Aquel joven apuesto, de barba
espesa y buenos modales que aparentaba seguridad en sí mismo, insistía en no hacerle
caso a su mujer porque necesitaba pensar con lucidez. Sabía que las pastillas
mitigan el dolor, pero también que embotan la mente y pueden dejarte como un
tonto a las tres.
Isabel no estaba de acuerdo. Temía
que su marido pudiera sufrir una apoplejía o algo peor. Hacía ya varios días
que estaba sometido a un acoso brutal y una fuerte tensión.
Pablo, tómate la pastilla hazme
el favor.
Tranquila no te preocupes, esto no
tiene por qué acabar en tragedia. Sé cómo manejarlo. Acuérdate del lío del
master y de cuando me acusaron de acabar la carrera gracias a que Esperanza me
recomendó.
Ya, pero esto es distinto. Ahora te
han empujado por un precipicio y has caído con todo el equipo. Bien que lo
sabes. No pongas cara de extrañeza porque Teo está aterrorizado y José Luis no aparece
por ningún sitio.
Estaban en el salón del amplio
apartamento que la pareja compartía en el barrio de Salamanca y, para ser
febrero, había quedado una tarde preciosa. El sol lucía espléndido y entraba a
raudales por las ventanas abiertas, pero la atmósfera, en cambio, se había
vuelto irrespirable. Tal vez fuera porque, al abrir las ventanas, se había
colado un fuerte olor a corrupto que trasmitía pesadumbre y desasosiego.
Siento como si me agarraran del
cuello y apretaran fuerte hasta dejarme sin aliento. Tranquilízate Pablo. Ya te
lo dije antes, eso son gases. Gases que al mezclarse con la angustia cambian de
rumbo y en vez de salir por donde debieran presionan abajo y te los ponen de
corbata. No seas tozudo, tómate la pastilla y duerme un poco.
Pablo, por fin, hizo caso. Se
tomó la pastilla, se sentó en el sofá y quedó frente al televisor, mirándolo
con desgana. Ponían un documental de África en el que aparecía una mujer joven,
de media melena, que era la jefa de una tribu siniestra. Ella y los de la tribu
aguardaban en torno a una hoguera mientras un hechicero, de pelo blanco y barba
cana, daba saltos, aparentemente borracho, riéndose a carcajadas.
La pastilla empezó a surtir efecto y notó que
se le cerraban los ojos. Desde la calle llegaba el sonido de la sirena de un
coche de policía y pensó que vendrían a por él, pero pasó de largo. Acabó por
dormirse del todo. Fue como caer al vacío de un pozo sin fondo. Intentaba
aferrarse a algo pero seguía cayendo a una velocidad endiablada, rodeado por un
paisaje desolador. Veía cerdos comiendo bellotas, vacas leyendo el periódico y extensos
campos de remolacha convertidos en campos de golf. Gritaba, desesperado, diciendo
que no había hecho nada y oía sus gritos como los de un niño pequeño al que
habían dejado solo, en medio de un enjambre de ratas.
Lo despertó el sonido del móvil.
Era un número desconocido, pero decidió cogerlo. ¿Quién es?, preguntaron desde
el otro lado. ¿Cómo que quién soy...? Y, entonces oyó un ruido y la llamada se
cortó. Decidió apagar y volver a encender el teléfono por ver si recuperaba la
comunicación, pero algo en su interior le decía que quien debería apagarse y
encenderse de nuevo era él. Tal vez fuera la solución, lo malo que no sabía dónde
estaba el interruptor.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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