Por más que el calendario
señale agosto y nuestro patrono San Agustín nos convoque a su semana grande de
festejos, ha llegado el otoño. Lo hemos traído nosotros, aunque apelemos a la
disculpa de que llegó por la vuelta del fútbol y la reunión de Trump y Putin en
Alaska. También se apunta a los árboles, que algunos han guardado el verde en
el armario y se visten de amarillo porque desean que vuelva el frio y caiga
agua del cielo.
Excusas las que queramos,
pero lo cierto es que mucha gente estaba harta del verano, el calor sofocante y
esas alertas que eran avisos y ahora, a fuerza de considerarnos imbéciles, las han
convertido en sentencias a vida o muerte. Juntándolo todo, es fácil llegar a la
conclusión de que el verano no es lo que era y las vacaciones tampoco. Con
ellas, y con el verano, suele pasar como con el sexo, que rara vez está a la
altura de las expectativas que nos habíamos creado.
Esto de que, en agosto, la
gente esté deseando que llegue el otoño no es un capricho, es consecuencia del
cambio climático, algo que muchos todavía ponen en duda y supone una realidad
que apabulla. Están sorprendidos, incluso, los que no tenían dudas y creían, de
forma egoísta, que afectaría a las generaciones futuras. No lo parece. De
momento, está afectando a los abuelos más que a los nietos. Desde finales de
mayo, dependiendo de la metodología que se utilice, se habla de 1.180 y 4.128 muertos por efectos del calor. Casi todos
personas mayores, es cierto, pero los jóvenes harían bien en tomar nota porque,
se supone, aspiran a cumplir años y la previsión es que las cifras empeoren.
El consuelo de los escépticos
es creer que la tierra va a su bola y el mundo a lo suyo. Es decir que el planeta
sigue girando al margen de lo que ocurre en su superficie, sin que las acciones
o decisiones humanas tengan un impacto directo en lo que muchos consideran
exclusivo de la naturaleza. Aseguran que el clima no es cosa nuestra que, en eso,
no tenemos arte ni parte.
Afortunadamente, ahora sabemos más que hace
unos años. Sabemos que muchos de los fenómenos meteorológicos extremos, que en
unos casos inundan ciudades y en otros secan cultivos, asfixian ancianos,
queman los montes y arrasan con todo, se producen por el cambio climático. Quienes
se niegan a reconocerlo demuestran que su postura está más vinculada con las
preferencias ideológicas que con la realidad. Se empeñan en “sostenello y no
enmendallo” aunque, en su interior, sepan que están equivocados. El último
recurso, para salvar la cara, es creer que las catástrofes podemos resolverlas
comprando la solución. Pidiendo más bomberos, más medios aéreos y la
intervención del ejército.
Hoy en día, el 98% de los
científicos afirman que el cambio climático es una realidad, pero basta que un
2% lo niegue para que el 50% de la población se aferre a esa idea. Confían en
que, sin hacer nada, todo acabará resolviéndose. A ver si llueve, decían
algunas autoridades confesando su impotencia ante la magnitud de los incendios.
Este año, igual adelantando el otoño mitigamos el problema, pero el truco es
imposible que sea la solución. El cambio climático no se resuelve con trucos ni
por arte de magia.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España