Vivo sin vivir en mí… Sí, lo sé, igual
que la santa de Ávila, pero sin el éxtasis místico que conlleva pasarlo
divinamente. Con un cabreo de mil demonios porque, a estas alturas, a la edad
de un dinosaurio, me desespero con eso de que los buenos, al final, son los que
ganan. No es verdad. Después del buen hacer, el sufrimiento y las penurias, no
prevalece la justicia. Tampoco es verdad que el Séptimo de Caballería venga a
salvarnos cuando estamos en dificultades, como vemos en las películas.
La vida no es lo que nos habían
contado. Tal vez ocultaron la verdad para no hacernos spoiler, pero quienes acaban
ganando no son los buenos. De todas maneras, mi vieja afición por las causas
perdidas me animaba a defender la bondad, aún a sabiendas de que el “buenismo” ya
no se lleva. Ahora, lo que triunfa y está de moda es ir a contracorriente, sin ética
ni principios.
Según los gurús mediáticos, ser
bueno se había convertido en un lujo que esta sociedad no puede permitirse. Dicen
que el “buenismo” es una actitud bobalicona y pueril que denota una gran debilidad
mental. Y, apoyándose en esa falacia, los malos gozan de una popularidad
excelente. Unos malos que si son ignorantes y estúpidos, mejor que mejor. Cuantas
más tonterías y sandeces digan, cuanto más absurdo y simplista sea su discurso,
más los aplauden. Las barbaridades son más apreciadas que el talento. El
talento, al parecer, es un mito en deconstrucción.
Un horror, pero es lo que hay. Quienes
aplauden la victoria de Trump y suspiran porque alguien parecido gobierne en nuestro
país, tienen a su favor que los políticos como él no disimulan que son estúpidos.
Sus votantes lo saben, pero consideran que la estupidez es un activo. Les
apetece votar a los malos, un poco por ver qué pasa y otro poco por mandarlo
todo a tomar por saco. Especialmente los jóvenes que han crecido disfrutando el
Estado de Bienestar, pues una encuesta reciente señala que el 29,9%, entre 18 y
24 años, votará a la ultraderecha.
Tienen suerte de que se haya
interrumpido lo que Darwin llamaba selección natural porque, de lo contrario,
ya se hubieran extinguido. Pero no se extinguieron, cada vez abundan más en
esta sociedad embrutecida y tontaina que adopta el negacionismo y los disparates
como ideas brillantes. Son los que más ruido hacen. Así que, dadas las
circunstancias, no creo que debamos convencerlos de que esas ideas y esos
gobernantes nos llevarán al desastre. Lo que procede es animarlos para que los voten.
Cuanto antes suceda, primero acabamos.
Me costó decidirme. El empujón
definitivo fue que, una vez conocidos los primeros nombramientos de Trump,
viendo que pone al frente de los cargos más importantes a gente que es para
santiguarse, los hay que ya se han puesto a rezar y piden al propio sistema,
eso que llaman Establishment, que actúe con sensatez y controle el daño
impidiendo que cometan barbaridades. Será difícil. Al final, Trump no tiene la
culpa de que estemos temblando ante lo que se avecina. La culpa es de los que
jalean y festejan los disparates y luego se llevan las manos a la cabeza. Sabemos
lo que vendrá, incluso a los más viejos nos suena, pero los malos están al
llegar y se saltarán todas las reglas, excepto la regla de Murphy.
Milio Mariño / Artículo de Opinión
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