lunes, 4 de septiembre de 2017

Bailar agarrao

Milio Mariño

Decía Sergio Dalma, en una famosa canción, que bailar de lejos no es bailar, que es como estar bailando, solo tú, en tu volcán. Así debieron entenderlo las parejas que un sábado del pasado mes de agosto se congregaron en la plaza Domingo Álvarez Acebal, para bailar tangos y celebrar un encuentro que organizó la asociación cultural "Contango contigo".

La convocatoria fue todo un éxito. Y debió ayudar, pienso yo, que aquí no viene sucediendo como en Euskadi, donde, en villas y ciudades como la nuestra, llevan todo el verano organizando verbenas para que disfruten los que lo hacen bailando agarraos. La mayoría personas mayores que bailan como se bailaba antaño por más que hubiera un tiempo en que fue incluso delito bailar de esa manera. Lo advertían los Gobernadores Civiles, en los primeros años de la dictadura franquista, mediante órdenes de obligado cumplimiento. “En adelante, no se consentirá en la plaza pública el baile agarrado por su carácter exótico e indecoroso, reñido con las normas de la Moral Católica”.

Unas normas, muy estrictas, que también llegaron a cuestionar la manga japonesa y hasta los “modernos” sostenes, pues realzaban provocativamente lo pecaminoso. Años más tarde sucedió lo contrario. Las autoridades, civil y eclesiástica, la emprendieron contra el sinsostenismo porque la pechadumbre quedaba suelta y sus movimientos incitaban a la lascivia. Ahí es donde el señor obispo y yo tenemos ganas de meter mano, cuentan que llegó a decir un conocido cura de Avilés desde el púlpito.

El caso fue que todo aquello, que hoy parece increíble, no pudo con la afición de bailar agarrados. Costumbre que no solo se ponía de manifiesto en las romerías y las verbenas sino que los Bailes y las Salas de Fiestas proliferaron de tal manera que Castrillón llegó a contar con 34 salones de Baile. Así se refleja en un estudio de María Esther García López, editado por el Patronato Municipal de Actividades Culturales.

En Avilés, aunque no disponemos de un estudio y un censo tan exhaustivo, también hubo muchas Salas de Fiestas, Bailes y Discotecas. Algunas de principios del siglo pasado, pero la mayoría de los años sesenta y setenta, cuando las sesiones de baile empezaban a las siete de la tarde y duraban hasta las diez o las diez y media. Y eso aunque fuera en verano y se bailara en aquella pista, al aire libre, llamada “La Exposición”. Se empezaba, eso sí, con algo de ‘rock and roll’, a cargo de los conjuntos músico-vocales pero luego, más o menos hacia la mitad y sobre todo al final, se pasaba a la música romántica, generalmente italiana, para bailar “agarrao”.

Volví a recordarlo, el día de San Agustín, mientras paseaba por el “Mercado Medieval” y oía a dos parejas de cuarentones que se preguntaban cómo se divertirían sus padres y sus abuelos, en sus tiempos de juventud. Me dieron ganas de responder pero me callé y pensé que precisamente a esa hora estarían bailando suelto y agarrao, en “La Exposición”, sin que la cosa pasara a mayores pues, a pesar del temor de las autoridades, el máximo contacto en público era bailar juntos.

Han pasado casi cincuenta años y bailar “agarrao” ya no se lleva, pero van a permitirme que me reserve la opinión de si dar vueltas por el “Mercado Medieval”, supone divertirse más o menos que lo hacían los padres y los abuelos, bailando de aquella manera.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España.

lunes, 28 de agosto de 2017

Fábricas de chocolate

Milio Mariño

Hay recovecos en nuestra historia local que apenas son conocidos no porque carezcan de interés sino porque han sido arrollados por los grandes temas y los grandes acontecimientos. Les pongo un ejemplo. Si en Avilés hablamos de fábricas lo primero que nos viene a la cabeza es el humo y las chimeneas de la gigantesca Ensidesa. Pocos, muy pocos, conocerán el dato de que Avilés llegó a tener hasta treinta fábricas de chocolate.

Por supuesto que no hablamos de grandes fábricas, la mayoría eran fábricas artesanales, pero treinta fábricas de chocolate en Avilés y una en Castrillón, concretamente en Salinas, suponen una cifra impensable por más que el censo abarque casi doscientos años.

En el siglo XVIII, Avilés ya contaba con artesanos y comerciantes que se dedicaban a fabricar chocolate, pero fue a finales del XIX cuando la industria chocolatera recibió un gran impulso, gracias a las nuevas máquinas, la modernización de los procesos y la mayor llegada al puerto avilesino de cacao americano procedente de Caracas, Guayaquil y La Guayrá.

La fama del buen chocolate, ahora se la reparten los suizos, los belgas y los franceses pero la realidad es que dicho manjar entró en Europa a través de España y fue España quien endulzó el sabor amargo del cacao que venía de América.

No sabría decirles si los avilesinos de antes serían más “llambiones”, lo que sí sé, porque está documentado, es que Avilés llegó a tener treinta fábricas de chocolate y algunas que incluso obtuvieron premios en certámenes internacionales. El chocolate Alejandro de la Cuesta Galván fue premiado, con un Diploma de Mérito, en la Exposición de Viena de 1875. Chocolates Constantino Bernardo, con fábrica en Galiana, llegó a ser proveedor de la Casa Real en el siglo XIX.

En Salinas, en lo que es la calle Príncipe de Asturias, hubo una fábrica de chocolate llamada La Palma. Una fábrica, fundada en 1914 y propiedad de Benigno Ávila López, que funcionó hasta 1937, elaborando tabletas de chocolate de las clases 6, 7 y 8. La primera de una calidad corriente, la 7 que mejoraba la anterior y la 8 de un chocolate que denominaban superior o refinado y era el que solían adquirir los marinos que arribaban al puerto de San Juan de Nieva y los veraneantes.

Chocolates Benito Pola, con fábrica en El Muelle, Chocolates Valdés, en la calle San Bernardo, Chocolates Canseco, allá por Villalegre. Chocolates El Quirinal, La Fragua, La Favorita, La Suiza, La Avilesina… Flórez y Ayuve, en Ribero, Medero, en El Carbayedo y Álvaro, en Galiana, son algunas de las fábricas que hicieron de Avilés, después de Gijón y Oviedo, el concejo asturiano que más chocolateros tuvo.

Casi todo tiene explicación, de modo que esto de que Avilés tuviera tantas fábricas de chocolate también la tiene. Además de las importaciones de cacao que llegaban a través del puerto, estaba la azucarera, llamada Avilés Industrial, situada en Villalegre. También contaba que las chocolateras de cobre se fabricaban en los martinetes de Villalegre y Trasona y luego se arreglaban y distribuían desde Miranda por los caldereros que se encargaban de su venta en todo el noroeste de España.

Treinta fábricas de chocolate, en lo que fue, y es, Avilés, cierto que parecen muchas pero son las que se recogen, una por una, en un estudio, firmado por Claudia Prieto Rodríguez, que figura en el Museo del Pueblo de Asturias.

Milio Mariño / artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 21 de agosto de 2017

El fantasma de palacio

Milio Mariño

Entre las historias que, este verano, me he propuesto contarles tengo una de un fantasma que daría para muchas páginas. Una historia seria que cada cual entenderá a su modo por aquello de que el escepticismo es una droga que suele usar el cerebro cuándo no encuentra sentido a las cosas. Así es que no voy a pedirles que crean en los fantasmas. Voy a contar la historia de un fantasma, llamado Walter, que vivía en el avilesino Palacio de Balsera y hacía lo que hacen los fantasmas: tiraba cuadros, abría las manillas de las puertas y, en ocasiones, hasta tocaba el piano.

Walter cumplía con ese dicho de que no hay palacio que se precie sin un fantasma que traiga de cabeza a quienes lo habitan, pero dejó de manifestarse poco después de que el ayuntamiento comprara el palacio para convertirlo en el, actual, Conservatorio de Música. Hablamos de mediados de los años ochenta, de modo que superamos ya las tres décadas sin que el fantasma haga de las suyas, nadie sabe si por qué se quedó, definitivamente, en el otro mundo o porque le va la música y no le encuentra la gracia a dar sustos a los profesores y los alumnos.

Tampoco fue que el palacio pasara a propiedad municipal y el fantasma desapareciera de inmediato. Chema, el primer director del Conservatorio, y Pepe Martínez, entonces concejal de Cultura, hicieron unas grabaciones, hacia las dos de la madrugada, que era cuando el fantasma solía manifestarse, y en ellas aparecieron una serie de psicofonías y una sombra videográfica que Elena Sendón, nieta de Balsera, identificó como el fantasma Walter. Un fantasma, conocido de la familia, que al parecer se había instalado en la casa de Victorino Fernández Balsera en los años de la Guerra Civil.

Los descendientes de Balsera, que residían en el palacio, declararon en muchas ocasiones que habían tenido experiencias que confirmaban la presencia del fantasma. Un fantasma que, por lo visto, era el espíritu de un aviador inglés o irlandés, algunos dicen que ruso, que había caído en los montes de Miranda durante la contienda civil.

La historia de Walter guarda relación con lo que dijeron dos jóvenes que se bañaban en La Peñalosa y observaron que un avión volaba de forma extraña hasta qué se precipitó y acabó estrellándose. Según el testimonio de aquellos jóvenes al piloto le dio tiempo a saltar en paracaídas. Luego, herido y asustado, huyó camino de Avilés, a donde llegó cuando caía la noche. Una vez allí buscó refugio y lo encontró en los jardines de un palacio abandonado, el palacio de Balsera, que llegaban desde Domingo Acebal hasta la calle de Cabruñana. Allí se escondió, logrando acceder al palacio, pero sus heridas eran de gravedad y falleció al poco tiempo. Murió dentro. No obstante, dicen que alguien se apiadó de su cuerpo y lo sacó para darle un entierro digno y secreto. La historia es así como la cuentan, añadiendo que el alma del piloto nunca abandonó el edificio.

Nuestro palacio tenía un fantasma y una bonita historia. No sé si lo seguirá teniendo. A lo mejor ayuda saber que, hace poco, la reina Silvia de Suecia declaró, en un programa de la televisión sueca, que el palacio de Drottningholm, en el que vive, está encantado. “Hay pequeños amigos... fantasmas muy amables que hacen como si nunca estuvieras solo”.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 14 de agosto de 2017

Atardecer en la mar

Milio Mariño

Entre las cosas que nos trae la actualidad del verano, hace unos días venía como noticia que cada vez son más las personas que se congregan a lo largo del paseo de Salinas para ver y disfrutar las puestas de sol, sobre la raya del horizonte, más allá de La Peñona. Un espectáculo que escenifica el paso del día a la noche y suele durar hora media. Lo mismo que una película o un concierto de rock.

La primera impresión fue alegrarme de que la gente siga disfrutando con los atardeceres en la mar, pero luego lo pensé mejor y me sorprendió que, algo así, fuera noticia. Podría ser que ahora en verano las noticias escaseen y los redactores echen mano de cualquier cosa. Podría ser aunque me temo que, en este caso, la realidad se impone y, al final, aciertan quienes hacen noticiable lo que otrora fuera normal, pues dada la escala de valores de esta sociedad nuestra, caracterizada por el consumismo, el autoengaño, el dinero y la prisa, casi parece un milagro que nos quede un ápice de sensibilidad donde lo más hermoso y sublime todavía tenga cabida.

La realidad es esa. Hoy en día prestamos más atención a la pantalla de un teléfono móvil que a una puesta de sol. De modo que parece una extravagancia que alguien disfrute contemplando el atardecer desde el paseo de la playa. A eso hemos llegado. Y aunque la reseña no se detenía en detalles como cuál era el público, me temo que quizás tenga que ver con cierta madurez, cierta dignidad, una soledad compartida y una forma de mirar las cosas con más humanidad. Así que cabe suponer que los espectadores de esas puestas de sol serán, en su mayoría, gente que está en el atardecer de la vida y anhela la calma que tanto buscamos para sentirnos, si cabe, más vivos.

Comentados cuales pueden ser los motivos de quienes presencian el gratuito espectáculo no me olvido del escenario. Los atardeceres en el entorno de La Peñona son una suerte de emoción maravillosa que prende en el alma hasta que el último rayo de sol desaparece en el agua. Han tenido, tienen y tendrán espectadores que los ensalzan y los recuerdan. Mario Roso de Luna, teósofo, escritor, artista y músico, describe en su libro “El tesoro de los lagos de Somiedo” que fue expresamente a Salinas, y en concreto a La Peñona, para ver una puesta de sol. Estaba en Avilés, iniciando su viaje mágico por Asturias, y dejó escrito que viajó en tranvía hasta el puerto de San Juan de Nieva y la playa de Salinas, donde gozó de una hermosa puesta de sol desde La Peñona.

Roso de Luna cuenta que se alojaba en la Fonda La Serrana y que después de presenciar la puesta de sol se encontró con una mujer solitaria y extraordinariamente hermosa con la que cenó y al día siguiente partió en automóvil para Grado, en un viaje que se convirtió en una ventura onírica.

No sabemos quién le hablaría, a Roso de Luna, de los atardeceres en el entorno de La Peñona, hasta el punto de hacer que le interesaran y viajara expresamente a verlos. Estuvo aquí a principios del verano de 1912 y disfrutó de una puesta de sol que, pasados más de cien años, sigue ofreciéndose a las personas con sensibilidad suficiente.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 7 de agosto de 2017

Aterrizar en la playa

Milio Mariño

Hay pequeños tesoros que, de vez en cuando, conviene desenterrar para compartir el asombro por lo que ha pasado hace ya muchos años. Es lo que trato de hacer, ahora en verano, con estos artículos que hablan de cosas que no sé hasta qué punto podrán interesarles pero confío en que, al menos, resulten entretenidas.

Esta vez, se me ocurrió dar un repaso a la curiosa relación de Salinas con los aviones y la navegación aérea, pues fue, precisamente, en Salinas donde se gestó el acuerdo para construir el aeropuerto de Asturias.

En Salinas, en una reunión presidida por Juan Sitges y celebrada a mediados de los años sesenta, los presidentes de las Cámaras de Comercio de Oviedo, Gijón y Avilés, propusieron, a las autoridades de Madrid, construir el aeropuerto en Ranón, en un terreno que era propiedad del Ministerio del Aire, que lo había adquirido con la ayuda de EE.UU y la intención de construir, allí, un aeródromo militar para la defensa de la costa norte de España. Proyecto que fue abandonado cuando aparecieron los aviones a reacción.

Madrid aceptó la propuesta que se hizo desde Salinas y el sábado 15 de junio de 1968, a las 8,30 de la mañana, aterrizó en Ranón el primer avión. Un Fokker F27 de Iberia que procedía de Barajas. Pero no fue en Santiago del Monte el lugar de Castrillón donde un avión tomó tierra por primera vez. El primer aterrizaje del que se tiene constancia tuvo lugar en la playa de Salinas el 28 de agosto de 1928, festividad de San Agustín. Ese día, el piloto militar asturiano, Félix Sampil, acompañado de Juan González, partió de la base militar de León y después de sobrevolar varias localidades asturianas se dirigió a la playa de Salinas, donde tomó tierra de una forma accidentada pues un mal viraje le hizo aterrizar sobre las olas y los tripulantes tuvieron que ser auxiliados por algunos bañistas que lograron rescatarlos.

Años más tarde, el 25 de julio de 1931, volvió a repetirse una maniobra parecida. El piloto Augusto Puga, acompañado de Pedro Álvarez, aterrizó en la playa de Salinas con su Gipsy Moth. Tras el aterrizaje, menos accidentado que el anterior, fueron obsequiados con un lunch por el presidente del Club Náutico, Manuel Álvarez Buylla.

Pero el aterrizaje más sonado, en la playa de Salinas, ocurrió el viernes 11 de diciembre de 1942. Ese día un bombardero bimotor Amstrong W. Whitley tripulado por seis hombres y con uno de sus motores averiado, después de escapar del ataque de los cazas alemanes, logró aterrizar en la playa ante la atenta mirada de decenas de curiosos. El piloto, F.L. Perrers, de la Royal New Zeeland Air Force, consiguió dominar el gigantesco aparato y aterrizar en Salinas sin mayores consecuencias. Luego, tras el consiguiente revuelo, la tripulación fue conducida, por la Guardia Civil, al Hotel La Serrana de Avilés donde se instaló hasta que fue trasladada al campo de prisioneros de Alhama (Aragón).

Aquel avión ardió, al día siguiente, por causas que se desconocen. Tal vez incendiado adrede pues el régimen franquista no simpatizaba con los Aliados.

Aunque la arena del tiempo haya enterrado esos sucesos, para Salinas no es mal bagaje tres aterrizajes y la petición de un aeropuerto. Ahora, los aviones pasan de largo pero no van muy lejos, siguen aterrizando frente a la mar y el viento.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 31 de julio de 2017

Paisajes con arte

Milio Mariño

La literatura y el arte nos han enseñado a mirar y amar los paisajes, y han ido educando nuestra sensibilidad, de modo que la diferencia entre ver y mirar no ofrece dudas. Ver es quedarse con lo superficial, mientras que mirar es sentir lo que vemos como suelen hacerlo los poetas y los artistas.

La reflexión viene al caso de los paisajes que frecuentamos quienes vivimos por estos pagos. Paisajes que, en un antaño, merecieron la atención de varios genios de la pluma y la paleta. Por eso se me ocurrió pensar que tal vez sería bueno volver a mirar de nuevo y descubrir lo que antes no habíamos visto. Mirar estos paisajes nuestros con una perspectiva diferente como lo hizo el pintor Joaquín Sorolla, que veraneaba en San Juan de La Arena y llegaba caminando hasta Bayas, en cuyas inmediaciones se encuentra Malabaxada, una playa próxima a la Deva, muy rocosa y de difícil acceso, que era uno de los lugares que más le gustaban.

Tocado con una gran boina, y con el caballete a cuestas, Sorolla no se limitaba a los paisajes de la costa de Bayas, seguía adelante y llegaba caminando, incluso, hasta Avilés, donde pintó el puerto. Disfrutaba con estos paisajes que le proporcionaban, como él decía, las tonalidades que el Mediterráneo negaba a su paleta. El resultado fue una colección de 55 cuadros que pueden verse en el museo que lleva su nombre.

Otro paisaje inmortalizado en el lienzo es el de la playa de El Cuerno, apenas cien metros de rocas y cantos rodados que enamoraron a Joaquín Vaquero Palacios.

Vaquero pintó, por primera vez, la playa de El Cuerno en los años treinta. Después marchó a Nueva York, Italia y Centroamérica pero cuando regresaba de sus viajes y sus estancias en el extranjero, siempre volvía por Salinas para ver y pintar su playa querida. A mediados de los sesenta, ya no quiso volver. Decía que prefería recordar el paisaje, y soñarlo, porque así no se sentía obligado a nada.

Coincidió en aquellos años, en la década de los sesenta, que quien hoy está considerado como una figura del hiperrealismo, Antonio López, alquiló una casa en Salinas para pasar el verano. Antonio estaba muy ilusionado con el paisaje, venia cargado de material y dispuesto a pintar muchos cuadros pero luego confesaría, decepcionado, que apenas pudo pintar nada porque cada vez que se plantaba frente al lienzo surgía una nube. Y luego el sol, y vuelta a nublarse, como si fuera el juego del ratón y el gato.

Estos paisajes nuestros no solo pasaron por la paleta de extraordinarios pintores. La pluma de un Premio Nobel encontró aquí su inspiración. Seamos Heaney disfrutaba paseando por Castrillón. Solía hacerlo siguiendo varias rutas. Una, que aparece reflejada en el poema Cantares de Asturias, discurre desde Salinas a Piedras Blancas pasando por la playa de El Cuerno y Arnao. Otra, que va por la senda que bordea la costa desde Arnao a Santa Maria del Mar y Bayas, figura en el poemario Electric Light.

Para Seamos Heaney, que falleció en agosto de 2013, nuestros paisajes eran un paraíso particular, muy parecido al de su Irlanda natal. Un paraíso del que se vio apartado, en 2006, por culpa de un grave problema coronario que le impedía viajar con la asiduidad que lo hizo después de aquel primer viaje en 1984.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España 

lunes, 24 de julio de 2017

Salinas: del veraneo burgués al surf

Milio Mariño

Hace ahora un siglo, allá por el mil novecientos y pico, Salinas era un destino vacacional que estaba de moda entre las elites ilustradas y adineradas de Madrid, cuya fortuna quizá no alcanzara para veranear en San Sebastián. También acogía a buena parte de la burguesía asturiana y a intelectuales y catedráticos como Adolfo Álvarez-Buylla, Leopoldo Alas “Clarín”, Rafael Altamira, Aniceto Sela, Fermín Canella, Rogelio Jove y Adolfo González Posada.

Salinas tenía, entonces, lo que podríamos llamar un turismo de calidad, entendiendo como tal que los más pudientes eran los únicos que podían veranear. De modo que a los citados sumen algunos ilustres como Santiago Ramón y Cajal y Ramón Gómez de la Serna y podrán hacerse una idea de lo que era Salinas hace cien años. Nada que ver con este Salinas de ahora, en el que los surferos parecen haber tomado el relevo de aquel ilustrado y burgués veraneo.

Aún quedan descendientes de aquellas familias con apellidos muy conocidos pero quienes marcan la pauta del verano, en Salinas, son los chicos de la tabla y el traje de neopreno.

Cien años dan para mucho. A principios del siglo XX, las clases acomodadas descubrieron las bondades de la playa y, poco a poco, toda la sociedad los imitó. Así fue que la playa comenzó a ser un lugar que reflejaba no solo las divisiones de clase, la estética y el ocio, sino incluso la liberación de la mujer. La imagen de las primeras mujeres, bañistas, supuso que se liberaran de sus encorsetados vestidos y un cambio en cuanto a la relación con su cuerpo y las viejas costumbres.

No fue, sin embargo, hasta las décadas de los sesenta y setenta cuando se produjo la explosión del turismo de sol y playa y apareció el denominado turismo de masas. Un turismo que en Salinas no llegó a cuajar más allá del ámbito comarcal o provincial pero que aun así nos dejó el recuerdo de las torres de los Gauzones como ejemplo de mal gusto y desprecio por el paisaje.

Salinas pasó entonces por una época de indefinición. Ya no era el lugar exclusivo de veraneo de los pequeñoburgueses pero tampoco fue tomado al asalto por el turismo de sombrilla y tortilla de patata. Quedó a medio camino entre lo uno y lo otro. Permaneció a la espera de que apareciera un relevo que volviera a marcar su singularidad. Y apareció el surf.

El surf puede parecer un deporte como cualquier otro, pero la realidad es que va más allá. No solo es un deporte, es toda una filosofía. Una manera muy especial de entender la vida. Así lo entendieron quienes, hace también cien años, rescataron el surf del olvido. Aquí tardó más en llegar. Llegó a Gijón en 1962, de la mano de Felix Cueto y Amador Rodríguez.

En Salinas, el surf llegó todavía más tarde. Fue llegando de una forma pausada y silenciosa, casi sin que nos diéramos cuenta. Ya sé que no somos para compararnos con Biarritz, pero podemos tomar como ejemplo la bella localidad francesa. Allí, más que aquí, había hace cien años un turismo burgués y de élite y hoy se ha llegado a un perfecto equilibrio entre los veraneantes de siempre y los surfistas. Salvadas las diferencias sería bueno unirse al “invento”. (Así llaman a la cuerda que une la tabla con el pie del surfista)

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España