lunes, 31 de mayo de 2021

La España que viene… y bah

Milio Mariño

El año 2050 queda tan lejos que seguro que no lo veo. Seguro no, segurísimo. Para entonces ya estaré en ese más allá que antes llamaban cielo y ahora, con los recortes, han rebajado a la nube. Seré, como mucho, un vago recuerdo para mis nietos que, muy posiblemente, me echarán la culpa de que les toque vivir peor que su abuelo y les haya dejado en herencia un planeta lleno de contaminación y basura y que no puedan jubilarse hasta que cumplan ochenta años.  Eso suponiendo que trabajen porque, dentro de tres décadas, lo más probable es que los robots y las máquinas hagan casi todo el trabajo y las personas tengan que luchar a brazo partido para agenciarse un curro y que el sistema no las margine y las considere prescindibles.

Sorprende que nada de eso se contemple en el Plan España 2050. Los expertos son más optimistas, prometen que el paro estará en torno al 7% y lo explican.  Dicen que la tasa de empleo de los trabajadores con edades entre 55 y 64 años pasará del 51% al 68%, que el paro juvenil descenderá del 40% al 14%, la tasa de temporalidad bajará del 26% al 15% y el empleo de las mujeres aumentará del 57% actual al 82%.

Dado que no citan las fuentes que les permiten llegar a esas cifras no sé yo si habrán bebido en alguna o habrán echado mano al botijo. Lo digo porque un estudio del departamento de economía de la Universidad de Oxford alerta de que, para 2030, se perderán 75 millones de empleos. También dice que se generarán 58 millones de nuevos puestos de trabajo, pero, en el cómputo, salimos perdiendo. Y no solo eso, hay otros estudios que van, incluso, más lejos. Predicen que, en el año 2050, un 10% de la población estará formada por los grandes tenedores de capital, otro 25 o 30% serán personas profesionales que de alguna forma colaborarán o trabajarán para ellos y el resto, es decir en torno al 60%, llevarán a cabo trabajos esporádicos o marginales, o estarán en el paro cobrando la renta básica de subsistencia.

Ser optimista está bien, pero el optimismo ingenuo es más perjudicial que beneficioso. Creer que basta con que deseemos algo para que ese algo suceda suele acabar en una frustración de a kilo. Así que esa España maravillosa que anuncian para el futuro ya será menos. No es que desprecie el Plan y sus buenas intenciones, es que son setecientas páginas en las que no se dice nada de temas tan importantes como el futuro de los Borbones, las corridas de toros, la cabra de la Legión, ni si para esa fecha la iglesia seguirá sin pagar el IBI o si Abascal y la ultraderecha, que ahora están en alza, gobernarán España y volveremos a vivir el milagro económico de aquel ministro, Rodrigo Rato, que tiene mi edad y suponiendo que viviéramos para entonces aún le faltarían años de cárcel para pagar lo que hizo.

A todo lo anterior, y a lo que dije del empleo, añadan que El Plan tampoco aclara si para el 2050 seguiremos pagando el peaje del Huerna, el asturiano será, por fin, lengua oficial o si el paso a nivel de Larrañaga seguirá donde está. Por eso soy escéptico y a la España que, dicen, viene yo digo, bah. 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

 


lunes, 24 de mayo de 2021

A velocidad de cabreo

Milio Mariño

Hace tiempo que la velocidad es sinónimo de progreso. Los trenes, los aviones, los teléfonos móviles, los ordenadores… Todo va a mil por hora y la previsión es que de aquí a nada vaya más rápido todavía. De la velocidad del pasado solo quedaba en pie una cosa: que un cocido a fuego lento sabe mejor que otro hecho en la olla exprés. Digo quedaba porque la nueva receta para circular con el coche por las vías urbanas copia la del cocido y significa volver a lo lento, a no pasar de treinta por hora.

La medida, aprobada como remedio para reducir las muertes por atropello, es otra de las muchas a las que tiene que someterse quien conduzca un coche; uno de los inventos que más ha revolucionado la historia de la humanidad.

Tener coche ha llegado a convertirse en algo poco menos que imprescindible. Y eso a pesar de que viene a ser como una máquina tragaperras en el bolsillo del propietario, pues a los gastos que supone comprarlo hay que sumar el impuesto de matriculación, el seguro, la viñeta, la ITV, los costes de mantenimiento, el carburante, la plaza de garaje y lo que cuesta aparcar en un parking o la zona azul. Dejo aparte las multas porque todos sabemos que su objetivo es didáctico y a las autoridades no las mueve, en absoluto, el afán recaudatorio.

La prueba que corrobora esto último es que la Dirección General de Tráfico promueve campañas de publicidad muy creativas que solo persiguen darnos buenos consejos: No corra, no beba alcohol cuando conduzca, no se drogue, no se distraiga, no hable por el móvil, lleve siempre el cinturón de seguridad puesto… Consejos que me parecen bien, pero creo que falta el consejo más importante: No se enfade ni se cabree porque los enfados y los cabreos afectan a la conducción y son tanto o más peligrosos que la velocidad, el alcohol o hablar por el móvil.

Conducir cabreado puede tener consecuencias muy graves. Un detalle que, por lo visto, han pasado por alto los impulsores de la nueva medida ya que es muy difícil no cabrearse cuando te obligan a ir a treinta por hora. Y más difícil todavía si, por ir a esa velocidad, quedas atrapado en un atasco, te adelantan los que van por la acera en silla de ruedas y ves que los peatones cruzan por donde les da la gana mientras hablan por el móvil convencidos de que pueden hacer lo que quieran.

No parece una solución aceptable dividir a la gente entre buenos y malos. Considerar que el conductor es un ser terrible, un criminal en potencia, y el peatón un ser indefenso y vulnerable al que hay que proteger, haga lo que haga. Tampoco lo es utilizar como argumento que se limita la velocidad a treinta por hora porque se quiere reducir, en un cincuenta por ciento, el número de muertes en las vías urbanas. Qué cortedad de miras. Razonando así… ¿Por qué no un cien por cien? ¿Porque no reducir la velocidad a cero y que todos vayamos a pie?

Cuando nos ponemos al volante de un coche no nos convertimos en seres irracionales a los que haya que perseguir y penalizar. Sabemos cuándo es necesario ir a treinta por hora, a veinte o a más, sin que nos apunten con un radar y amenacen con disparar.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España 


lunes, 17 de mayo de 2021

La abuelita y el pago por las carreteras

Milio Mariño

A tenor de ciertas declaraciones, se me ocurrió que no estaría de más que al señor Pere Navarro, que es Director General de Tráfico, le hicieran la prueba de alcoholemia cuando se pone delante de un micrófono. No es que sospeche de que empina el codo, pero sí de que bebe los deseos del Gobierno, se emborracha de entusiasmo, y luego dice cosas como lo que dijo hace poco: “No podemos hacer que la pobre abuelita, que cobra una pensión y no tiene ni coche, esté pagando la conservación y el mantenimiento de las carreteras”.

Por lo visto, el señor Navarro, tal vez porque es Director General de Tráfico, sabe lo que no sabemos el resto de los españoles. Sabe a dónde va a parar cada céntimo de nuestros impuestos. Por eso dice que la abuelita paga las carreteras. A lo mejor, qué se yo, si le preguntamos quien paga su sueldo, igual nos sale con que lo paga Amancio Ortega. Es más, siguiendo su teoría, ese submarino que al fin han conseguido que flote, el Isaac Peral S-80, en cuyo proyecto las arcas del Estado llevan gastados 3.907 millones, lo mismo se ha pagado con los impuestos de las grandes fortunas y del dinero de las abuelitas no han cogido ni un euro.

Recurro a la ironía porque me cabrea que nos tomen el pelo. No sé por qué tienen que tratarnos como imbéciles para explicar lo que es muy sencillo. Si queremos el dinero de la Comunidad Europea, para salir del lío en que nos ha metido el coronavirus, hay que recaudar más impuestos. Así de claro. Y, en ese sentido, según consta en el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia que el Gobierno ha remitido a Bruselas, una de las opciones sería implantar un mecanismo de pago por el uso de la red estatal de carreteras a partir del año 2024.

Ese es el tema que está sobre la mesa pidiendo un debate serio, no que recurran a justificaciones absurdas como el dinero de la abuelita o el socorrido argumento de que es una medida que ya está en vigor en casi todos los países de Europa. Lo cual es cierto, pero también lo es que los sueldos de aquí y los de esos países, que se ponen como ejemplo, son muy diferentes. El sueldo más común en España es de 18.468 euros al año, lejos de los 24.000 que salen de media y más lejos todavía de los sueldos que se pagan en países como Alemania, Reino Unido, Suecia o Dinamarca, que duplican, e incluso, triplican esas cifras.

Lo lógico sería que abordáramos nuestra realidad y nos dejáramos de milongas porque ya los veo venir a unos y otros. Al Gobierno equiparándonos con Europa en el pago de impuestos pero olvidándose de los salarios y al PP aprovechando para poner el grito en el cielo y olvidarse de que, cuando gobernaba, pagó 5.000 millones de euros por el rescate de nueve autopistas de peaje.

No me hago ilusiones, sé que, al final, dará igual lo que pida. Cuando se trata de impuestos, los Gobiernos, sean del color que sean, siempre se salen con la suya. Así que solo me queda dar la vara para que, a las abuelitas y los abuelitos, nos dejen tranquilos y no nos utilicen en esa guerra que doy por perdida.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 10 de mayo de 2021

Con flores a María y a Isabel Díaz Ayuso

Milio Mariño

Con flores a María y a Isabel Díaz Ayuso, así es como ha empezado este mes de mayo que promete alegría para los cristianos y los madrileños que han votado por un nacionalismo castizo que consagra la idea de pocos impuestos y menor gasto público. Menor gasto en una Comunidad que, comparándola con la media nacional, ya gasta, por habitante, 146 euros menos en sanidad y 1078 euros en educación. Añadan, además, qué según el último informe de Cáritas, en Madrid hay un millón de personas que viven en riesgo de pobreza y la desigualdad es la más alta de España.

Los datos son para preocuparse, pero si nos atenemos al resultado de las elecciones no parece que a la mayoría de los electores les preocupen demasiado, pues han dado un palo a la solidaridad y han bendecido algo parecido al trumpismo. Una ideología regresiva y reaccionaria que defiende los intereses de los que más tienen y el resto allá se las componga como pueda.

Al final, ese ha sido el veredicto de la mayoría de los madrileños. Y toca aceptarlo. Los verdaderos demócratas aceptamos lo que sale de las urnas y no se nos ocurre ponerlo en cuestión, tachándolo de pucherazo o ilegitimo, cuando no nos gusta. Otra cosa es que escueza. Que, por supuesto, escuece. Sobre todo, si tenemos en cuenta que el principal argumento de la opción que ha triunfado ha sido qué después de un día trabajo, lo verdaderamente importante es ir a una terraza a tomarnos unas cervezas, que puedas separarte de tu pareja y nunca la vuelvas a encontrar por la calle o que los atascos sean una muestra del progreso, y, más que sufrirlos, haya que disfrutarlos.

Por si no fuera bastante, los madrileños han vuelto a dar el gobierno a quienes, en su pasado reciente, tienen gente que obtenía títulos universitarios por la cara, robaba cremas en los supermercados, escondía un millón de euros en el altillo de la casa de sus suegros, formaba parte de tramas corruptas o se aprovechaba de lo público para enriquecerse con impunidad y descaro. Sumen a esto que Madrid es la región de España con más muertes en residencias de ancianos, por las órdenes de un Gobierno regional que no quiso trasladar a los enfermos a los hospitales, y añadan la mofa por las colas del hambre, el desprecio por el feminismo, los inmigrantes y los marginados, la defensa del franquismo y considerar un orgullo que a uno le llamen facha. Si lo suman todo, llegarán a la conclusión de que a cualquier persona sensata le resulta difícil entender qué ha pasado.

Es más fácil no entender nada que entender que las urnas hayan decidido que en Madrid sigan mandando los que no tienen intención de ceder ni uno solo de sus privilegios en pro de una sociedad más sana, más sostenible, más igualitaria y más justa.

El consuelo es que, aunque parezca que estas elecciones han cambiado mucho las cosas, en realidad, no ha cambiado nada. En Madrid, todo sigue igual. Los votos han vuelto a poner a la izquierda y la derecha donde estaban. La izquierda en la oposición y la derecha en un gobierno el que ya lleva 26 años. Así que me apunto a lo que dice un amigo mío: Menos mal que han ganado porque cuando pierden son, todavía, peores.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 3 de mayo de 2021

Dinero asgaya

Milio Mariño

Utilizo la palabra asgaya amparándome en el Constitu- cional, en cuanto al uso del asturiano, y porque creo que expresa mejor que ninguna otra el dinero que vendrá de Europa para el Plan de Recuperación. Hablan de 140.000 millones de euros, una cantidad que renuncio a pasar a pesetas por lo escandaloso del resultado y porque, según he leído, multiplica por diez lo que recibimos hace 35 años cuando ingresamos en la Comunidad Europea.

Así que lo dicho: dinero asgaya. Ahora falta por ver dónde acabarán esos miles de millones que no será, seguramente, donde ahora prometen como declaración de intenciones. En cualquier caso, aunque así fuera, cuesta hacerse a la idea de que las subvenciones a los coches, las bicicletas y los patinetes eléctricos, la mejora de la eficiencia energética de las viviendas, la conectividad digital total y el despliegue potencial de la nueva tecnología del 5G, puedan servir para desencadenar, por sí mismas, un cambio del modelo productivo actual y una gran modernización de la economía española.

Eso, por una parte. Y por otra, no menos importante, queda por despejar la incógnita de si hemos aprendido lo suficiente como para no cometer los mismos errores que cometimos, en el pasado, con las subvenciones. Sería volver al capítulo de las alcaldadas y las obras inservibles promovidas por partidos políticos de todos los colores. Ninguno se salva a la hora de contabilizar desastres que causan sonrojo. Aeropuertos sin aviones, Autopistas sin usuarios, Polígonos Industriales donde solo crece la maleza, Palacios de Congresos que nunca se utilizaron y están en ruinas, Museos de todo a cien y otros mil caprichos que han costado millonadas y siguen muertos de risa sin que nadie haya pedido cuentas.

El procedimiento es sencillo. Oye prepara algo, no sé, cualquier cosa, que hay ahí unos millones de la Comunidad Europea y no vaya a ser que los perdamos por no presentar un proyecto. Ejemplos podríamos poner a montones, pero se me ocurre uno que es para nota. Se trata de la “Pista de esquí en seco” de Villavieja del Cerro, una localidad castellana, de 89 habitantes, que construyó la insólita pista con una subvención avalada por la Diputación de Valladolid, que pagó nada menos que 12 millones de euros, y que hoy, además de que nunca se utilizó ni sirvió para nada, está desmantelada por orden judicial, al haberse construido sobre un monte quemado.

Desaguisados en lo público hubo muchos, pero también los hubo en lo privado. Sería una ardua tarea contabilizar las empresas que se aprovecharon de las subvenciones para sacar tajada y desaparecieron cuando las ayudas se agotaron. Empresas buitre cuyo objetivo nunca fue crear empleo ni riqueza.

Por eso insisto. Llegará dinero asgaya, pero es mucho lo que nos jugamos y sería imperdonable que volviéramos a cometer los mismos errores que cometimos en el pasado. Si se lleva a cabo un verdadero Plan de Recuperación no cabe duda de que España saldrá de ésta y será otra muy diferente de aquí a pocos años, pero una cosa son las intenciones y otra lo que, al final, resulta. Si no se establecen, cuanto antes, mecanismos rigurosos de evaluación y control de la gestión de los recursos millonarios que anuncian, si volvemos a las andadas, ya nada tendrá solución y perderemos el último tren que puede salvarnos. Sería de juzgado de guardia que, disponiendo de dinero asgaya, no supiéramos aprovecharlo.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 26 de abril de 2021

La Superliga de la lechera

Milio Mariño

Es posible que solo fueran imaginaciones mías, pero juraría que el lunes pasado vi a Florentino Pérez, el presidente merengue, con el cántaro de leche de la Superliga en la cabeza, haciendo cálculos millonarios mientras comparecía en una especie de rueda de prensa que había despertado una expectación inaudita.

Como esta leche es muy buena, decía, dará mucha nata. Así que batiré la nata hasta que se convierta en una mantequilla blanca que me pagarán muy bien en el mercado. Con el dinero que saque, me compraré una cesta de huevos y, en cuatro días, tendré la granja llena de pollitos que venderé luego…

Cada paso de Florentino suponía una nueva inyección de dinero hasta que, en una de estas, tropezó con los aficionados, el cántaro se le cayó al suelo y oyó la voz de la moraleja: No seas ambicioso, no sueñes impaciente con un futuro de miles de millones porque ni el presente tienes seguro.

Sucumbir a la tentación de ponerse super magnífico y anunciar una Superliga manejada por los grandes del fútbol en Europa, es algo a lo que, tal vez, se resistan muy pocos. Sobre todo, si cuentan con aval del banco americano J.P Morgan Chase, que prometía una inversión inicial de 6.000 millones de dólares, 3.000 de entrada, y unas ganancias estimadas de 300 millones para cada club.

Las perspectivas se presentaban como inmejorables y la justificación, según el promotor de la idea, era que el fútbol había ido perdiendo interés porque la gente reclama espectáculos de calidad y, en este sentido, un Madrid – Huesca, por poner un ejemplo, aburre a las piedras.

Todo parecía perfecto. El proyecto de la Superliga aseguraba mucho dinero y un espectáculo deportivo de primer orden. Con lo que no contaban era con que ni el espectáculo ni el gran negocio bastan para asegurar que el público responda y pueda haber una conexión real en un deporte en el que imperan las pasiones.

Cuando hablamos de fútbol, la pasión y el tema mental son lo primero. Cosa que no tuvieron en cuenta los clubes promotores, pues salta a la vista que no midieron sus fuerzas antes de embarcarse en semejante aventura. Tampoco tuvieron en cuenta que los aficionados de los equipos grandes no están acostumbrados a perder, o están acostumbrados a hacerlo en duelos muy importantes y señalados. Por eso, que hubiera duelos entre rivales históricos o grandes equipos cada semana, lejos de generar una competición interesante, terminaría por vulgarizarla. Por convertirla en algo aburrido para los espectadores y, en consecuencia, para las televisiones, cuyo desembolso económico no sería el que, en principio, se aventuraba.

El proyecto nacía viciado con errores de bulto, pero el error mayúsculo era pensar que los equipos pequeños son prescindibles y solo cuentan los grandes. Asombra, además, que tampoco tuvieran en cuenta a los aficionados que serían, en definitiva, quienes iban a pagar la fiesta. Pero nada, a la chusma ni agua. La lógica del dinero, que es lo que impera en el mundo, no da cancha a los pobres.

Sucedió, entonces, como en esos partidos en que los grandes juegan contra los pequeños. Los pequeños, es decir los aficionados, salieron al contraataque y le metieron un gol a la Superliga por toda la escuadra. Un tanto que certificaba la victoria del pueblo sobre el prepotente y deshumanizado poder del dinero. Una hazaña impensable y ejemplarizante.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 19 de abril de 2021

Cenar temprano

Milio Mariño

Ahora que ya se vislumbra cierta luz al final del túnel de la pandemia, se nota que estamos ansiosos por dejar de ser europeos y volver a lo nuestro de toda la vida: los bares y los horarios hasta las tantas. Lo que más desea la peña es tomarse unas cuantas cervezas, sentados en torno a una mesa y sin mirar el reloj. España es el país del mundo que más tarde cena y más tarde se acuesta y el que tiene más bares y restaurantes por persona: uno por cada 175 habitantes. No es extraño, entonces, que el toque de queda y los horarios que obligan a recogerse temprano sean vistos como una catástrofe, no solo por lo que se refiere a los propietarios de los establecimientos de hostelería si no, también, a los parroquianos.

Para los españoles el bar es un espacio de libertad. Hay tanto miedo a que podamos contagiarnos del virus como a que nos contagien con los usos y costumbres que rigen en los países del resto de Europa. Sentimos que amenazan nuestro estilo de vida cuando nos obligan a cumplir un horario que es el que siguen los europeos todos los días sin que lo impongan las autoridades. Aquí cenar a las ocho e irse a la cama temprano es confundir la cena con la merienda y acostarse como las gallinas. Lo nuestro es hacerlo todo más tarde, aunque al día siguiente tengamos que madrugar. Para eso inventamos la siesta.

Este estilo de vida es tan nuestro y genuino que no me resisto a contarles una curiosa anécdota que refleja la realidad. Al principio de la pandemia, cuando empezaron a limitar los horarios de cierre, una conocida marca de agua tónica decidió ponerle un poco de humor al asunto y desplegó, en la fachada de un edificio de Madrid, una gran pancarta publicitaria en la que ofrecía un singular trato a los ingleses: “Aceptamos vuestras sandalias con calcetines si nos enseñáis a cenar a las ocho”.

Imposible. Si hubo alguien que albergaba la remota idea de que estos meses en que los bares cerraban temprano y había que estar pronto en casa podían servir para modificar nuestras costumbres, referidas a los horarios, ya lo puede ir olvidando. Aquí no ha pasado nada.

Seguimos igual. Lo curioso es que España, que no sale muy bien parada en el índice de bienestar que elabora la OCDE, pues ocupa el puesto 20 de un total de 36 países, consigue salir airosa a nivel popular ya que, según la opinión de quienes nos visitan, somos un país en el que se vive bien y nuestra calidad de vida es alta. Es decir, que se apuntan a lo nuestro no para la vida de diario, pero si para disfrutar.

La discusión sobre nuestro ritmo de vida y como conciliamos el ocio con el trabajo viene de largo y ha suscitado muchos debates. Al parecer, somos únicos en el mundo. Comemos a las tres de la tarde, cenamos a las diez de la noche y no vamos a la cama hasta pasadas las doce. Pero hay una explicación: se debe a que nos regimos por el sol. Esa es la clave. Nosotros lo hacemos bien, los que están equivocados son los relojes oficiales, que no van en consonancia con el horario que corresponde. Cierto que cenamos a las diez, pero, en realidad, son las ocho.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España