Influido por las películas y las series
de televisión americanas, esas que nos ponen al tanto de cómo funcionan los
jueces y los fiscales en Estados Unidos, apostaría que el abogado de Víctor Aldama,
José Antonio Choclán, que es de los buenos y los que cobran una minuta que casi
parece un atraco, no aconsejó a su cliente que se explayara hasta el punto de
contarle al juez, y a todos nosotros, que trabajó para la CIA, el FBI, el MI6
británico, el CNI y la UCE2 española.
Creo que debió inclinarse por la
discreción y no por recomendar a su cliente que metiera en el ajo a los
servicios secretos más importantes y más prestigiosos del mundo. Pero claro, hay
personas que, cuando les pides que hablen, se entusiasman y no pueden evitar
atribuirse hazañas que ya les gustaría haber protagonizado. Por eso que solo a
un cantamañanas se le podía ocurrir intentar convencernos de que es James Bond
cuando a quien, de verdad, se parece es a Maxwell Smart, protagonista de
aquella famosa serie Superagente 86.
Aunque la reacción popular fue de
asombro, es un clásico. Todos conocemos, o hemos conocido, algún cantamañanas que
presume de lo que no es y de tener amigos muy importantes que pueden solucionarnos
cualquier problema. Da lo mismo que sea una multa de tráfico, que un trámite en
el Ayuntamiento o que el grifo del baño gotea hace tiempo. Siempre conocerá o
será amigo de la persona adecuada. Un primo que es policía, el concejal de
urbanismo o un fontanero barato y además de confianza.
A nivel estadístico, es casi
imposible que no hayamos tropezado con alguien así o muy parecido. Un jeta, un
vividor, un cantamañanas, llámenlo como quieran, que nos ofrece sus servicios
con vehemencia y sin pedir nada a cambio. Solo por ser quien somos y porque le
caemos simpático.
Este espécimen ha existido
siempre. El golfo gracioso, el caradura con labia, que no era nadie pero andaba
metido en todas las salsas, cumplía con un papel socialmente reconocido. Sabíamos
de su existencia, lo que no sabíamos, y nos preguntábamos, era a qué se
dedicaba y como hacía para vestir bien, conducir un buen coche y estar donde
estaba la gente importante.
Insisto en lo dicho: los jetas y los
caraduras siempre han existido. La diferencia, importante, es que antes eran
inofensivos. Podían gorronearte un par de consumiciones, pero no hacían daño a
nadie. Eran como una especie de influencer doméstico. Dejábamos que presumieran
un poco y luego nos reíamos de sus hazañas y sus aventuras. Nadie los tomaba en
serio ni imaginaba, entonces, que los de su especie llegarían a constituir un
modelo de vida y de conducta moral fuertemente instalado en nuestra sociedad.
Era impensable que los sinvergüenzas y los caraduras llegaran a triunfar y a extenderse
como una plaga por los negocios, la política y, prácticamente, todas las
instituciones.
La triste realidad es que encabezan
los telediarios. No serían nadie si no fueran aupados al estrellato por el
circo mediático, pero algunos medios y algunos políticos los necesitan para el
espectáculo y no les importa presentar a ciertos delincuentes como auténticos héroes.
El último que ha debutado, en
este gran circo sin lona, ha sido Aldama. Aldama comparte cartel, como lanzador
de cuchillos, con el malabarista Peinado, el domador Rodríguez y la trapecista y su novio.
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Milio Mariño