Se acepte con satisfacción o de muy mal humor nadie puede negar que el igualitarismo ha triunfado. La playa, el verano y pasear en traje de baño ayudan a la evidencia de que la mayoría somos iguales y solo unos pocos se alejan de lo común. Muy pocos porque la naturaleza es como si se arrepintiera de sus destrozos y estableciera un sistema de compensaciones para igualarnos. Cualquiera que preste atención enseguida percibe que a la gente de ojos azules le suele salir una verruga en la frente, los gordos tienden a ser simpáticos, los muy delgados se mueven con gracia y los guapos son menos inteligentes que los feos. Es decir, que la naturaleza corrige o compensa, según sea el caso, y todos contentos. La prueba la tienen en que cuando vemos que alguien es alto, guapo, rico, inteligente y goza de buena salud, enseguida sospechamos que todo junto no pudo haberlo adquirido de forma legítima.
El igualitarismo, en lo estético, es un hecho. Pero: ¿qué pasa cuando se quiere aplicar a lo ético? Cuando la naturaleza ha decidido que seamos distintos, caso del hombre y la mujer, y nos empeñamos en corregirlo. Conviene que nos hagamos esa pregunta. Que nos preguntemos, muy en serio, en qué consiste la igualdad de sexos. ¿Significa, acaso, que dos personas, para ser realmente iguales, deben ser idénticas en todos sus atributos?
La respuesta debería ser no, aunque corresponda a quienes se consideran bisexuales. Pero, claro, eso nos lleva a otra pregunta más difícil de contestar por lo que puede suponer decir la verdad. ¿Tiene sentido que, si el hombre dispone de un fármaco para corregir la disfunción eréctil, la mujer se sienta discriminada por no disponer de lo mismo aunque carezca de miembro y no necesite vencer la fuerza de la gravedad terrestre para disfrutar del sexo?
Si se presentara la ocasión me gustaría preguntárselo a la señora Cindy Whitehead, presidenta de la plataforma Even the Score, que agrupa a más de una veintena de asociaciones feministas americanas. Las mismas que protagonizaron una agresiva campaña, aludiendo a una discriminación manifiesta, para exigir a los congresistas y a la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA), que autorizaran la Viagra Femenina. Se lo preguntaría para despejar una duda que ronda por la cabeza y me trae a mal traer. ¿El motivo de las protestas era porque estaban convencidas de que se trataba de un caso de discriminación femenina o lo hicieron, solo, por joder?
Juan José Millás comentaba, en uno de sus artículos, el caso de una chica estadounidense que tomó una Viagra por equivocación y tuvo que acudir al hospital, presa de unos dolores insoportables que el médico diagnosticó como procedentes de una erección fantasmal.
Queda claro, por si ya no lo estaba, que la Viagra hace el mismo efecto en el hombre que lo haría en la mujer si tuviera lo que no tiene. De modo que no sé entiende que las mujeres se sintieran discriminadas. Discriminadas están ahora, que han inventado para ellas una pastilla rosa que está por ver qué les levanta.
Dirán que hablo así porque soy hombre. Bueno, porque soy hombre y por qué las mujeres son tan ambiciosas que no se conforman con tomar pastillas para lo que tienen y funciona mal. También las quieren para lo que no tienen ni tendrán.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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