Milio Mariño
Cuando empecé a escribir este artículo había luna llena y a lo mejor fue por eso que pensaba, y sigo pensando, que no es malo que seamos bastante animales. Ojala tardemos unos miles de años en desprendernos de nuestra parte animal para ser del todo humanos. Me apunto a esa evolución con la esperanza de recorrer el camino sin prisas y sin atajos porque, al ritmo que llevamos, en cosa de nada, la parte animal puede ser, del todo, aniquilada y sustituida por un chip de Molibdenita que será capaz de albergar el contenido de nuestro cerebro y, si quiere, hacer una copia de seguridad y subirla a la nube.
Defiendo nuestra parte animal porque los animales no suelen cometer barbaridades. De modo que lo que hizo Walter Palmer, ese dentista americano que mató a “Cecil”, el león más grande de Zimbabue, y luego le cortó la cabeza para llevársela como trofeo, debió hacerlo con lo que tenga de humano. Apuesto que fue con eso. Y quizá alegue, como disculpa, que “Cecil” no ejercía de animal rey de la selva sino que se había prostituido y, a cambio de recibir comida, colaboraba con el Gobierno de Robert Mugabe, que lo había empleado de fiera para reclamo de los turistas.
Poco importa, en este caso, que “Cecil” trabajara en lo suyo o se prostituyera dejando que los turistas le sacaran fotografías. A diferencia de las personas, a los animales no los juzgamos según el trabajo que desempeñan. Estamos en 2015 y, a estas alturas, la muerte de un león, trabaje en lo que trabaje, está mal vista y tiene muy mala prensa. La gente civilizada acepta peor que maten a un león de Zimbabue que a un inmigrante de Siria o un musulmán de Gaza. Si quieren pruebas ahí tienen los miles de personas que piden a Barack Obama y al secretario de Estado, John Kerry, que cooperen con las autoridades de Zimbabue para que Walter Palmer regrese a Estados Unidos y se enfrente a las leyes americanas.
Al final acabarán extraditándolo. Y, me parece Bien. Las autoridades del país africano harán lo que haría Jorge Fernández Díaz si Walter Palmer estuviera en España. Nuestro Ministro pondría menos trabas a la extradición de un cazador de leones de las que puso a la juez argentina María Servini, a la que no concedió la extradición de los torturadores Billy el Niño, Utrera Molina y Jesús Muñecas.
Son casos distintos, simplemente los cito porque me gustaría saber si esas decisiones las tomamos con lo que aún nos queda de animales o con lo que tenemos de humanos. Y me pasa otro tanto cuando me pregunto si es la parte animal o la humana la que nos lleva a indignarnos cuando matan a un león en Zimbabue y a permanecer indiferentes cuando matan a una persona.
No estoy de acuerdo con Ortega, me refiero al torero, cuando dice: "Si no fuera por el toreo muchos animales se comerían los unos a los otros". Tampoco lo estoy con los miles de americanos que presionan a Obama porque están convencidos de que fue la parte animal de Walter Palmer la que le llevó a matar al león de Zimbabue. Creo, sinceramente, que fue su parte humana. Los animales no matan por matar. Se rigen por unas reglas más civilizadas que las nuestras.
Cuando empecé a escribir este artículo había luna llena y a lo mejor fue por eso que pensaba, y sigo pensando, que no es malo que seamos bastante animales. Ojala tardemos unos miles de años en desprendernos de nuestra parte animal para ser del todo humanos. Me apunto a esa evolución con la esperanza de recorrer el camino sin prisas y sin atajos porque, al ritmo que llevamos, en cosa de nada, la parte animal puede ser, del todo, aniquilada y sustituida por un chip de Molibdenita que será capaz de albergar el contenido de nuestro cerebro y, si quiere, hacer una copia de seguridad y subirla a la nube.
Defiendo nuestra parte animal porque los animales no suelen cometer barbaridades. De modo que lo que hizo Walter Palmer, ese dentista americano que mató a “Cecil”, el león más grande de Zimbabue, y luego le cortó la cabeza para llevársela como trofeo, debió hacerlo con lo que tenga de humano. Apuesto que fue con eso. Y quizá alegue, como disculpa, que “Cecil” no ejercía de animal rey de la selva sino que se había prostituido y, a cambio de recibir comida, colaboraba con el Gobierno de Robert Mugabe, que lo había empleado de fiera para reclamo de los turistas.
Poco importa, en este caso, que “Cecil” trabajara en lo suyo o se prostituyera dejando que los turistas le sacaran fotografías. A diferencia de las personas, a los animales no los juzgamos según el trabajo que desempeñan. Estamos en 2015 y, a estas alturas, la muerte de un león, trabaje en lo que trabaje, está mal vista y tiene muy mala prensa. La gente civilizada acepta peor que maten a un león de Zimbabue que a un inmigrante de Siria o un musulmán de Gaza. Si quieren pruebas ahí tienen los miles de personas que piden a Barack Obama y al secretario de Estado, John Kerry, que cooperen con las autoridades de Zimbabue para que Walter Palmer regrese a Estados Unidos y se enfrente a las leyes americanas.
Al final acabarán extraditándolo. Y, me parece Bien. Las autoridades del país africano harán lo que haría Jorge Fernández Díaz si Walter Palmer estuviera en España. Nuestro Ministro pondría menos trabas a la extradición de un cazador de leones de las que puso a la juez argentina María Servini, a la que no concedió la extradición de los torturadores Billy el Niño, Utrera Molina y Jesús Muñecas.
Son casos distintos, simplemente los cito porque me gustaría saber si esas decisiones las tomamos con lo que aún nos queda de animales o con lo que tenemos de humanos. Y me pasa otro tanto cuando me pregunto si es la parte animal o la humana la que nos lleva a indignarnos cuando matan a un león en Zimbabue y a permanecer indiferentes cuando matan a una persona.
No estoy de acuerdo con Ortega, me refiero al torero, cuando dice: "Si no fuera por el toreo muchos animales se comerían los unos a los otros". Tampoco lo estoy con los miles de americanos que presionan a Obama porque están convencidos de que fue la parte animal de Walter Palmer la que le llevó a matar al león de Zimbabue. Creo, sinceramente, que fue su parte humana. Los animales no matan por matar. Se rigen por unas reglas más civilizadas que las nuestras.
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Milio Mariño