Siguiendo la tradición, mañana cruzaremos la imaginaria frontera del tiempo y entraremos en un año nuevo. Sin embargo, una cosa es el calendario y otra el tiempo mental.
Habrá gente que mañana estará en el año 2050, mientras que otros a saber qué año nos corresponde. El 2025 seguro que no. Aunque nuestro cuerpo esté en ese año la cabeza andará por los años noventa. No por qué sea más joven, que podría ser, sino porque se ha quedado atrás.
La edad cronológica no tiene por qué coincidir con la edad mental. Hay casos en los que no coincide y en el mío tampoco. Hace dos meses, cuando apareció la noticia de que Elon Musk había presentado en Los Ángeles un taxi que se conduce solo, traté de imaginarme yendo de Salinas a Villalegre en un coche sin nadie al volante. No fui capaz. No pasé de la rotonda de La Vegona. Uno tiene una edad y una mentalidad, que le condicionan, y por mucha imaginación que le ponga, hay inventos que no consigue imaginar. Me ocurre cuando hablan de la Inteligencia Artificial y cuando en el ordenador aparece: Diga que no es un robot. Digo que no lo soy, pero no entiendo cómo es que el ordenador se fía y no sospecha que le puedo engañar.
Es posible que me esté volviendo cada vez más escéptico. Y acepto el riesgo. Dicen que el escepticismo es una esclerosis de la voluntad, un achaque de la vejez. Puede ser. Pero lo mío es rebelión. No estoy dispuesto a decir amén a todo lo que nos está tocando vivir.
Vivimos en un mundo en el que nos hablan, casi a partes iguales, de las oportunidades y las amenazas. Por un lado nos dicen que iremos a mejor y por otro nos advierten de que dentro de unos años la sociedad será incapaz de garantizar una vida decente a sus miembros más débiles.
Menudo porvenir. Sobre todo para los jóvenes. Los jóvenes tendrán la ventaja de que posiblemente lleguen a disponer de órganos vitales, tejido muscular y extremidades fabricadas con impresoras 3D y fibras artificiales. Los calvos podrán tener pelo hasta las cejas, los presumidos ojos azules y los caprichosos tres orejas, si les apetece. La gente podrá disfrutar de avances tecnológicos y aparatos de lo más sofisticado, pero en lo tocante a vivir mejor nada de nada. Al contrario, lejos de avanzar hacia una distribución más justa de la riqueza, lo que anuncian es que aumentará la brecha entre los que más tienen y las clases media y baja.
Aseguran que se avanzará en el sentido de que los cien años ya no serán una barrera, que la gente vivirá más, pero vivirá peor. Habrá enormes diferencias sociales, mucho egoísmo y más soledad. Eso es lo que nos espera.
Una pena. No obstante, si nos atenemos a los últimos sondeos, el optimismo va en aumento. Ahora mismo, el 66 % de los españoles se declara optimista. Me alegro. Al parecer, el secreto para ser optimista y feliz consiste en aceptar que el sufrimiento es inevitable. Un sufrimiento que, según Schopenhauer, podemos mitigar moderando nuestros deseos.
Aunque mi futuro no alcanzará muy allá, imagino que me tocará sufrir. Es imposible que pueda moderar más mis deseos. Los he puesto al mínimo. Un salario digno, una sanidad pública aceptable y una vivienda asequible.
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Milio Mariño