Es posible que solo fueran
imaginaciones mías, pero juraría que el lunes pasado vi a Florentino Pérez, el presidente
merengue, con el cántaro de leche de la Superliga en la cabeza, haciendo cálculos
millonarios mientras comparecía en una especie de rueda de prensa que había
despertado una expectación inaudita.
Como esta leche es muy buena, decía,
dará mucha nata. Así que batiré la nata hasta que se convierta en una
mantequilla blanca que me pagarán muy bien en el mercado. Con el dinero que
saque, me compraré una cesta de huevos y, en cuatro días, tendré la granja
llena de pollitos que venderé luego…
Cada paso de Florentino suponía
una nueva inyección de dinero hasta que, en una de estas, tropezó con los
aficionados, el cántaro se le cayó al suelo y oyó la voz de la moraleja: No
seas ambicioso, no sueñes impaciente con un futuro de miles de millones porque ni
el presente tienes seguro.
Sucumbir a la tentación de
ponerse super magnífico y anunciar una Superliga manejada por los grandes del
fútbol en Europa, es algo a lo que, tal vez, se resistan muy pocos. Sobre todo,
si cuentan con aval del banco americano J.P Morgan Chase, que prometía una
inversión inicial de 6.000 millones de dólares, 3.000 de entrada, y unas
ganancias estimadas de 300 millones para cada club.
Las perspectivas se presentaban
como inmejorables y la justificación, según el promotor de la idea, era que el
fútbol había ido perdiendo interés porque la gente reclama espectáculos de
calidad y, en este sentido, un Madrid – Huesca, por poner un ejemplo, aburre a
las piedras.
Todo parecía perfecto. El
proyecto de la Superliga aseguraba mucho dinero y un espectáculo deportivo de
primer orden. Con lo que no contaban era con que ni el espectáculo ni el gran negocio
bastan para asegurar que el público responda y pueda haber una conexión real en
un deporte en el que imperan las pasiones.
Cuando hablamos de fútbol, la
pasión y el tema mental son lo primero. Cosa que no tuvieron en cuenta los
clubes promotores, pues salta a la vista que no midieron sus fuerzas antes de embarcarse
en semejante aventura. Tampoco tuvieron en cuenta que los aficionados de los
equipos grandes no están acostumbrados a perder, o están acostumbrados a
hacerlo en duelos muy importantes y señalados. Por eso, que hubiera duelos
entre rivales históricos o grandes equipos cada semana, lejos de generar una
competición interesante, terminaría por vulgarizarla. Por convertirla en algo
aburrido para los espectadores y, en consecuencia, para las televisiones, cuyo
desembolso económico no sería el que, en principio, se aventuraba.
El proyecto nacía viciado con errores
de bulto, pero el error mayúsculo era pensar que los equipos pequeños son prescindibles
y solo cuentan los grandes. Asombra, además, que tampoco tuvieran en cuenta a
los aficionados que serían, en definitiva, quienes iban a pagar la fiesta. Pero
nada, a la chusma ni agua. La lógica del dinero, que es lo que impera en el
mundo, no da cancha a los pobres.
Sucedió, entonces, como en esos
partidos en que los grandes juegan contra los pequeños. Los pequeños, es decir
los aficionados, salieron al contraataque y le metieron un gol a la Superliga
por toda la escuadra. Un tanto que certificaba la victoria del pueblo sobre el
prepotente y deshumanizado poder del dinero. Una hazaña impensable y
ejemplarizante.