lunes, 28 de febrero de 2022

La intimidad de la tragedia

Milio Mariño

Aquel joven apuesto, de barba espesa y buenos modales que aparentaba seguridad en sí mismo, insistía en no hacerle caso a su mujer porque necesitaba pensar con lucidez. Sabía que las pastillas mitigan el dolor, pero también que embotan la mente y pueden dejarte como un tonto a las tres.

Isabel no estaba de acuerdo. Temía que su marido pudiera sufrir una apoplejía o algo peor. Hacía ya varios días que estaba sometido a un acoso brutal y una fuerte tensión.

Pablo, tómate la pastilla hazme el favor.

Tranquila no te preocupes, esto no tiene por qué acabar en tragedia. Sé cómo manejarlo. Acuérdate del lío del master y de cuando me acusaron de acabar la carrera gracias a que Esperanza me recomendó.

Ya, pero esto es distinto. Ahora te han empujado por un precipicio y has caído con todo el equipo. Bien que lo sabes. No pongas cara de extrañeza porque Teo está aterrorizado y José Luis no aparece por ningún sitio.

Estaban en el salón del amplio apartamento que la pareja compartía en el barrio de Salamanca y, para ser febrero, había quedado una tarde preciosa. El sol lucía espléndido y entraba a raudales por las ventanas abiertas, pero la atmósfera, en cambio, se había vuelto irrespirable. Tal vez fuera porque, al abrir las ventanas, se había colado un fuerte olor a corrupto que trasmitía pesadumbre y desasosiego.

Siento como si me agarraran del cuello y apretaran fuerte hasta dejarme sin aliento. Tranquilízate Pablo. Ya te lo dije antes, eso son gases. Gases que al mezclarse con la angustia cambian de rumbo y en vez de salir por donde debieran presionan abajo y te los ponen de corbata. No seas tozudo, tómate la pastilla y duerme un poco.

Pablo, por fin, hizo caso. Se tomó la pastilla, se sentó en el sofá y quedó frente al televisor, mirándolo con desgana. Ponían un documental de África en el que aparecía una mujer joven, de media melena, que era la jefa de una tribu siniestra. Ella y los de la tribu aguardaban en torno a una hoguera mientras un hechicero, de pelo blanco y barba cana, daba saltos, aparentemente borracho, riéndose a carcajadas.

 La pastilla empezó a surtir efecto y notó que se le cerraban los ojos. Desde la calle llegaba el sonido de la sirena de un coche de policía y pensó que vendrían a por él, pero pasó de largo. Acabó por dormirse del todo. Fue como caer al vacío de un pozo sin fondo. Intentaba aferrarse a algo pero seguía cayendo a una velocidad endiablada, rodeado por un paisaje desolador. Veía cerdos comiendo bellotas, vacas leyendo el periódico y extensos campos de remolacha convertidos en campos de golf. Gritaba, desesperado, diciendo que no había hecho nada y oía sus gritos como los de un niño pequeño al que habían dejado solo, en medio de un enjambre de ratas.

Lo despertó el sonido del móvil. Era un número desconocido, pero decidió cogerlo. ¿Quién es?, preguntaron desde el otro lado. ¿Cómo que quién soy...? Y, entonces oyó un ruido y la llamada se cortó. Decidió apagar y volver a encender el teléfono por ver si recuperaba la comunicación, pero algo en su interior le decía que quien debería apagarse y encenderse de nuevo era él. Tal vez fuera la solución, lo malo que no sabía dónde estaba el interruptor.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


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