lunes, 15 de septiembre de 2025

Tener internet y no tener qué comer

Milio Mariño

A finales de agosto contaba un periódico que, allá por Gaza, una madre había prohibido a sus hijos que vieran, en internet, imágenes de hamburguesas y pollos asados porque solo servía para que se hicieran daño. La madre, como todas las madres, trataba de protegerlos y evitar que sufrieran. Les daba lo que podía: buenos consejos. No podía darles comida porque no la tenía.

No es un relato de ciencia ficción, es una historia real como tantas otras que ocurren en Gaza. Nos esforzamos por comprender el mundo y la realidad se encarga de hacerlo incomprensible. En Gaza, hasta hace poco, la gente moría por lo propio de una guerra: las bombas y las balas. Ahora muere por eso y, también, de hambre.

El progreso solemos evaluarlo por el desarrollo de la razón, de la ciencia y la tecnología, pero lo que más progresa son las armas, la crueldad y variedad de formas con las que se puede infringir dolor. Sin piedad, desoyendo los gritos de la inocencia.

De veras que lo intenté, pero sigo sin comprender como es que hay niños que tienen internet y no tienen qué comer. Las comunicaciones han avanzado de tal manera que los niños que no tienen qué comer pueden ver imágenes de suculentas hamburguesas y apetitosos pollos asados mientras nosotros, desde el otro lado, vemos cómo mueren de hambre. Ellos no pueden hacer nada y nosotros, al parecer, tampoco. Somos testigos de crímenes y atrocidades que nos resultan insoportables y lo más que hacemos es apartar la mirada.

Tampoco es nuevo. Lo mismo, o muy parecido, ya pasó otras veces y en otros sitios, así que dentro de unos años alguien se preguntará cómo fue posible que ocurriera. Como fue que nuestra generación presenció, sin hacer nada, que se cometiera un genocidio y ancianos, mujeres y niños fueran asesinados mientras hacían cola para conseguir un poco de agua y, si acaso, algo de comida.

La ONU acaba de confirmar que en los últimos dos meses más de mil palestinos fueron asesinados mientras buscaban comida. Unas víctimas a las que hay que sumar los 210 periodistas que también fueron asesinados mientras buscaban noticias.

Las atrocidades no paran de sucederse mientras los países de la muy civilizada Europa se limitan a mandar ayuda humanitaria como si lo que está ocurriendo en Gaza fuera causado por unas inundaciones, un terremoto o cualquier catástrofe natural. Asombra que asuman ser cómplices, ellos sabrán por qué.

Sin poder quitarme de la cabeza el horror de que, en Gaza, hay niños que mueren de hambre mientras ven imágenes de hamburguesas y pollos asados, seguí con el periódico que estaba leyendo y, dos páginas más adelante, encontré la noticia de que Homei Miyashita, un profesor japonés de la Universidad de Meiji, acaba de crear una aplicación para el móvil que permite lamer la pantalla. Un nuevo y curioso dispositivo con el que la gente podrá experimentar gustos y sabores que podrían asimilarse a la experiencia de algo parecido a comer en un restaurante.

 El progreso es imparable. Esperemos que estos nuevos teléfonos, que lames la pantalla y percibes el gusto de la comida que hayas seleccionado, tarden en comercializarse. Ojala que no acaben llegando a Gaza y caigan en manos de los niños. La maldad es insaciable, nunca tiene bastante.


Milio Mariño / Artículo de Opinión

lunes, 8 de septiembre de 2025

El, triste, Día de Asturias

Milio Mariño

Tanto si llueve como si hace sol, el Día de Asturias volverá a ser un día triste en el que la indiferencia ganará a la celebración. Este año, el lugar elegido es la Comarca de la Sidra, pero da igual dónde se celebre. La fecha, el programa de actos y los festejos parecen más propios de una romería de los años sesenta que de la festividad de una comunidad autónoma del siglo XXI.

A buen seguro que, en 1980, cuando Rafael Fernández, entonces presidente del  ente preautonómico, y Gabino Díaz Merchán, arzobispo de Oviedo, después de una comida en Trascorrales, acordaron que el día de Asturias fuera el 8 de septiembre no imaginaban que, 45 años después, se convertiría en lo que es: una fiesta que carece de relevancia social y no goza del fervor de los asturianos. Al contrario, ha terminado por convertirse en algo alejado y ajeno cuya repercusión pública consiste en el cruce de apuestas sobre la cantidad de improperios que el Arzobispo de Oviedo, desde el púlpito de Covadonga, dedicará a los gobiernos central y autonómico, en base a su reflexión personal, cuyos criterios morales no son, en absoluto, los de la sociedad que enjuicia y siempre acaba condenando.

La tristeza, por tanto, está justificada. El día de Asturias no debería ser un sermón con bronca en Covadonga y una romería, donde toque, con un programa de festejos que produce vergüenza ajena y al que solo le falta el partido de solteros contra casados para completar el despropósito.

Adrián Barbón, que es católico practicante y una persona muy educada y prudente, ya anunció que este año, como el pasado, no quiere molestar y no asistirá a la misa de Covadonga para evitar cualquier polémica. Es lo que debería haber hecho desde el principio por respeto al Estado aconfesional y a que es el Presidente de todos los asturianos.

La indiferencia y el desapego, para con el día de la Comunidad, adquieren una significación especial si tenemos en cuenta que Asturias tiene una identidad bien definida, una personalidad histórica reconocida desde hace siglos y se muestra políticamente activa cuando la ocasión lo requiere. Es más, todos los sondeos y las encuestas indican que, entre los españoles, los asturianos somos los que más queremos a nuestra tierra.

Algo debe fallar. Asturias destaca, en todos los sentidos, como una Comunidad  acogedora, multicultural y, ahora, también multirracial, que puede servir como ejemplo de respeto y concordia al resto de comunidades. Merece, por tanto, una celebración que lo sea de los valores que inspiran su historia, marcada por el peso de la rebeldía, la reivindicación social y la lucha por la libertad. Ninguna otra fecha como el 25 de mayo para conmemorar esos valores y esa conciencia cívica. Ese día, en 1.808, la Junta General de Asturias se declaró soberana frente al vacío de poder que se produjo por la huida del rey Carlos IV y la invasión napoleónica.

Cambiar la fecha no lo arreglaría todo, pero por algo se empieza.  Sería un prometedor comienzo que reforzaría nuestra entidad colectiva. El día de Asturias no debería estar ligado a ninguna religión determinada ni a una supuesta batalla, ahora utilizada por la ultraderecha para esgrimirla contra los inmigrantes, sino a nuestra historia como pueblo ejemplar que siempre luchó por la libertad.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 1 de septiembre de 2025

Chifladuras y realidades

Milio Mariño

Me gustan las chifladuras. Sé que tienen una connotación negativa porque se asocian con la insensatez y la falta de juicio, pero proporcionan historias preciosas. Son un pacto entre la razón y la locura. Por eso me gustan y reservo el verano para los libros más peculiares y extravagantes que voy comprando en los mercadillos. Uno, el que estoy leyendo, trata sobre las plantas y en él se dice que no es verdad que las plantas carezcan de movilidad. Para demostrarlo, ponen en boca de Darwin que las plantas se mueven, pero solo por interés, cuando les representa algún beneficio.

No me preocupé por averiguar si Darwin dijo tal cosa. De todas maneras, tiene su lógica. La creencia de que las plantas son seres inferiores carentes de sensibilidad, fue rebatida por el biólogo y filósofo austrohúngaro Raoul Francé, quien publicó ocho volúmenes sobre el tema, asegurando que sienten dolor y placer, son inteligentes y es posible que tengan alma. Podemos pensar que es una chifladura, pero también pensábamos que Dios nos había hecho a su imagen y semejanza y luego resultó que nos hizo a semejanza de los monos. Así que cuidado.

Uno de nuestros mayores defectos es presumir de qué lo sabemos todo y solo nos falta saber lo que hay en otros planetas. La verdad es que apenas sabemos lo que hay en la tierra. Aristóteles decía que las plantas tienen alma, un alma vegetativa exenta de sensibilidad. Opinión que permaneció invariable hasta el siglo XVII, cuando Carl Von Linneo, padre de la botánica moderna, afirmó que las plantas sólo se diferencian de los animales y los humanos en que carecen de movilidad. Luego, como apuntamos antes, Darwin y otros colegas lo corrigieron diciendo que las plantas se mueven y que si no lo advertimos es porque no tenemos paciencia y no nos tomamos el tiempo suficiente para observarlas.

Llevan razón. Siempre vamos con prisa y nos trae sin cuidado que las plantas se muevan o prefieran no moverse como nosotros el sofá. Tampoco nos preguntamos cómo es que cuando las raíces de una planta encuentran un obstáculo lo sortean, o cómo, si a una planta trepadora le ponemos un palo, se agarra a él y trepa. Dos acciones que demuestran que las plantas son capaces de percibir lo que las rodea y decidir lo que les conviene. ¿Acaso la planta puede ver el palo? ¿Siente que está a su lado por alguna razón misteriosa?...

Ya les digo, estaba fascinado con aquel libro. No era para menos. Me había permitido entrar en el mundo mágico de las plantas y saber que también fueron vistas de forma diferente por los celtas.

A la certeza de que las plantas nos cautivan con sus aromas, nos alimentan, proporcionan oxígeno para nuestra vida y tienen propiedades medicinales, había que añadir los atributos que apuntaban en el libro.

Estaba empezando a ver las plantas de otra manera. Pero, entonces, surgió la oleada de incendios y se esfumó la magia. Si las plantas son inteligentes y capaces de moverse, aunque sea por interés como decía Darwin, cómo es que no salieron corriendo cuando las amenazaba el fuego. Solo me queda una esperanza, que hicieran como dice una anciana de Ourense que hizo la virgen de su parroquia, que no hizo nada y dejó que la ermita se quemara para salvar al pueblo. 


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 25 de agosto de 2025

Otoño en Agosto

Milio Mariño

Por más que el calendario señale agosto y nuestro patrono San Agustín nos convoque a su semana grande de festejos, ha llegado el otoño. Lo hemos traído nosotros, aunque apelemos a la disculpa de que llegó por la vuelta del fútbol y la reunión de Trump y Putin en Alaska. También se apunta a los árboles, que algunos han guardado el verde en el armario y se visten de amarillo porque desean que vuelva el frio y caiga agua del cielo.

Excusas las que queramos, pero lo cierto es que mucha gente estaba harta del verano, el calor sofocante y esas alertas que eran avisos y ahora, a fuerza de considerarnos imbéciles, las han convertido en sentencias a vida o muerte. Juntándolo todo, es fácil llegar a la conclusión de que el verano no es lo que era y las vacaciones tampoco. Con ellas, y con el verano, suele pasar como con el sexo, que rara vez está a la altura de las expectativas que nos habíamos creado.

Esto de que, en agosto, la gente esté deseando que llegue el otoño no es un capricho, es consecuencia del cambio climático, algo que muchos todavía ponen en duda y supone una realidad que apabulla. Están sorprendidos, incluso, los que no tenían dudas y creían, de forma egoísta, que afectaría a las generaciones futuras. No lo parece. De momento, está afectando a los abuelos más que a los nietos. Desde finales de mayo, dependiendo de la metodología que se utilice, se habla de 1.180 y 4.128  muertos por efectos del calor. Casi todos personas mayores, es cierto, pero los jóvenes harían bien en tomar nota porque, se supone, aspiran a cumplir años y la previsión es que las cifras empeoren.

El consuelo de los escépticos es creer que la tierra va a su bola y el mundo a lo suyo. Es decir que el planeta sigue girando al margen de lo que ocurre en su superficie, sin que las acciones o decisiones humanas tengan un impacto directo en lo que muchos consideran exclusivo de la naturaleza. Aseguran que el clima no es cosa nuestra que, en eso, no tenemos arte ni parte.

 Afortunadamente, ahora sabemos más que hace unos años. Sabemos que muchos de los fenómenos meteorológicos extremos, que en unos casos inundan ciudades y en otros secan cultivos, asfixian ancianos, queman los montes y arrasan con todo, se producen por el cambio climático. Quienes se niegan a reconocerlo demuestran que su postura está más vinculada con las preferencias ideológicas que con la realidad. Se empeñan en “sostenello y no enmendallo” aunque, en su interior, sepan que están equivocados. El último recurso, para salvar la cara, es creer que las catástrofes podemos resolverlas comprando la solución. Pidiendo más bomberos, más medios aéreos y la intervención del ejército.

Hoy en día, el 98% de los científicos afirman que el cambio climático es una realidad, pero basta que un 2% lo niegue para que el 50% de la población se aferre a esa idea. Confían en que, sin hacer nada, todo acabará resolviéndose. A ver si llueve, decían algunas autoridades confesando su impotencia ante la magnitud de los incendios. Este año, igual adelantando el otoño mitigamos el problema, pero el truco es imposible que sea la solución. El cambio climático no se resuelve con trucos ni por arte de magia.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 18 de agosto de 2025

Ricos paisajes para pobres sin recursos

Milio Mariño

En esta próspera España, ahora mismo el país que más crece de Europa, hay mucha gente que no tiene dinero ni para tres días de vacaciones. La economía mejora, pero no para todos. Aquí solo disfrutan los ricos y los que somos ricos en ilusiones, cobramos la pensión y la paga extra de julio y pensamos que si ya vivimos en el paraíso sería absurdo que fuéramos a otro sitio y nos asáramos como pollos. Así que pasamos el verano en Asturias, disfrutando de lo nuestro con sentido del humor del bueno, que es el que alegra la vida, no como el de aquel al que preguntaron y dijo que el sentido del humor era una deposición de ánimo.

Disfrutar del paraíso, en verano, solo tiene el inconveniente de que estamos expuestos a padecer el frívolo exhibicionismo de quienes vienen de vacaciones y se creen superiores porque entienden que somos indígenas sin recursos que deberíamos estarles agradecidos por su visita y sus euros.

Ese es el problema, que estamos expuestos a que pueda aparecer alguien que piense que su lugar en la sociedad debería ser más alto y aproveche para elevarlo cuando se tropieza contigo. El viejo consejo de que conviene tener los pies en la tierra deja de tener vigencia en tiempo de vacaciones.  Con la brisa de nuestro clima es fácil que cualquiera se eleve y sobrevuele por encima del resto de los mortales. Sobre todo si es urbanita y no está acostumbrado a una intemperie que abarca la grandiosidad del mar y la belleza de unas olas que emergen y se desmoronan convertidas en un engarce de perlas grises y blancas.

Un sentimiento menos poético y más parecido a la estupidez, debió ser lo que impulsó a una señora, entrada en años, que se sentó justo al lado de la mesa donde yo estaba, en el chiringuito de la playa de Bahinas. Había llegado con una familia, supongo que orgullosa de su tierra, que le habría hablado de la belleza de aquel lugar  y decidieron llevarla para que lo conociera. La señora apenas se molestó en echar un vistazo, enseguida se procuró una asilla y, una vez que estuvo acomodada, dijo con una insufrible voz de soprano: La playita no está mal, tiene su encanto, pero sé nota que es un sitio de pobres.

Estuve en un tris de pedirle disculpas por no enriquecer el entorno y estropearle el disfrute. Allí sentado, sentí que me había convertido en notario de la pobreza. Al final, cuando me repuse del desconcierto, aguanté las ganas y no dije nada, pero no se imaginan la cantidad de veces que me he arrepentido. Y sigo arrepintiéndome de haber callado y no haber puesto en valor la riqueza de aquel entorno injustamente despreciado. Tenía que haberle dicho que la soberbia es el relincho de los ególatras engreídos.

La señora se marchó al poco rato, seguramente porque debía estar a disgusto en un ambiente que no era el suyo. Y allí quedé yo, intentando convencerme de que no soy gilipollas del todo y reflexionando sobre a quién pertenece la soberanía de los espacios naturales que son auténticas preciosidades. A veces reaccionamos de una manera tan incomprensible que hasta me entró la duda de si habrá zonas que los pobres acaparamos y no nos corresponde disfrutarlas en exclusiva.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 11 de agosto de 2025

Los eclipses pueden costar un ojo de la cara

Milio Mariño

Después de la rueda de prensa que siguió al Consejo de Ministros, antes de las vacaciones, el Gobierno anunció que había creado y puesto a trabajar a un grupo de altos cargos, de trece ministerios, para que planifiquen y organicen lo que sea necesario, al objeto de que no haya problemas con los tres eclipses de sol que están previstos para el año que viene, el siguiente y el otro.

Intenté razonar en serio, pero me costaba creerlo. Que un país alegre y despreocupado, como el nuestro, que se caracteriza por la improvisación, adopte medidas que no suscriben ni los más previsores es tan increíble que parece un despropósito. Y, tal vez lo sea si tenemos en cuenta que el primer eclipse se producirá el 12 de agosto de 2026, a las ocho y media de la tarde, y durará 1,48 minutos.

No me olvido de que también tendremos eclipses los dos años siguientes y no habrá otro hasta 2.081, pero ni con esas creo que esté justificado semejante despliegue. Aunque la disculpa sea que millones de personas estarán esperando ese momento, y hay que protegerlas, no puede ser que el Estado gaste una millonada en decirle a la gente que evite mirar al sol y en regalar gafas negras para que no utilicen inventos caseros. Si el Estado decide asumir, a su cargo, la responsabilidad de evitar irresponsabilidades, el gasto será estratosférico. No habrá presupuesto que lo resista.

 El grupo que se ha creado, presidido por el Secretario de Estado de Ciencia, dice que su misión es prevenir riesgos y garantizar que millones de personas puedan observar los eclipses de forma segura y sin poner en jaque al sistema. Un objetivo que vuelve a reabrir el debate sobre si lo que llamamos Estado de Bienestar debe ser un modelo de Estado que garantice el bienestar de los ciudadanos, proporcionando servicios básicos como salud, educación y pensiones, o debe ir más allá y protegerlos, también, cuando se empeñan en hacer tonterías.

Hay datos que corroboran que la estupidez va en aumento y cada vez está más subvencionada. Ya me dirán si tiene sentido ese letrero que pone: Mire antes de cruzar. Ejemplos iguales o perecidos encontramos a montones. Un hotel de Mallorca ha colocado en sus habitaciones y en varios idiomas: El balcón no es un trampolín.

Aunque la inteligencia artificial avanza, avanza todavía más la estupidez humana. En estos últimos años han muerto 379 personas por hacerse selfies en sitios peligrosos. La explicación de los siquiatras es que las emociones fuertes pueden más que el instinto de protección. Pues nada, qué se le va a hacer… Si la estupidez no tiene límites, servirá de poco que las autoridades contemplen acciones de prevención para cuando se produzcan los eclipses. Existe el deber de auxilio, es cierto, pero habría que ver hasta qué punto está justificado que el Estado auxilie, con el dinero de los contribuyentes, a los insensatos que decidan hacer idioteces. 

Si el Estado se ha propuesto evitar los problemas que puedan surgir por la contemplación de los eclipses, en vez de crear una comisión de expertos, para proteger a los imbéciles de sus imbecilidades, mejor sería que empezara con una campaña de vacunación intelectual, a todos los niveles, contra la estupidez. Saldría más barato y sería más eficaz.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 4 de agosto de 2025

El carrito de los helados

Milio Mariño

Mientras disfrutaba de la sombra nemorosa de un árbol viejo, la memoria se me fue al cielo y rescató del olvido el carrito de los helados. Lo citaban en el periódico y recordé que era una especie de cajón de madera, de metro y medio de largo, que tenía dos pequeñas ruedas, un varal para manejarlo y se adornaba en el centro con tres brillantes conos metálicos.

A los mandos de aquel artilugio, iba un señor que recitaba, a voz en grito: ¡Al rico helado!... Tutti frutti, vainilla, chocolate, mantecado…  

En mi memoria infantil había quedado grabada la imagen de un hombre que tiraba del carrito hasta situarlo en un sitio estratégico. Lo recuerdo como una especie de mago, vestido con una chaqueta blanca, que cogía una curiosa herramienta, la sumergía en un recipiente con agua, levantaba la tapa, introducía la mano y sacaba, por arte de magia, una bola de placer y frescura que podía llevarte a un estado de levitación alienígena.

En el periódico que estaba leyendo decían que habían cogido a alguien con el carrito del helado y me produjo una alegría tremenda. Hacía tantos años que no veía un carrito ni un heladero, qué supuse que sería noticia por la novedad de que volvieran. Pero seguí leyendo y acabé indignado ante la gran injusticia de que hayan convertido al carrito de los helados en un símbolo de culpabilidad. Por lo visto, a cualquiera que pillan haciendo algo malo dicen que lo han pillado con el carrito del helado. Han pasado de aquella frase, con las manos en la masa, a esta que tampoco tiene relación con la fechoría. Ni el panadero entonces ni el heladero ahora, han hecho méritos para que los mezclen en asuntos turbios. La única razón que se me ocurre es que quienes aluden al carrito del helado sean malos poetas que no alcanzan a componer un soneto y se conforman con un pareado. Ni el carrito ni el heladero vienen a cuento cuando se trata de sinvergüenzas, mentirosos o corruptos.

Se empeñan en confundirnos y me temo que lo están consiguiendo. Las nuevas generaciones, la gente de ahora, lo mismo piensa que el carrito del helado, tantas veces aludido, era un carrito repleto de monedas de oro, billetes de banco, chanchullos, falsos empleos para las amantes de los corruptos, comisiones ilegales, mentiras en los currículum, felonías, favores, pelotazos…  Todo lo malo que se nos ocurra y pueda caber en un carrito.

El desprestigio del carrito del helado supone una gran injusticia y es necesario restaurar su buen nombre. En otros tiempos, cuando un servidor era niño, al que pillábamos con el carrito de los helados no lo pillábamos cometiendo una fechoría sino haciendo un trabajo humilde y honrado que, seguramente, estaba mal pagado y era una mezcla de dedicación y altruismo solo comparable a otros oficios, con vocación de servicio público, como pueden ser el de castañero o barquillero.

Poner al carrito de los helados como símbolo de culpabilidad es confundir al personal y tratar de restar importancia a las tropelías de los sinvergüenzas. Dicen lo del carrito y hay gente que se lo cree. Por eso conviene insistir, si es necesario, hasta la saciedad: el carrito de los helados solo almacena helados de cucurucho y de corte. La corrupción no va en carrito, va en coche.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España