lunes, 12 de mayo de 2025

Comer como un cura

Milio Mariño

El abrumador despliegue mediático en torno a la elección del Papa y la expectación que se creó sobre si supondría un cambio o una continuidad, fueron propicios para avivar viejos recuerdos relacionados con el clero. También ayudaron otras noticias como que los cocineros y camareros seleccionados para atender a los Cardenales del cónclave, tuvieran que firmar, previamente, un juramento  de confidencialidad. Requisito que no impidió que supiéramos que los menús debían ser frugales para evitar que sus eminencias pudieran verse afectados por incomodas flatulencias que, al decir de Quevedo, son aire que sale por un descuido y vaga como alma en pena.

Coincidiendo con las revelaciones sobre el menú, el diario “Corriera della Sera” nos puso al tanto de unas declaraciones del arzobispo jubilado Anselmo Guido Pecorari en las que decía que un cardenal extranjero, del que omitía su nombre por amistad, había invitado a otros colegas a su habitación, después de cenar, y habían consumido todos los licores del minibar, creyendo que eran gratis. Decisión de la que se arrepintió, al día siguiente, cuando vio que los cargaban en su cuenta.

Esta anécdota y lo que se dijo sobre la frugalidad de las comidas que sirvieron en el cónclave, nos llevan a la fama que tuvieron los curas en cuanto al buen comer y la buena vida. La antigua y popular frase: comí como un cura, se atribuye a un episodio ocurrido en Santiago de Compostela a principio de los años cincuenta. Entonces eran tiempos de escasez y comer mucho y bien en un restaurante estaba al alcance de pocos y sucedía en ocasiones muy especiales. Así fue que un comensal dijo en voz alta comí como un cura y se encontró con una respuesta inesperada: ¡Querrá decir que comió como un animal de bellota!, dijo un cura desde otra mesa. Viene a ser lo mismo, no advierto la diferencia, respondió el aludido.

Los curas, los obispos y, especialmente, los cardenales tienen fama de saber elegir con esmero los placeres de la mesa, incluido el buen vino. La expresión “boccato di cardinale”, que usamos para referirnos a un bocado exquisito, viene de su boca, no de la nuestra. Certifica que la cocina vaticana ha brillado, durante más de veinte siglos, por su excelencia y por encima de cualquier moda. En el Vaticano siempre se ha comido lo mejor de lo mejor. Algo que no tiene que ver con la gula, sino con la calidad. Por eso no se considera pecado que a la jerarquía eclesiástica le guste comer bien. El sobrepeso, que suele ser común en el ámbito sacerdotal, puede suponer un riesgo cardiovascular, pero en ningún modo impide el buen ejercicio de la acción pastoral.

Cuesta entender que insistieran en la sobriedad de la comida de sus eminencias. Más que de un cónclave parecía que fueran menús de hospital.  Alguien debió pensar que la cocina es buen lugar para el diablo y mejor evitar tentaciones. Mejor que no pase lo que, cuentan, le pasó a un cura que comió una suculenta fabada y, a eso de la media tarde, tuvo que sentarse a confesar. Lo intentó con todas sus fuerzas, pero el gas pudo más que su voluntad y una señora, que acaba de arrodillarse en el confesionario, dijo: Por Dios, que mal huele aquí. Son sus pecados, señora, respondió el cura. Trae usted unos pecados que huelen fatal.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 5 de mayo de 2025

El apagón alumbró la cordura

Milio Mariño

Una semana después, desconocemos qué pudo pasar. El apagón que nos dejó siete horas sin luz no parece que fuera culpa del chachachá, pero tampoco lo descarten. Buscar culpables en base a razones inverosímiles es el recurso que emplean quienes utilizan el mondongo cerebral para manipular la realidad y darle una bofetada a quien tengan en el punto de mira.

Pedro Sánchez se las lleva todas. Esta vez le han atizado por el apagón y las consecuencias. Lo consideran culpable de que los trenes hayan parado en los túneles, muchas personas quedaran atrapadas en los ascensores y hasta de que un tendero de Madrid intentara aprovecharse y vender por 50 euros una radio vieja que tenía en el escaparate y ponía 17 en la etiqueta.

La casuística de damnificados daría para mil páginas y estaría incompleta. Me refiero a damnificados de verdad. También hubo de los otros, pero incluso sumándolos todos fueron más los que entendieron la situación, mantuvieron la calma y se portaron con un civismo ejemplar. No había motivos para temer nada grave y menos para que las Comunidades gobernadas por el PP pidieran al Gobierno Central que decretara el estado de alarma y se hiciera cargo de la situación. Y, si no había motivos para una medida así, imaginen los que había para que la Presidenta de la Comunidad de Madrid pidiera al Gobierno que movilizara al Ejército y lo desplegara en las calles para mantener el orden. Una petición propia de alguien que hizo frente a una catástrofe sanitaria firmando un protocolo que dejó sin asistencia médica a miles de ancianos y que, incluso, defiende la gestión de Mazón, en la Dana, desde su puesto de mando en El Ventorro.

Alarmismos aparte, el apagón acabó resolviéndose de forma aceptable. Conviene tenerlo en cuenta porque, en los momentos críticos, cuando lo más importante era tranquilizar a la ciudadanía y no intentar sacar rédito político, hubo quien pidió la intervención del ejército, en previsión de que nos dedicáramos al saqueo y el pillaje. Era lo que pensaban quienes estaban mandándonos un recado que venía a decir algo así como: si no han tenido suficiente para desengañarse ahí tienen: la pandemia, el volcán de La Palma, las inundaciones de Valencia, la muerte del Papa, y ahora esto. Qué más quieren. La única forma de que no sigan ocurriendo desgracias es que gobernemos nosotros.

La gente sana y bien intencionada pensará que las Comunidades Autónomas que pidieron al Gobierno que se hiciera cargo de la situación, fue porque no se consideraban capaces de hacer frente al problema. Ni lo sueñen. Lo hicieron porque preveían que ocurriría un desastre y querían imputárselo a Pedro Sánchez.

Las malas artes acaban descubriéndose. Hubo quien trató de envenenar la situación y consiguió que sacáramos lo mejor de nosotros. Ahora que pasó todo convendría que reflexionáramos sobre las intenciones de quienes intentaron generar más alarma y se encontraron con unos valores que muchas veces permanecen ocultos, pero emergen cuando son necesarios.  

Que el apagón acabara resolviéndose bien tal vez no fuera mérito del Gobierno. Si tenemos en cuenta que en otros países hubo apagones masivos y tardaron días en resolverlos, algún mérito hay que darle. Pero a quien corresponde colgarse medallas es a la sociedad española, una sociedad que demostró un civismo que dejó boquiabiertos a quienes pretendían sacar rédito de la desgracia.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


jueves, 1 de mayo de 2025

Ni por épica ni por estética

Milio Mariño

Influido, y muy de acuerdo, con eso de que cuando nos vestimos nos unimos a un grupo y le contamos al mundo quién somos, andaba yo estos días ojo avizor por las terrazas del Parche y Las Meanas, observando al personal para comprobar si la estética dominante se corresponde con la tendencia que, dicen, hace furor en los jóvenes y los está llevando hacia la ultraderecha.  

Miraba sin disimular, aun a riesgo de que pensaran que soy un viejo mirón, pero era incapaz de distinguir, por la forma de vestir, a tantos jóvenes ultra como, al parecer, dicen que hay. Cosa que, en principio achaqué a la catarata que tengo en el ojo izquierdo y avanza sin remisión hacia el láser reparador, aunque luego, a fuerza de mirar, llegué a la conclusión de que ni yo ni nadie puede saber la ideología de un joven por lo que lleva puesto. Todo un problema porque así, a simple vista, no sabes con quién te la juegas.

 Antes, en mí época, era diferente. Entonces se distinguía fácilmente a los rojos por las malas pintas que llevábamos. Lucíamos unos pelos, unas barbas, unas camisas a cuadros y unas chaquetas de pana barata que cantaban a un kilómetro de distancia.  Eso nosotros; las chicas aún lo tenían peor. Además de asimilarlas a nuestra ideología las llamaban guarras porque iban con unas minifaldas cortísimas, algunas sin sujetador y se había difundido la leyenda de que no se depilaban el sobaco y, en cambio, sí lo de más abajo.

Distinguirnos era muy fácil porque enfrente solían estar los de uniforme gris y los que vestían traje y corbata y se cortaban el pelo casi como en la mili. Bastaba una simple mirada para saber quién era quién. Y sí, en vez de la vista, hablamos del oído ya ni les cuento. Había un abismo entre la música que escuchábamos y la patriótica canción española. Pasaba otro tanto con la literatura, el cine, el teatro…

Compartíamos una estética, unos valores y unas expectativas que, claramente, nos diferenciaban. Por eso mi empeño en buscar referencias de este giro hacia la ultraderecha. Empeño que fue inútil porque no creo que sirva como referente estético aquel mamarracho que en el asalto al Capitolio iba con el torso descubierto y una cabeza de búfalo, disfrazado de vikingo. Tampoco parece que sirva la música para definir y distinguir a la derecha más ultra. El tema más conocido tal vez sea Seven Nation Army, de los White Stripes, pero el propio grupo demandó a Trump por su utilización y aquí en España fue usado para poner música al desgraciado slogan: ¡Que te vote Txapote! En resumidas cuentas, nada de nada.

La extrema derecha no tiene ningún signo propio de distinción. No tiene épica ni estética, tiene freaks como Donald Trump y Javier Milei, pero nada más. De ahí que insista en preguntar cómo es posible que los jóvenes se estén dejando seducir por gente que dice muy poco en favor de la especie humana. Claro que, a lo mejor, es mentira que los jóvenes se estén haciendo fascistas. Sería como seguir arando con bueyes. Una obstinación incomprensible por más que haya quien lo considere un acto de rebeldía. Aún con eso, todavía tengo mis dudas. Me mosquea que tengan por elegancia ir de fiesta vestidos con una chaqueta de chándal.


Milio Mariño /Artículo de Opinión / La Nueva España

 


lunes, 21 de abril de 2025

Risas de Pascua

Milio Mariño

Los avilesinos de nacimiento, y los que no lo son pero ejercen y se portan como si lo fueran, celebramos el lunes de Pascua con la tradicional comida en la calle. Una comida que tal vez no sea excelente en cuanto a los manjares que se degustan, pero lo es en cuanto al momento que procura. La propuesta invita a que cada cual festeje lo que le apetezca. No se pregunta ni hay que justificar el motivo. Habrá quien lo haga por la resurrección de Cristo, por el retorno de la primavera o porque le apetece reírse de los tiranos con tupé de panoja reina que ponen aranceles a la inteligencia. La fiesta es sinónimo de travesura y esta de Pascua se celebra con el pretexto de una efemérides religiosa o la disculpa de procurar alegría para hacer más llevadera la vida. Se celebra según sea el sitio y se tenga por costumbre.

Esta costumbre nuestra, de comer en la calle el lunes de Pascua, es especial por el escenario y la oportunidad de compartir sensaciones. Apenas hay constancia de que lo hagan en otros lugares. Hacen algo parecido en Haux, Francia, donde rompen 4.500 huevos en una sartén gigante, para cocinar una enorme tortilla de Pascua, que luego sirven a más de mil comensales que se reúnen en la plaza del pueblo.

Sin saberlo, y de muy distinta manera, somos herederos de lo que hace siglos estuvo muy extendido por toda la cristiandad. Lo llamaban “Risus Paschalis”. Las Risas de Pascua. La necesidad de reírnos y pasarlo bien después de la cuaresma.

Los sacerdotes cristianos habían advertido que después de los sacrificios y las privaciones de la cuaresma, en la fiesta de Pascua, convenía no ser tan serios porque, si no había alegría, los templos estarían vacíos y los fieles se dormirían durante los sermones. Los teólogos que defendieron la risa pascual lo hacían desde la óptica de marcar un contraste entre los rigores de la Semana Santa y la inmensa alegría por la resurrección de Cristo. El propio cardenal Ratzinger evocaba que los sacerdotes contaran historias capaces de hacer reír a los fieles y en las iglesias resonaran sus risas alegres. Hans Fluck, uno de los primeros en estudiar qué eran las Risas de Pascua, consideraba, en 1934, que los predicadores debieron echar mano de chascarrillos cada vez más atrevidos, para entretener a los fieles, y que el avance del progreso y la civilización, en el siglo XIX, habrían sido la causa del declive de esta vieja costumbre.

La antropóloga y teóloga italiana María Caterina Jacobelli publicó, en 1.990, una investigación muy documentada sobre “Risus Paschalis”. Explicaba por qué había causado un gran escándalo y airadas protestas de humanistas como Erasmo de Rotterdam. Entraba en más detalles que Hans Fluck y explicaba que la risa pascual consistía en que los sacerdotes pronunciaban el sermón de Pascua incluyendo chistes verdes y diversas bufonadas, llegando a levantarse la sotana para exhibir los genitales y realizar gestos y remedos de relaciones heterosexuales, o incluso homosexuales, y todo ello con el fin de hacer reír al auditorio.

Ya ven qué cosas. Y todo para procurar que la gente se divierta y sea feliz en Pascua. Un logro que, en Avilés, hemos conseguido con creces comiendo en la calle el lunes del Bollo. Hay lugares que saben a gloria y son solo para nosotros.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 14 de abril de 2025

El kit de la cuestión

Milio Mariño

Ahora que nos hemos recobrado del susto es oportuno apuntar que, como en todos los Apocalipsis que nos han precedido a lo largo y ancho de la historia, en este que patrocina Trump y anuncia la Unión Europea, también habrá vida después de la tragedia. Cae de cajón. Si no la hubiera, Úrsula von der Leyen no nos recomendaría  un kit de supervivencia. El mundo se iría a la mierda y nosotros con él. Así que mejor aparcamos los arrebatos y las soluciones tipo inventos del TBO y nos hacemos a la idea de que estamos en el umbral de un momento histórico que dará paso al siguiente. Eso es todo.

Acepto que no es poco, pero allá cada cual como entienda el kit de la cuestión. Sirve lo mismo para los que se creen muy listos y ya tienen el kit en su mochila como para quienes nos consideramos gente normal y creemos que nos toman por idiotas.

Anuncian el Apocalipsis y se quedan tan tranquilos. Si por lo menos dijeran la fecha, nos daría tiempo a fundir nuestros ahorros y disfrutar a tope hasta que nos llegue la hora. Pero no dan pistas. Lo cual confirma lo dicho. La invitación a que preparemos un kit de supervivencia es una forma de meternos miedo para que nos vayamos haciendo a la idea de que viviremos peor. Ese es el quid y no el otro, pero nos subestiman de tal manera que ni siquiera se molestan en discurrir algo que tenga sentido. Piensan que así, por las buenas, vamos a creer que podemos sobrevivir a una catástrofe bélica, económica, natural o sanitaria con la fotocopia del DNI, un poco de dinero en efectivo, una caja de paracetamol, un transistor, una linterna, una navaja suiza y dos o tres botellas de agua.

La culpa es nuestra. Llevamos demasiado tiempo creyendo todo lo que nos dicen. En lugar de pedirles cuentas y preguntar a qué viene amenazarnos con el Apocalipsis, nos enzarzamos en discusiones tontas sobre sí no sería mejor incluir tres latas de fabada, un rollo de papel higiénico y el cargador del móvil. Es de locos. La histeria se ha apoderado de nosotros y nos tiene sorbido el coco. Hemos caído en la trampa de activar el modo automático y ya ni pensamos.

Nos manejan como quieren. Hasta hace poco, sobrevivir significaba la angustia de muchas familias que hacían equilibrios, y a veces milagros, para llegar a fin de mes, pero hora, después del kit, ya significa otra cosa. Ahora, sobrevivir significa que tendremos que prescindir de lo que considerábamos básico para ir tirando y arreglarnos, solo, con lo imprescindible.

Menudo descubrimiento dirán los que venían haciendo eso mismo desde hace años. Exacto, pero el anuncio es otra vuelta de tuerca. La sugerencia del kit no es inocente, es para que nos vayamos haciendo a la idea de que, a cambio de seguir vivos, tendremos que vivir peor. Y, no se lo pierdan, pretenden que les estemos agradecidos por habernos avisado.

Esperaba otra cosa de la Unión Europea. Creía que sí, de verdad, vaticinan un Apocalipsis y entienden que estamos al borde de la catástrofe, nos tranquilizarían con un kit de supervivencia que incluyera empleos y salarios decentes, viviendas accesibles, pensiones dignas y una sanidad pública sin listas de espera. Sobrevivir con menos igual no merece la pena.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 7 de abril de 2025

La muerte confirma que había vida en la mina

Milio Mariño

De la vida me acuerdo, pero dónde está, se preguntaba Gil de Biedma en uno de sus poemas. La pregunta es complicada y difícil de responder. Creemos que vamos hacia adelante, pero quien sabe si la vida no está en el pasado. Allí estuvo y, lo mismo, allí se quedó. Algunas veces vuelve cuando no podemos dormir y apelamos a los recuerdos y otras cuando nos despertamos con noticias como la de los cinco mineros que fallecieron en la mina de Cerredo. Entonces nos damos cuenta de que morir es parte de la vida y también de que quienes rodean los féretros y consuelan a las familias se están consolando a ellos mismos.

Sorprende, y no debería, la solidaridad de los mineros. Se fragua en la naturaleza de su trabajo y en qué su vida depende del compañero. Esa cercanía crea un vínculo indestructible. Los hace más fuertes. Perciben el peligro y sienten miedo, pero son valientes sin saberlo.  

Hablando de los cinco mineros que fallecieron en Degaña, la Vicepresidenta y Ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, dijo que en el siglo XXI nadie debería morir así. Estoy de acuerdo. Todos creíamos que la minería y los mineros del carbón eran cosa del pasado. En el año 2010, cumpliendo órdenes de Bruselas, el Gobierno decretó el cierre de todas las minas no competitivas, que era como se consideraban las de carbón. En Asturias recordamos aquellas fechas por las huelgas, manifestaciones, enfrentamientos con la policía, cortes de carretera y, al final, lágrimas y resignación. Los mineros recibieron el definitivo golpe de gracia y la sociedad se apresuró a pasar página. Tres décadas atrás había 50.000 mineros y se pasaba, prácticamente, a ninguno. Se cerraba una época y no faltaron algunos reproches porque decían que los despedidos percibían unas indemnizaciones y unos subsidios demasiado elevados.

Poco tardó Bruselas en corregir aquella decisión que parecía definitiva. A finales del siglo XX la minería se veía antigua y prescindible, pero para sorpresa de  los incautos, entre los que me incluyo, que creíamos que en el siglo XXI era lógico que las minas desaparecieran, resulta que les hicieron un lifting y nos las devolvieron con otra cara y un nombre distinto. Hablaban de tierras raras y nos mirábamos con asombro porque no sabíamos de qué se trataba. No sabíamos que la minería había vuelto de tapadillo.

Ni las autoridades, ni los medios, informaron de que la minería volvía a primera línea por la necesidad que tiene Europa de extraer minerales estratégicos. A la chita callando, se dieron autorizaciones, y dinero público, para abrir, de nuevo, las minas con la excusa de investigar la presencia de minerales susceptibles de ser extraídos. Sin mencionar las minas ni, por supuesto, a los mineros empezamos a oír que el bienestar del futuro pasaba por extraer minerales que desconocíamos que existieran como el cerio, el europio, o el iterbio. Esgrimiendo esa excusa, una empresa, Blue Solving, contaba con dos licencias para trabajar en la mina de Cerredo, en Degaña, entre las que no figuraba la extracción de carbón.

Nadie imaginaba que el trabajo de minero hubiera resucitado y vuelto a la vida. De la vida me acuerdo pero dónde está, se preguntaba el poeta. Ahora lo sabemos. Esta donde estuvo. Había vuelto a la mina y fue la muerte quien nos avisó de la triste noticia.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 31 de marzo de 2025

El silencio de los árboles

Milio Mariño

Cuando estaba dándole vueltas a qué escribir esta semana recordé que hace diez días, el pasado 21 de marzo, se celebró el Día mundial del Árbol. No soy muy dado a estas celebraciones, pero mientras desayunaba leí la noticia y no pude refrenar el impulso de acariciar unos árboles que plantó mi bisabuelo, un peral y tres higueras, que siguen vivos y, según pude comprobar, fieles a la tradición de reverdecer en primavera.

Pasé la mano por la corteza, noté los estragos de la vejez y me estremecí de la cabeza a los pies. Pero luego miré las ramas y vi que ya empiezan a sonreír, a su silvestre manera. Fue un alivio. Dicen que, a nivel mental, es muy recomendable abrazar un árbol porque mejora los estados de depresión, cura la ansiedad y ayuda a que liberemos los pensamientos negativos, pero no me gusta la arboterapia. Creo que es injusto que utilicemos los árboles para traspasarles nuestras miserias.  Así que, ya digo, prefiero acariciarlos.

Estos árboles, de los que hablo y presumo, los he recibido en herencia. Aún con eso, casi que no me atrevo a decir que son míos porque pertenecen a la memoria de mis antepasados y a los miles de pájaros que, a lo largo de estos años, los habrán entretenido y acompañado. Me limito a quererlos y los disfruto por más que confesar estas cosas suponga una debilidad woke que tal vez se asocie con la defensa del medio ambiente y el sentimentalismo. No me importa. Siempre que puedo me apunto a las emociones de los pequeños actos cotidianos. Sigue asombrándome que, cada año, vuelva la primavera incluso donde hay horror y el dolor campa a sus anchas cómo es el caso de Gaza.  

No sé si estarán al tanto de que Israel, además de matar a miles de Palestinos, también está matando miles de olivos. Los soldados tienen orden de destruirlos y, al parecer, sienten predilección por los más viejos. La explicación de los altos mandos militares es que tienen que hacerlo por razones de seguridad.

Se entiende mal que los árboles sean un peligro. Talarlos o arrancarlos de cuajo supone aumentar la tragedia. Las familias palestinas, además de perder a padres, madres, hijos y abuelos, también están perdiendo a sus árboles queridos. Lo cuenta una niña en el documental de Stefano Savona que logró el premio en el Festival de Cannes. “Aquí mismo había una gran higuera y los niños subíamos a coger fruta”. ”Eran los árboles de nuestros antepasados y los están destruyendo todos, pero volveremos a plantarlos”. Dice otro niño.

Será difícil que lo consigan. Cuando acabe la guerra, que acabará, alguien se arremangará por encima del codo, limpiará los escombros, barrerá el polvo y dejará las ruinas como un solar limpio para que venga otro y haga realidad el sueño profético de construir un resort de lujo. Será lo que suceda y, seguramente, no lo veremos porque las televisiones se habrán ido y estarán retransmitiendo otra guerra.

 Quienes se encargan de llevar las cuentas dicen que, en Gaza, llevan contados más de 50.000 muertos. Eso sin contar los árboles, que también son seres vivos. Pero, si no hay señales de dolor ni siquiera de sorpresa por las personas que mueren pidiendo auxilio a gritos tampoco debería extrañarnos que nadie mueva un dedo por los árboles que mueren en silencio.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España