lunes, 19 de septiembre de 2016

Es lo que hay…

Milio Mariño

El culebrón que estamos viviendo, con el devenir de las relaciones entre Pedro Sánchez, Mariano Rajoy, Albert Rivera, y Pablo Iglesias, no deja de añadir nuevos episodios que auguran un final de terceras elecciones en navidad. Un desenlace que nadie quiere y evidencia que entre los sufrimientos más comunes está el deseo de que las cosas sean distintas a como son. Distintas aunque no del todo, pues las últimas encuestas reflejan que hay un alto porcentaje de españoles que si volvieran a convocarse elecciones, volverían a insistir en la idea de que cualquier gobierno que no fuera el actual sería, incluso, peor. Lo cual, traducido al lenguaje de la calle, podría resumirse con esa frase que se ha hecho famosa y se ha convertido en la más repetida de los últimos tiempos: “Es lo que hay”.

“Es lo que hay” sirve para casi todo. Para justificar que llueva tres días seguidos y como exclamación después de ver el recibo de la luz. Pero como me gusta enredar y no temo meterme en un campo de minas, aún me quedaba la duda de si la frase se habría hecho famosa en el sentido de tirar la toalla o como actitud frente a la realidad. Quiero decir que lo que expresa tanto puede ser que nos damos por vencidos como que aceptamos los hechos de forma realista. Puede entenderse de las dos maneras. En un caso significaría que nos resignamos y renunciamos a la posibilidad de cambiar lo que no nos gusta o nos perjudica y en el otro que somos conscientes de la realidad y nos armarnos de paciencia para cambiarla.

El resultado que avanzan las encuestas confirma que los electores volverían a decir: “Es lo que hay”. Y, tal vez no signifique que se resignan pero, en cualquier caso, aceptan que nada cambie y todo siga igual. Un síntoma preocupante porque se empieza por aceptar lo que hay y se acaba aceptando que la corrupción es algo consustancial y propio de una sociedad heredera de la dictadura, donde los chanchullos, el clientelismo y la designación a dedo eran los mecanismos habituales. Las cosas siempre funcionaron así y así seguirán funcionando, dirán los escépticos, reacios a cualquier cambio. Aquí el que no roba, o no defrauda, es por qué no puede. El que puede lo hace en la medida de sus posibilidades: ya sea levantando unos bolis y dos paquetes de folios en la oficina, una caja de herramientas en la fábrica, o defraudando y pagando en negro cuando se tercie. 

A lo mejor no vale la pena que hagamos cábalas sobre cómo puede ser que, si se convocaran nuevas elecciones, al 34% de los votantes no le supondría ningún problema moral votar al partido con más escándalos de corrupción de la democracia. A lo mejor la cosa es tan simple como que son más los que se sienten identificados con una sociedad corrupta que con la otra que algunos proponen. Solo así se explica esa preferencia por que sigan gobernando los que gobernaron.


Y, en esas estamos, tratando de digerir que son más los partidarios de “Es lo que hay” que los de lo que no hay. Habíamos planteado que la frase podía significar resignación pero también una actitud pragmática que incluía cambiar la realidad de forma sensata. No es ninguna de las dos cosas, es una advertencia de que sería inútil que esperáramos más.  

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 12 de septiembre de 2016

Cruceros y pateras en paralelo

Milio Mariño

La vida es dura. Ya sé que quejarse no sirve de nada pero cuando vi los seis autobuses que esperaban, a pie de muelle, a los pasajeros del crucero alemán “MS Europa”, no pude por menos que hacer esa reflexión y acordarme de que vivir no consiste en hacer lo que a uno le dé la gana sino lo que alguien dispone para nosotros. Si albergaban alguna duda fíjense en lo que les digo. Los pasajeros del MS Europa acababan de desayunar y los autobuses los esperaban para llevarlos a jugar al golf y a pasear por Avilés, Oviedo y Gijón. Menudo tute. Pero así es la vida.

También es verdad que hay gente que se rebela y no acepta que le hagan un traje a medida. Cualquiera de nosotros se hubiera rebelado y esgrimido que pagó una pasta por el pasaje para reclamar su derecho a la pereza, pero esta gente, me refiero a los que frecuentan los cruceros de lujo, disfruta con el esfuerzo. Es otra mentalidad. Confían más en el esfuerzo físico que en la inteligencia. Seguro que, cuando subieron a los autobuses, dirían que menudo día les esperaba. Pero lo dirían con la boca pequeña. En el fondo, lo que pensaban sería que para eso habían pagado, para que les zurraran la badana.

Estaba yo dándole vueltas a la mentalidad alemana cuando empezó a rondarme por la cabeza lo que suele decirse de los que viven por allá arriba. Que las buenas vacaciones y los cruceros de lujo son consecuencia de lo mucho que trabajan. Que, seguramente, se lo habrán ganado y lo tienen merecido. Pero entonces aparecieron los autobuses y se me cruzaron los cables. Los cables y unas imágenes que hicieron que me entraran unas ganas locas de recurrir a la demagogia.

La realidad suele ser demagógica. Desde donde yo estaba, los autobuses se parecían, de forma asombrosa, a los que, el pasado mes de febrero, desfilaron por Clausnitz (Alemania), cargados de refugiados y fueron recibidos, a pedradas, por una turba de vecinos que les impidió el paso al asilo donde iban a ser alojados. Mientras les tiraban piedras gritaban: "¡Somos el pueblo!" "¡Fuera de aquí, no os queremos!"

Como el parecido era asombroso creí estar ante una especie de videojuego de realidades invertidas. Trescientos extranjeros acababan de llegar al puerto y eran transportados en autobuses al refugio de un campo de golf y a pasear por nuestras ciudades. No venían de un país africano, venían de un país rico y beligerante que nos había exigido recortes en Sanidad, Educación, Atención Social y Pensiones. De modo que hubiera estado justificado, desde luego mucho más justificado que lo que hicieron en Clausnitz, que alguien gritara: "¡Somos el pueblo, fuera de aquí, no os queremos!"

Ocurrió lo contrario. La gente se felicitaba de qué hubiera llegado al puerto un crucero alemán con trescientos turistas adinerados. Todo eran parabienes y vaticinios de que la llegada de los extranjeros supondría una buena inyección de dinero para la hostelería y el comercio locales.

¿Qué hubiera sucedido si en vez de haber llegado un crucero de lujo lo hubiera hecho una patera con trescientos africanos a bordo? No lo sabemos, pero lo más probable es que hubiéramos sido educados, tolerantes y solidarios. Nada que ver con lo que hicieron en Clausnitz. Pero eso, a los del crucero, les trae al pairo.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 5 de septiembre de 2016

Pedro, se fuerte

Milio Mariño

Prisioneros de nuestro capitán en funciones, antes incluso de que acabara agosto volvieron a torturarnos con otro discurso de investidura. Un discurso gris, triste y frío sobre las bondades de ese matrimonio de circunstancias entre Rivera y Rajoy. No sé ustedes pero yo quité la voz al televisor y procuré disfrutar del cine mudo. Tuve que hacerlo porque no podía soportar la pesadez de un modelo retórico que consiste en repetir la misma cosa tres veces. La primera para el español medio, la segunda para el español tonto y la tercera para los que somos tontos de remate ya que ni a la de tres entendemos nada.

Cuesta entender que Mariano siga empeñado en que lo hagan Presidente por aclamación. Que insista en que navega mejor que nadie por el mar de la crisis y la corrupción. Por ese abismo que describe masticando las palabras y haciendo unos gestos que solo hay que fijarse en el rictus para imaginar dónde pudo haber guardado la lengua antes del discurso.

Intenté no pensar en ello. Volví a poner el audio para escuchar los discursos de réplica pero tuve que volver a quitarlo. Nadie, ni uno solo de los que hablaron, dijo algo interesante. Todos se afanaron en disculparse.

Vino a ser lo de siempre. Unos hicieron de su lengua una alfombra, otros la agitaron para parecer ofendidos, algunos la usaron para dar lametazos y los nacionalistas para preguntar por lo suyo. Cada cual, con mejor o peor fortuna, intentó parecerse al fallecido Antonio Ozores, aquel actor que tenía como mérito hablar de forma que nadie entendiera una palabra.

Hay quien dice que en eso consiste la política. Que lo políticamente correcto es no llamar a las cosas por su nombre ni decir lo que se piensa. Quienes eso afirman suelen poner como ejemplo que pensamos negro y decimos de color.

Ya lo dejó escrito Quevedo: “Por hipocresía llaman al negro moreno; trato a la usura; a la putería casa y al barbero sastre de barbas”. Lo dijo hace siglos y no voy a decir que estamos igual porque faltaría a la verdad. Estamos peor. Ya no se trata de cuatro eufemismos sino de que los políticos hablan para ellos y nadie más. La esencia de los discursos ha sido eso. O yo, o el caos.

Con todo, el problema, al parecer, es que unos descerebrados se oponen a que gobierne el Presidente de un partido acusado de corrupción y financiación ilegal. Una irresponsabilidad que perjudica nuestra economía e intranquiliza a los mercados. De modo que la mayoría de los periódicos y los medios de comunicación no han dudado en señalar al culpable, puesto que está causando un perjuicio de consecuencias impredecibles, sobre todo, a los jubilados y las personas humildes.

El culpable, dicen que es Pedro Sánchez. Pedro fue culpable cuando era candidato y vuelve a ser culpable cuando el candidato es Rajoy. Aún así, por muy culpable que sea, creo que merecerá el mismo trato que Mariano le dispensó a Luis. Un mensaje que diga: Pedro, se fuerte. Hacemos lo que podemos.

Poco podemos hacer los que pensamos que cualquiera mejor que Rajoy. Lo único esperar y, si llega el caso, votar en navidades. Al fin y al cabo es el vecino el que elige al presidente y es el presidente el que convoca por tercera vez al vecino para que elija al presidente.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 22 de agosto de 2016

Gustavo Bueno prefería al malo

Milio Mariño

Entre las pequeñas cosas que guardo, como oro en paño, están las dos horas que pasé con Gustavo Bueno. Fue por casualidad. Gustavo venía con Pepe Martínez, aparecí yo, Pepe tuvo que ausentarse y me encargó que acompañara al filósofo hasta la hora de la conferencia. Fuimos al Monterrey, a tomar un café. No se me olvida. Lo que no recuerdo es la fecha. Debió ser a principio de los ochenta y quizá en diciembre porque Gustavo hablaba, sin parar, de la lotería. Decía que hacerse rico así era lo más injusto del mundo y peor, incluso, que atracar un banco, pues no requería ningún esfuerzo. Cargaba contra el Estado, asegurando que transformaba el bombo del sorteo en el dios de los calvinistas. Yo estaba embobado con su discurso. Y con sus manos. Las movía de una forma muy peculiar, vueltas hacia sí y con la habilidad de un trilero.

Años después, hará nueve o diez, le dediqué un artículo a propósito de unas declaraciones suyas, en este periódico, en las que decía que Zapatero era bobo porque pensaba como Alicia la del espejo. Gustavo acababa de publicar un libro,  “Zapatero y el pensamiento Alicia”, en el que comparaba el cuento de Lewis Carroll con el ideario del líder socialista.

Discrepaba entonces, y discrepo ahora, de que lo único aprovechable del espejo sea la parte opaca. Es decir, lo que no aparece reflejado y, a juicio del filósofo,  deberían ser cualidades del buen gobernante: la insensibilidad, la desconfianza, el distanciamiento, el autoritarismo y la mala uva.
 Eso, precisamente, era lo que Gustavo Bueno reprochaba a Zapatero, que tuviera esas carencias, que fuera bobo en ese sentido. Lo denunciaba en el libro. Un libro que escribió, según sus  palabras, por patriotismo.

Creo, sinceramente, que Gustavo había entrado, ya, en una deriva imparable. Y no me refiero a sus apariciones en los programas de la tele basura. Me refiero a sus ideas y al empeño por proclamarse patriota, contra el que no tengo nada, pero apelar al patriotismo para reclamar que merecemos ser gobernados por una persona malvada que ejerza el poder sin escrúpulos, equivale a dar por bueno que, para Gustavo, quienes gobiernan como está mandando son los dictadores y los sátrapas.
Ignoro si ese autoritarismo, y esa mala uva, que Gustavo reclamaba para el Presidente del Gobierno también lo hacía extensible a otros ámbitos, como los empresarios, los guardias de la porra, los alcaldes e, incluso, los filósofos. Menos mal que el libro que le dedicó a Zapatero tenía un objetivo pedagógico. Según él, había hecho un esfuerzo para, sin perder el rigor de los conceptos,  procurar que todo el mundo lo entendiera.

 Se agradece el esfuerzo, pero ni con esas logré entenderlo. En parte, porque soy muy corto y, lo que resta para el todo, porque el filósofo empleaba un discurso que cada vez se entendía menos. Metía en el mismo saco a Zapatero, Mao, Kofi Annan y Abimael Guzmán, el que fuera líder de Sendero Luminoso. Y, yo, cuando me hablan del pensamiento Gonzalo ya es que me pierdo. Mi cabeza no da para tanto.


Lo que digo no quita para que siga considerando que Gustavo Bueno fue un genio. Lamento que haya fallecido y guardo aquellas dos horas, que pasé con él, como oro en paño, pero discrepo en lo que se me alcanza. No me gustan los malos. Prefiero que me gobierne una buena persona antes que un malvado.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 15 de agosto de 2016

Prohibido cantar

Milio Mariño

Los chigres y los bares han cambiado mucho. No se parecen en nada a lo que fueron hace unos años. Ahora sirven tapas en platos cuadrados y donde ponía “Se prohíbe cantar” pone “Prohibido fumar”. Casi todo es distinto. Lo único que sigue igual son los baños. El otro día entré en uno y estoy por apostar que la mosca gorda y azul que daba cabezazos contra el ventanuco oxidado que había encima del inodoro era la misma que hace veinte años intentaba salir de allí. Ya sé que las moscas no duran tanto, pero si no era la misma sería de la familia, la hija o la nieta, porque tenía un parecido asombroso.

La nostalgia nos lleva a cosas así; es manipuladora y frustrante. Dicen que recurrimos a ella cuando presentimos el futuro vacío. Lo que yo presentía era una necesidad imperiosa de hacer aguas menores. Por eso entré en aquel chigre y me vino a la memoria lo que dijo Faulkner: “El pasado no está atrás ni olvidado, ni siquiera estoy seguro de que esté en el pasado”. Bien dicho. La prueba es que, en la tele, aparecen las mismas películas de cuando éramos niños. Tal vez por eso, volví a encontrarme con el letrero: “Se prohíbe cantar”. Eché de menos que no estuviera acompañado de otro que siempre estaba a su lado: “Se reserva el derecho de admisión”.

Digo que lo eché de menos porque, cuando era niño, pasé mucho tiempo sin comprender el significado de aquella frase. Y me intrigaba no saben hasta qué punto. La otra no. “Se prohíbe cantar”, para mí estaba claro. Imagino que le encontraba sentido porque como, aquí, llueve tanto tiene su lógica. También la tiene otro letrero que recuerdo porque debió parecerme sensato: “Prohibido blasfemar sin motivo”.

Repasando algo tan simple como los letreros de los bares, pensaba que ya va siendo hora de olvidar ciertas cosas pero, luego, al recordar mi infancia y mi juventud no pude evitar el reproche hacia aquellos energúmenos que lo prohibían todo. Porque, lo de prohibir cantar en los bares, no creo que viniera de la Sociedad General de Autores.

Lo curioso es que ahora, cuando apenas queda ninguno de aquellos letreros, a casi nadie se le ocurre ponerse a cantar en un bar. Solo unos pocos, como los clientes del bar “La Eritaña”, se rebelan contra la vieja prohibición y todos los lunes disfrutan cantando tonada, habaneras y lo que se tercie.

También es partícipe de la rebelión, la Asociación Folklórico-Musical “Villa y Condado de Noreña”, que ya va por la octava edición de un certamen tan curioso como: “Prohibido cantar... desentonáu”. Todo un acontecimiento en el que participan las sidrerías, bares y chigres de la localidad, reviviendo lo que, al parecer, era una costumbre burguesa. Cantar después de beber, o a los postres de una buena comida.

La gente seria no suele fijarse en estas cosas, pero cualquier tarambana nostálgico que tenga mis años, o alguno menos, no solo se fija sino que habrá aprovechado, alguna vez, para disfrutar y regalarse los sentidos, literario y estético, con las prohibiciones y los mensajes, esmeradamente enmarcados o pintados en azulejos de colorinos, que todavía encontramos en algunos bares. Mensajes que no todos son prohibitivos o han desaparecido. Los hay simpáticos como uno que vi hace poco: “En este Bar no tenemos Wifi, hablen entre ustedes”.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diaro La Nueva España

lunes, 8 de agosto de 2016

¡¡ Qué reblinquen !!

Milio Mariño

Por falta de presupuesto -eso dijeron- el paseo de la ría no acogerá este año lo que hubiera sido la cuarta edición de Bitácora. Una semana dedicada al mar cuyo coste no creo que arruinara las arcas municipales. Pero ellos sabrán. Es cuestión de prioridades. Así que viendo la decisión y, aun, contando con que Bitácora no fuera gran cosa, parece ser que los regidores locales consideran una pérdida de dinero, y de tiempo, que Avilés recuerde lo que fue: un pueblo de pescadores. De pescadores y pescaderas, que allá se van en importancia.

Marcos del Torniello, en un romance titulado “¡Que reblinquen!”, ya hacía un precioso retrato de las mujeres que recorrían las calles de Avilés, llevando sobre sus cabezas una “paxa”, una especie de cesta plana, repleta de pescado. Llanzones, xibiellos, chicharrinos… Y sobre todo, ahora por estas fechas, sardinas.

Aquella “paxa” solía pesar entre cuarenta y cincuenta quilos y las mujeres, casi siempre vestidas de negro, o de alivio, cargaban con ella en la cabeza mientras pregonaban la mercancía con una frase que se hizo muy popular y hace tiempo que ya no se usa: “¡Que reblinquen!”

La frase no era, solo, publicidad. Tenía sentido. Por eso la recuerdo y la traigo aquí. Porque tal vez quede alguien que, aún, no sepa que estamos en el mejor momento del año para comer sardinas. Pasó la Virgen del Carmen y está por venir la Virgen de la Asunción. Entre una y otra es cuando las sardinas están más sabrosas. La temperatura del agua es mayor, el plancton es más abundante, las sardinas comen más, tienen más grasa y saben mejor.

Las sardinas siempre saben bien, pero se convierten en manjar si se asan a la brasa, se colocan sobre un trozo de pan y se comen con los dedos. No obstante, a pesar de su extraordinario sabor, fueron despreciadas hasta, como quien dice, hace dos días. Influía su bajo precio, el intenso olor que desprenden y que los restaurantes de postín se cuidaban de incluirlas en la carta. Pero desde que se dio a conocer que tienen omega 3 y que son buenas para el colesterol, los triglicéridos y la arterosclerosis, podemos darnos un festín y echarle la culpa al médico.

Ya no está mal visto comer sardinas. Solo me queda la duda de sí, en una fiesta social, se aceptaría que comiéramos un bocadillo de sardinillas en aceite. La duda es casi certeza del no. Saber, saben a gloria pero me temo que aquí estamos lejos del refinamiento de los franceses. En Francia clasifican las latas de sardinas por añadas, como el vino bueno. Los envases ponen la fecha en que fueron enlatadas y una lata que tenga diez años es considerada Gran Reserva. Así que ya saben, miren en la despensa y si encuentran una lata de sardinas añeja, han encontrado un tesoro.

Sería un hallazgo y un buen aliciente para salvar este verano de días grises y regidores municipales que suprimen pequeños festejos con la excusa del presupuesto. Una docena de sardinas, a la brasa, o una lata de sardinas, añeja, puede alegrarnos el día y hacer que gritemos: “¡Que reblinquen!”. Pero no las sardinas… Que reblinquen quienes están en el gobierno municipal o los que ejercen la oposición. Cualquiera nos vale si lo hace para rebelarse y que vuelvan a reponer lo que era un pequeño festejo y un homenaje al Avilés de la mar.

MIlio Mariño / Mi artículo de Opinión de los Lunes

lunes, 1 de agosto de 2016

Samalandrán

Milio Mariño

En la Ría de Avilés, a poco más dos millas del embarcadero que había junto a la Rula vieja, aquella que estaba frente al paso a nivel de Larrañaga, los avilesinos teníamos una playa que llamábamos Samalandrán. Digo llamábamos porque el nombre, oficial, era San Balandrán. Un promontorio de arena flanqueado por un bosque de eucaliptos, un chigre, que lucía el ostentoso letrero de Club de Mar, y un algo extraño que hacía qué fuera diferente a otras playas que conocíamos.

Como palabra, Samalandrán, me parece preciosa. Es sincopa afortunado de San Balandrán y la utilizábamos para nombrar aquel lugar que hizo realidad la leyenda, pues desapareció hará medio siglo, o más. Algunos tuvimos suerte y, en nuestra niñez, pudimos disfrutar de aquel paraje sin saber que era la famosa isla del monje irlandés Balandrán, quien, a finales del siglo VI, después de vagar siete años por el océano, en compañía de otros catorce monjes y abandonando el timón a la voluntad de Dios, llegó a la Ría de Avilés el día de Pascua y desembarcó en una isla, advirtiendo que su viaje había concluido allí. Poco después y, con gran pesar, el monje regresó a Irlanda y escribió un libro en el que relata aquélla expedición, pero los historiadores están empeñados en tomar esta historia por otra leyenda más.

Yo no. A mí no me pueden venir con leyendas porque fui testigo de que allí, en Samalandrán, había una playa que ya no hay. De modo que cumple la principal cualidad de la isla que descubrió el santo irlandés, que es la de aparecer y desaparecer. Cosa que los estudiosos de la historia pasan por alto porque no tienen en cuenta que los magos celtas eran capaces de hacer surgir la tierra del fondo del mar y crear una isla para que los navegantes pudieran descansar. Luego, cuando volvían a zarpar, la isla se sumergía y volvía al fondo del mar.

El recuerdo de Samalandrán vino porque la semana pasada se celebró en Avilés otro festival Intercéltico que tuvo como protagonistas el mar y las islas. Y, como es natural, se hablaría de las islas británicas, pero supongo que pocos, o nadie, pondrían sobre la mesa que nosotros también tenemos un territorio insular. Nada menos que cuatro islas fijas, La Deva, La Ladrona, El Carmen y Hervosa, y una a tiempo parcial, San Balandrán, que ya explique cómo es que aparece y desaparece, aunque no pueda concretar si es por capricho del mago celta o decisión del monje irlandés.

De lo que puedo dar fe es de qué estuve allí: en Samalandrán. Y el viaje no vayan a creer que era cualquier cosa, eran dos millas de travesía en una barca motora que si se cruzaba con algún barco, mercante o de pesca, sufría los embates de un oleaje que los niños temíamos como si se tratara de una galerna. Nos aferrábamos al asiento y quedábamos quietos, siguiendo el consejo de un paisano que iba al timón y nos parecía poco menos que Marco Polo.

Donde estaba Samalandrán, cierto que no hay nada, pero eso no quiere decir que hayamos perdido nuestra isla del tesoro. Hace cincuenta años decidió sumergirse en el fondo de la ría, pero pienso que la añoranza y, sobre todo, el recuerdo de los avilesinos hicieron que recapacitara y volviera a emerger. Lo que ocurre es que ha emergido en un sitio distinto y con un centro cultural a cuestas. Ahora la llaman Isla de la Innovación.

Milio Mariño / Diario La Nueva España / Artículo de Opinión