesional u otros motivos que aseguren que tiene medios electrónicos y capacidad para usarlos. Además, la Ley de procedimiento administrativo común establece que los ciudadanos tienen derecho a ser asistidos en el uso de los medios electrónicos.

 En teoría la ley nos protege, pero del dicho al hecho hay un trecho que algunos no quieren ver. Los avances tecnológicos deberían propiciar que nuestra vida fuera más cómoda y más sencilla. Y, en general, así es.  No se discute que internet, para muchas cosas, sea el paraíso, pero para otras, y para algunos, termina siendo un infierno.

Hay gente que lo está pasando mal con los trámites a través de la red. Según el Instituto Nacional de Estadística, seis de cada diez usuarios se quejan de lo complicado que les resulta hacer gestiones online, pero es muy difícil argumentar este inconveniente porque vivimos en una burbuja idealista en la que imperan los conceptos más que la realidad. Una realidad que está ahí y lo que transmite, aunque quieran liarnos, no tiene nada que ver con la discusión sobre si la tecnología es buena o mala, sino con el sentido de cómo se está aplicando.

Infinidad de trámites que suponían un coste importante para las empresas, los bancos y las diferentes instancias del Estado, ahora los hacemos nosotros. Estamos ahorrándoles mucho dinero porque, sin consultarnos, han acabado por endosarnos buena parte de la burocracia. Esa es la cuestión. Prometieron que nos harían la vida más fácil y resulta que estamos trabajando gratis para ellos y, encima, nos riñen.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 20 de mayo de 2024

Bares y “fiestas de prao”

Milio Mariño

Cuando leí que los hosteleros asturianos exigían a las autoridades una regulación más estricta de las “fiestas de prao”, pensé que algo raro debía estar pasando para que hicieran una cosa así.

España es un país de bares y Asturias la comunidad española con más bares por habitante. Un record que nadie sabe cuánto puede durar porque los bares de toda la vida, esos lugares históricos de animadas tertulias y parroquianos jugando al mus, están en crisis. Igual no es como para considerar que son una especie en peligro de extinción, pero no pinta bien. Se reproducen poco, apenas hay bares nuevos, y el número de muertes aumenta sin parar. Según SADEI, el año pasado cerraron en Asturias 224 bares, a los que hay que sumar otros 215 que lo hicieron el año anterior.

Viendo estos datos los hosteleros debieron entrar en pánico, pero nada indica que las “fiestas de prao” sean competencia desleal ni la causa de que cierren tantos bares. Pedir que regulen, aún más, las fiestas populares no arregla el problema. Las asociaciones de vecinos y comisiones de festejos, que trabajan para que las romerías no acaben desapareciendo, ya tienen que hacer frente a sinfín de trámites y permisos, pólizas de seguros e informes de todo tipo.

Los bares son una institución muy querida y no deberían ponerse en contra de las “fiestas de prao”. Deberían hacer hincapié en lo suyo y apelar a la famosa canción: “Bares, qué lugares tan gratos para conversar”… que cantaba Gabinete Caligari, allá por 1986, a ritmo de pasodoble pop. La música era agradable y, en cuanto a la letra, comparto la idea de que los bares son lugares gratos para conversar y fueron la primera red social antes de que apareciera Washapp. Dudo que alguien pueda sostener, con pruebas, que los cierres que se están produciendo sean debidos a causas ajenas y no a la selección natural que impone la especie.

Si aceptaran jugar a las adivinanzas les pasaría lo que a mí, que no fui capaz de adivinar cuántos bares puede haber en Avilés. Calculando que serán muchos, la cifra que digan apuesto que será inferior a la real. Ahí va el dato: en el censo del año pasado, Avilés figura con 798 bares, uno por cada 94,6 habitantes.

Así, de primeras, parece una oferta excesiva. La media en España es de un bar por cada 175 habitantes, pero en otros países el ratio es bastante mayor: en Inglaterra hay un bar por cada 500 y en Francia uno por cada 350.

No es extraño, por tanto, que en Europa apenas entiendan ni vean con buenos ojos nuestra relación con los bares. Dicen que nos quejamos de lo cara que está la vida, pero que los hogares españoles destinan un 15% de sus ingresos al consumo en bares y restaurantes. Un porcentaje que es el doble que Francia y más del triple que Alemania.

Envidia cochina. Nuestros sueldos son más bajos, pero nos las arreglamos para salir todos los días de bares y disfrutar como verderones. Debe pasarles, supongo, como a nosotros con el vecino, que no sabemos de dónde saca el dinero pero vive como un rey. Así que tengamos la fiesta en paz. Sería lamentable que creáramos un conflicto donde no lo hay. Los bares y las “fiestas de prao”, lejos de ser incompatibles, son complementarios.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 13 de mayo de 2024

No estaban muertos, estaban tomando cañas

Milio Mariño

Fue ver las imágenes de la policía de Nueva York desalojando el campus de la Universidad de Columbia, por las protestas de los estudiantes que piden el final de la guerra de Gaza, y mi memoria rebobinó la película de cuando peleábamos por la democracia y contra el imperialismo yanqui. Fue como un revival en el que aparecíamos gritando libertad sí, OTAN no y bases fuera.

Por aquel entonces, los jóvenes de Estados Unidos también protestaban contra una guerra, la del Vietnam, pero creíamos que era una protesta egoísta. Protestaban para que no los reclutaran y los mandaran allí y, por tanto, no nos parecía justo que se dijera que eran la vanguardia de la juventud mundial. La vanguardia éramos nosotros, que corríamos delante de los grises, a riesgo de acabar en la cárcel por repartir cuatro octavillas.

El inexorable paso del tiempo hizo que dejáramos de ser jóvenes y que quienes nos sucedieron se olvidaran de las protestas aunque tuvieran razones para protestar. Primero los Millennials y luego la Generación Z, perdieron todo interés por la política y los temas sociales. Les preocupaba su supervivencia más que implicarse en la lucha por una sociedad mejor. Por eso que cuando estalló la crisis financiera volvimos a ser nosotros, ya abuelos, los que salimos a la calle mientras los jóvenes estaban en casa, sentados en el sofá y disfrutando del ordenador.

Los jóvenes de entonces se quejaban de ser una generación precaria de desempleados y trabajadores mal pagados, que seguían dependiendo de sus padres, pero pasaban de protestar. Hubo como un rayo de luz cuando apareció el 15M y los  indignados acamparon en las ciudades y se interesaron por la política. Fue visto y no visto porque, poco después, volvieron al sofá y a posiciones más a la derecha en la escala ideológica. Así que muchos de los abuelos que vivimos la época que comentaba al principio, sonreímos de oreja a oreja cuando vimos a los jóvenes americanos enfrentándose a la policía y protestando contra la guerra de Gaza.

Por supuesto que lo celebramos. Un poco avergonzados, eso sí. En el fondo aún perviven aquellos prejuicios anti yanquis que nos impiden reconocer que los jóvenes americanos y los movimientos civiles de Estados Unidos cambiaron la historia para mejor. Todavía nos cuesta aceptarlo pero, aunque sea a regañadientes, reconocemos el mérito y nos alegramos al tiempo que nos fastidia que vuelvan a ser ellos los protagonistas de la lucha y la rebelión.

Habíamos llegado a creer que la juventud solo iba a lo suyo y había caído en manos del consumismo, las redes sociales y la ultraderecha.  La falta de implicación de los jóvenes en las reivindicaciones cotidianas, la poca participación electoral y el cuestionamiento de la democracia nos hacían ser pesimistas. Sin saberlo estábamos reproduciendo lo que decía Sócrates hace 2.500 años: la juventud ama el lujo, no posee la cultura del esfuerzo, tiene malos modales y no respeta a los mayores.

La memoria suele meternos en estos líos. Aprovecha cualquier resquicio para que los abuelos nos creamos estupendos y comparemos el presente con la visión de un pasado que nos retrata como modélicos. Echábamos de menos que los jóvenes fueran rebeldes y protagonizaran el cambio que el mundo necesita. Temíamos que llegaran a viejos mirándose el ombligo, pero la sospecha era infundada.  La juventud no estaba muerta, estaba tomando cañas.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 6 de mayo de 2024

La indiferencia no nos hace inocentes

Milio Mariño

En algún sitio leí, no recuerdo dónde, que con los años, a medida que nos hacemos mayores, se produce un cambio de enfoque vital y abordamos los problemas sin el dramatismo de cuando éramos jóvenes. Tal vez por eso, no me pareció ridículo, ni tampoco irresponsable, que Pedro Sánchez se tomara unos días para pensar sí debía tirar la toalla y aceptar la realidad, o merece la pena luchar por cambiarla.

Voy más allá. Me parece bien que un presidente del Gobierno, sea del signo que sea, reflexione e invite a los ciudadanos a que lo hagan. Pero, claro, no me puedo olvidar de que nuestros usos y costumbres no permiten esa flaqueza. El Presidente no tiene derecho a reflexionar y, menos aún, a confesar que está harto, dolido y agotado. Lo suyo es que sufra y aguante, pues para eso lo han elegido. Si, realmente, estuviera como dice, lo razonable sería que se quitara de en medio, que asumiera que el país debe ser gobernado por los elegantes señores de toda la vida y no fuera tan tiquismiquis como para molestarse cuando lo insultan.

La degradación del debate público y el desprestigio de la democracia no son de ahora, hace tiempo que vienen siendo alentados por algunos sectores del poder político, económico, judicial y periodístico. Tampoco es exclusivo de España. En la vecina Francia, el Presidente Emmanuel Macron acaba de salir al paso de una noticia, difundida por muchos medios, en la que se decía que su esposa es un transexual que regentó prostíbulos de menores antes de casarse con él. La noticia era falsa, pero una vez difundida, Macron tuvo que desmentirla y, como sucede en estos casos, nunca lo conseguirá del todo, siempre quedará alguien que diga: cuando el río suena...

Deformar la realidad, crear bulos y noticias falsas ha pasado de ser un juego o una broma inofensiva a convertirse en un peligro social. Las mentiras siempre han existido, pero ahora tienen una dimensión y un efecto que nunca antes habían tenido. Antes vivíamos en un mundo más estable, más lleno de certezas. Posiblemente fuéramos más ignorantes, pero sabíamos lo necesario para distinguir lo verdadero de lo falso. Ahora, por comodidad o por vagancia, prolifera el no querer saber, el encogernos de hombros y ahorrarnos el esfuerzo de pensar. Es más, si la noticia falsa favorece nuestros intereses, o nuestra ideología, somos más favorables a darla por buena que si va en contra nuestra.

La ideología condiciona nuestro comportamiento ante los bulos. Hay bulos que nos resultan cómodos y agradables. Nos reafirman en nuestras convicciones, actúan como una pequeña descarga interna de satisfacción y pasamos por alto que estén manipulando nuestras vidas y utilicen nuestras alegrías o nuestros enfados como una forma insidiosa de hacer política.

Para algunos, que son muchos, no hay mejor receta que la indiferencia. Dicen que lo mejor es que no nos metamos en líos, que pasemos de la política y los políticos. Podría ser una opción, pero no significa que el problema desaparezca o no nos afecte. Supone engañarnos a nosotros mismos y seguir adelante sin tener en cuenta las consecuencias. Más tarde o más temprano, la realidad acabará por alcanzarnos y entonces ya no valdrá ignorarla ni lloriquear alegando que no hemos participado ni tenemos culpa de nada. La indiferencia no nos hace inocentes. Nos hace cómplices de lo que sucede.


Milio Mariño / Diario La Nueva España / Artículo de Opinión