lunes, 8 de julio de 2024

Hacer el indio

Milio Mariño

Aunque, en principio, el significado era otro y ahora apenas se usa, hacer el indio  sigue identificándose con hacer el ridículo. Qué es lo que viene haciendo Felipe González de un tiempo a esta parte. No se trata de una opinión personal, lo dijo él mismo en una entrevista que concedió, hace poco, al diario ABC.  Le preguntaron por su partido y por Pedro Sánchez y dijo: “Yo hago como los apaches, pongo la oreja en el suelo y sé si los caballos vienen herrados o sin herrar”.

No lo esperaba. Creía que era de los nuestros, es decir de los buenos, que siempre fueron los vaqueros. Pero si dice que es apache, él sabrá.

Debió ser un arrebato de sinceridad. Lo mismo, antes de que le dijeran que estaba haciendo el indio, confesó que lo era y se ahorró las explicaciones. Todo el mundo se hacía cruces pensando qué podía haber pasado para que estuviera a partir un piñón con los medios que hasta hace poco decían de él barbaridades. Nadie sabía a qué venía que apareciera en El Hormiguero coincidiendo con el arranque de la campaña de las europeas ni que se prestara a ser homenajeado por Moreno Bonilla y el PP andaluz. Había algo que no cuadraba. Un ex presidente de gobierno se entiende que recoja premios, participe en foros de debate y prologue o escriba libros, pero pasar de la chaqueta de pana al frac de seda supone un cambio tan brutal que merece la explicación de un siquiatra.

Los malpensados seguramente dirán que Felipe González está haciendo lo que hace por rencor, envidia, inquina, un poco de senilidad y una egolatría mal resuelta, pero confesar que se ha vuelto apache despeja malentendidos y falsas interpretaciones. Hace el indio porque lo lleva en la sangre. Le pasa como a otro colega suyo que también hace lo mismo y es de distinta tribu. José María Aznar no es apache, pero se porta cómo si fuera un indio navajo.

La confesión de Felipe González vino a coincidir con el debate entre Biden y Trump en la televisión americana. Otros dos que también hacen el indio y son de distinta tribu. También son octogenarios y dicen bobadas impropias de alguien que fue presidente del gobierno.

Por mi condición de agnóstico, me cuesta asumir que la iglesia católica vaya por delante en algunas cosas, pero tengo que darle la razón en eso de que los cardenales no puedan votar en un cónclave si han cumplido 80 años. El espíritu de esta norma se ha discutido muchas veces y ha provocado algunas revueltas en la curia romana, pero ahí se mantiene. Los cardenales octogenarios pueden ser elegidos, pero no pueden ser electores.

No es un principio exacto que a partir de cierta edad se pierda capacidad, a la hora de mantener el tipo y resistirse a determinadas influencias, pero con los años se producen cambios importantes a nivel psíquico. Hacer el indio y justificarlo, diciendo que eres apache, no significa que sigas siendo piel roja. Hay indios renegados que ayudaron a los rostros pálidos y causaron mucho daño a los suyos.

Una retirada a tiempo puede ser una victoria. Sería lo aconsejable, pero Felipe González ha desenterrado el hacha de guerra y ataca a los de su partido porque quiere seguir siendo el jefe de la tribu cuando ya no tiene edad para ello.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España 


lunes, 1 de julio de 2024

Justicia poética

Milio Mariño

El reciente acuerdo, para la renovación del Consejo del Poder Judicial, apenas arreglará nada porque la justicia, en este país, tiene difícil arreglo por no decir imposible. Seguirá en manos de los de siempre, así que mejor nos encomendamos a la justicia poética. Es decir, aquella en que los malvados acaban recibiendo el merecido castigo por una casualidad del destino o un hecho fortuito.

En la Justicia Poética quien la hace la paga sin necesidad de ir a juicio. Los jueces no son necesarios, de modo que acabaríamos con la tontería de que se crean intocables. No hay ninguna ley que impida hablar de ellos ni que les otorgue una condición especial, casi divina, como pretenden hacernos creer. Sus acciones son criticables por más que se sientan ofendidos cuando reciben críticas adversas. Solo faltaba que, además de tener un poder inmenso, tuvieran el privilegio de impedir que opináramos sobre lo que hacen. Especialmente sobre cuestiones que no les competen como creerse garantes de la unidad de España o representantes de una voluntad popular que, entienden, les encomienda hacer lo posible para que no prosperen determinadas leyes.

Mejor sería que los jueces se limitaran, solo, a lo suyo, que es interpretar y aplicar la ley conforme a su literalidad y su espíritu. Para legislar ya están los políticos, que podrán hacerlo mejor o peor, pero la Constitución no establece que los tribunales puedan enmendarles la plana. Si lo que anhelan es legislar deberían presentarse a las elecciones. No puede ser que hayamos pasado del ruido de sables al ruido de togas cuando una ley no les gusta.  

Que se haya llegado a un acuerdo para que alguien que llevaba cinco años ocupando un puesto que le correspondía a otro deje de ocuparlo, dice muy poco en favor de que pudieran estar legitimados para impartir justicia y garantizar el cumplimiento del ordenamiento jurídico. Pero ahí estuvieron no sabemos si solo por el sueldo o por el sueldo y la propina de seguir en el machito. Eran perfectamente conscientes de que estaban siendo utilizados como un contrapoder, pero se prestaban a ello pese al descredito que suponía para la justicia.

A esta clara situación anómala, hay que añadir la sospecha, fundada, de que algunos jueces están llevando a cabo una guerra jurídica contra determinados políticos. Ni siquiera disimulan. Con una mano van desactivando delitos graves que conciernen a los de su cuerda y con la otra activan demandas infundadas que saben que no llegarán a ningún sitio, pero son utilizadas para hacer ruido y crear dudas sobre la honorabilidad de los encausados, alargando el tiempo de tramitación hasta que no pueden estirarlo más y tienen que archivar la causa.

El favoritismo judicial es cada vez más evidente como también lo es el supuesto carácter angélico de los jueces, que se ha desvanecido de forma estrepitosa a ojos de la sociedad. Se lo han ganado a pulso. Hace tiempo que algunos perdieron la vergüenza de tomar decisiones en favor de una ya indisimulada ideología. Hay una casta judicial, corporativista y torcida hacia la derecha, que tiene muy asumida la idea de que están aquí para salvarnos.

El PP y el PSOE, celebran el acuerdo como un triunfo, pero no es garantía ni esperanza de que vaya a cambiar nada. Así que ya entenderán por qué me apunto a la justicia poética.  La otra la doy por perdida.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

jueves, 27 de junio de 2024

Votarse encima

Milio Mariño

Varios estudios, el último de la Universidad de Northwestern, han llegado a la conclusión de que cada vez somos más tontos. Diagnóstico que comparto con una salvedad: deberían excluir a los de mi generación. Creo que los tontos vinieron luego. Son posteriores y fáciles de reconocer porque no se interesan por la filosofía, han perdido la capacidad de atención y el sentido crítico, leen poco, entienden que la cultura juega un papel secundario y están, todo el día, pendientes del móvil.

Que nadie se asuste. Los abuelos hacemos autocrítica siempre a nuestro favor y sin miedo al ridículo. Ya lo están viendo, para presumir de listos no nos hace falta ni serlo. Basta con no sucumbir a las tonterías que van surgiendo. La más reciente, referida a las  elecciones al Parlamento Europeo, es que 800.000 españoles, en su mayoría jóvenes menores de 24 años y también en su mayoría hombres, han votado por un YouTuber ultraderechista que se autodefine como analfabeto académico, dice que su objetivo es asegurarse el aforamiento, para protegerse ante las numerosas denuncias que recibe por difundir bulos, y anuncia que sorteará el sueldo de eurodiputado entre sus seguidores.

Si dijéramos que quienes han votado por esa opción política son tontos sería una generalización injusta y una falta de respeto. Ahora bien, negar que es de tontos votar semejante disparate es negar la evidencia. No lo han visto así algunos analistas políticos, pues justifican a esos votantes diciendo que no es cuestión de inteligencia sino de que, especialmente los jóvenes, están tan quemados, sufren tanto para conseguir un empleo mal pagado, tienen tan difícil acceder a una vivienda y la vida les ofrece tan pocas alegrías, que es lógico que canalicen su frustración y su rebeldía votando una opción que suponga vengarse y hacer daño al sistema.

Casi me convencen. Los estudios que señalan que cada vez somos más tontos deben referirse, exclusivamente, a los que lucharon y luchamos para que España saliera del pozo y fuera una democracia moderna y boyante. Por lo visto cometimos la estupidez de no darnos cuenta de que si te cabreas, si te hierve la sangre y estas hasta las narices de una sociedad en la que unos pocos viven la mar de bien mientras que la mayoría tiene dificultades para vivir, lo inteligente no es que luches por cambiar las cosas, es que votes a un cantamañanas que carece de cualquier principio moral o ético que no sea beneficiarse a sí mismo.

Empeñados por justificar a quienes, al parecer, votaron de broma frente a los que tomamos las elecciones en serio, algunos articulistas se acordaran de personajes como Jesús Gil, Ruiz Mateos, El Dioni o Chikilicuatre. Por lo visto, héroes del inconformismo que también se enfrentaron al poder establecido y obtuvieron cierto respaldo y comprensión popular.

El voto chufla, votar para reírse de la democracia y que vuelva la vieja política de los energúmenos que resuelven los problemas a bofetadas, no es rebeldía, es hacer el idiota y votar contra uno mismo.

¿Confirma eso que los jóvenes cada vez son más tontos?. Tengo mis dudas. Es cierto que un buen número de los que asistieron a los conciertos de Taylor Swift en Madrid usaron pañales absorbentes para aguantar a pie firme sin ir al baño, pero no alcanza para condenarlos. Aunque sea de tontos mearse encima, al menos, no salpicaron a nadie.


Milio Mariño / Artículo de Opinión

lunes, 17 de junio de 2024

Miedo a desnudarnos

Milio Mariño

Nadie puede decir que no estábamos avisados. Hace ya varios meses que venían diciéndonos de que teníamos que adelgazar, pero faltan tres días para que llegue el verano y acabará pillándonos con unas barrigas y unos culos que la gente igual se descojona de risa cuando nos vea en bañador. Los primeros días de playa son terroríficos, solemos afrontarlos creyendo que todo el mundo se fijará en nosotros cuando tal vez el único que se fije sea el socorrista si ve que estamos ahogándonos.  Eso sí tenemos suerte porque puede ser que tampoco.

La idealización del aspecto físico hace que se haya vuelto imposible escapar de la presión social y mediática que bendice la delgadez y se empeña en meternos en un cuerpo que no es el nuestro. Si, de natural, somos como somos no se entiende por qué insisten en que deberíamos ser más delgados. Y todavía se entiende menos que, por no serlo, se resienta nuestra autoestima y nos provoque una comedura de coco que puede acabar llevándonos al siquiatra.

Resulta curioso que pongamos la democracia por encima de todo y aceptemos  la dictadura de las tallas y de una publicidad empeñada en convencernos de que tenemos que luchar contra “el michelín”. Que, por cierto, no sé si saben que no es lo que era. El popular muñeco no es el original. El logotipo de Michelin, el fabricante francés de neumáticos, ha sufrido un retoque estético. Ahora es un poco más alto y han reducido su masa corporal en un veinte por ciento.  

Era lo que nos faltaba que, hasta, Michelin haya adelgazado. Cuestión que nos sitúa ante otra paradoja curiosa: cuantos menos gordos hay, más gordos vemos. Son gordos de forma relativa, solo porque otros están más delgados.

Este verano empieza el jueves y no sé cuándo me estrenaré en plan de ir a la playa, tomar el sol y bañarme, pero sería muy inquietante que fuera y no viera gordas y gordos en abundancia. Si toda la gente que se pone en traje de baño estuviera delgada perderíamos la normalidad de un paisaje natural y propio de nuestra fauna.  No creo que pueda haber mayor felicidad que tumbarnos en la arena y que nos importe una mierda que nos confundan con un rinoceronte durmiendo la siesta. Cabría considerarlo una victoria social y política contra la ridiculez de quienes se pasean, arriba y abajo, enseñándonos sus músculos, o su delgadez, y pidiendo la limosna de una mirada caritativa que los socorra del anonimato.

Los medios, todos en general, contribuyen en la difusión de mensajes falsos que, sin embargo, acabamos aceptando como dogmas de fe. Se empeñan en que asumamos que el sacrificio merece la pena y si estamos gordos es porque somos unos vagos y no tenemos la suficiente fuerza de voluntad para adelgazar. La gordura se ha convertido en un delito que no prescribe, lo sufrimos y cargamos con él durante toda la vida.

A pesar de estas reflexiones, cuando este verano decida ir a la playa, no sé yo si no  me dará un poco de corte desnudarme delante de todos. Es tanta la presión mediática que dudo que pueda evitar sentirme culpable de que a los demás no vaya a gustarles lo que vean de mí. Es un temor que siempre está ahí pero, por otra parte, no somos nada si nadie nos pone a parir.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 3 de junio de 2024

Turismo caro, o cruz

Milio Mariño


El turismo ya no es el maná que contribuyó al progreso de nuestro país, ahora se ha convertido en un denostado recurso que suscita tantas críticas y protestas que cualquiera que decida tomarse unos días vacaciones no podrá librarse de la mala conciencia de que está destruyendo el planeta.

A mí me da igual porque nunca me he considerado un turista. Y no crean que lo digo porque jamás me haya puesto sandalias con calcetines, lo digo porque no creo que lo fuera cuando iba a Hospital de Órbigo a secar y curarme del reuma, ni tampoco cuando luego, durante quince años, fui a Portugal. Aclaro que Estoril y el Algarbe ni de lejos. Me movía entre Aveiro, Nazaré y Peniche, que debe ser lo que llaman turismo barato.

Seguramente por eso nunca me consideré un turista. Seguía siendo un trabajador que aprovechaba los bajos precios del país vecino para disfrutar de la playa y el sol con mi mujer y mis hijos. Cosa que aquí también podía hacer, pero no me alcanzaba para pasar un mes y vivir como vivía allí.

Me gusta disfrutar, soy así de raro. No soy de esos a quienes les encanta sufrir y pasar calamidades en vacaciones. Esos que pagan una fortuna para ir a un país cuyo aliciente es que lo mismo puedes encontrarte con una tribu ataviada con su traje típico, incluido el Kaláshnikov, que con una gastroenteritis que te lleve a terminar las existencias de papel higiénico en la región. En mí caso, el deseo de vivir aventuras lo saciaba matando mosquitos en la ribera del Órbigo o en Portugal comiendo bacalao a la brasa hasta para desayunar.

Con estos antecedentes, estarán de acuerdo en que nunca tuve motivos para considerarme un turista. De todas maneras, no puedo evitar sentirme aludido cuando hablan del turismo de baja calidad y, sobre todo, cuando dicen que ese turismo, el de los pobres, es insostenible.

Me cuesta entender que la gente se eche a la calle pidiendo un turismo de más calidad. Y entiendo menos que hagan suyo el discurso de que el turismo barato contamina el medio ambiente y es culpable de que suba el alquiler de las viviendas ya que los pobres tienen la mala costumbre de pasar sus vacaciones en pisos de mala muerte y no en hoteles de cuatro estrellas.

Algo debió pasar para que, de pronto, como en una revelación divina, nos diéramos cuenta de que el  turismo barato solo genera contaminación y pobreza.  Físicamente, los pobres son un estorbo y, en cuanto a la estética, quedan fatal. Empiezan clavando la sombrilla y poniendo la toalla en la arena, a las siete de la mañana, luego se abren paso a codazos para conseguir una cerveza y acaban durmiendo y roncando la mona como cachalotes al sol.

Aunque la realidad fuera esa sigo sin entender que la gente corriente, los que viven de un sueldo precario, estén en contra del turismo barato. Aquí, al paraíso, que no vengan los que no tengan dinero, gritan ofendidos. Y, al parecer, no podemos llamarlos clasistas, sino responsables y respetuosos con el medio ambiente. Pero ahí no acaba la cosa. La solución, según tengo entendido, es que quienes han ahorrado durante todo el año, para permitirse unos días de  vacaciones, lo encuentren todo más caro y así, por el bien de todos, se queden en  casa.

 

Milio Mariño 7 Artículo de Opinion / Diario La Nueva España

lunes, 27 de mayo de 2024

Trabajamos gratis y, encima, nos riñen

Milio Mariño

Igual es una apreciación personal, no quiero generalizar, pero tengo la impresión de que la prepotencia y la chulería están ganando terreno y ser educados y amables supone, cada vez más, una muestra de debilidad. Sobre todo cuando quien nos abronca confunde el silencio prudente con que aceptamos nuestra inferioridad, cosa que sucede bastante a menudo.

 La amabilidad está en crisis. Casi siempre que vamos al banco, al juzgado, el ayuntamiento y sitios por el estilo, nos encontramos con alguien, altanero y soberbio, que presume de su insolencia y nos dispensa un trato que no merecemos. No reivindico el halago, solo pido que no me consideren imbécil ni justifiquen sus malos modos como legítima defensa. Que no digan que están de trabajo hasta las cejas y culpen a mi impericia con las nuevas tecnologías el delito de que les haga perder el tiempo y tengan que resolver lo que debería haber resuelto yo si no fuera lo ignorante y torpe que soy.

Este comportamiento, de intimidación y desprecio, ha ido en aumento desde que la digitalización empezó a extenderse y abarca todos los ámbitos de nuestra vida. Cada vez con más frecuencia, nos obligan a que hagamos online lo que no habíamos hecho nunca: desde comprar entradas para el cine hasta presentar la declaración de la renta, pagar un recibo, una multa o cualquier trámite.

Por lo visto, a nadie le importa si tenemos dificultades para entender cómo funciona internet, ni si estamos conectados o disponemos de un smartphone o un ordenador y sabemos usarlo.  La ley dice muy claro que cada ciudadano puede elegir entre realizar el trámite online o en persona, lo que prefiera, y no se le puede obligar a que lo haga por vía telemática. Solo recoge esa opción, como posibilidad, si el interesado dispone de capacidad económica, técnica, dedicación profesional u otros motivos que aseguren que tiene medios electrónicos y capacidad para usarlos. Además, la Ley de procedimiento administrativo común establece que los ciudadanos tienen derecho a ser asistidos en el uso de los medios electrónicos.

 En teoría la ley nos protege, pero del dicho al hecho hay un trecho que algunos no quieren ver. Los avances tecnológicos deberían propiciar que nuestra vida fuera más cómoda y más sencilla. Y, en general, así es.  No se discute que internet, para muchas cosas, sea el paraíso, pero para otras, y para algunos, termina siendo un infierno.

Hay gente que lo está pasando mal con los trámites a través de la red. Según el Instituto Nacional de Estadística, seis de cada diez usuarios se quejan de lo complicado que les resulta hacer gestiones online, pero es muy difícil argumentar este inconveniente porque vivimos en una burbuja idealista en la que imperan los conceptos más que la realidad. Una realidad que está ahí y lo que transmite, aunque quieran liarnos, no tiene nada que ver con la discusión sobre si la tecnología es buena o mala, sino con el sentido de cómo se está aplicando.

Infinidad de trámites que suponían un coste importante para las empresas, los bancos y las diferentes instancias del Estado, ahora los hacemos nosotros. Estamos ahorrándoles mucho dinero porque, sin consultarnos, han acabado por endosarnos buena parte de la burocracia. Esa es la cuestión. Prometieron que nos harían la vida más fácil y resulta que estamos trabajando gratis para ellos y, encima, nos riñen.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 20 de mayo de 2024

Bares y “fiestas de prao”

Milio Mariño

Cuando leí que los hosteleros asturianos exigían a las autoridades una regulación más estricta de las “fiestas de prao”, pensé que algo raro debía estar pasando para que hicieran una cosa así.

España es un país de bares y Asturias la comunidad española con más bares por habitante. Un record que nadie sabe cuánto puede durar porque los bares de toda la vida, esos lugares históricos de animadas tertulias y parroquianos jugando al mus, están en crisis. Igual no es como para considerar que son una especie en peligro de extinción, pero no pinta bien. Se reproducen poco, apenas hay bares nuevos, y el número de muertes aumenta sin parar. Según SADEI, el año pasado cerraron en Asturias 224 bares, a los que hay que sumar otros 215 que lo hicieron el año anterior.

Viendo estos datos los hosteleros debieron entrar en pánico, pero nada indica que las “fiestas de prao” sean competencia desleal ni la causa de que cierren tantos bares. Pedir que regulen, aún más, las fiestas populares no arregla el problema. Las asociaciones de vecinos y comisiones de festejos, que trabajan para que las romerías no acaben desapareciendo, ya tienen que hacer frente a sinfín de trámites y permisos, pólizas de seguros e informes de todo tipo.

Los bares son una institución muy querida y no deberían ponerse en contra de las “fiestas de prao”. Deberían hacer hincapié en lo suyo y apelar a la famosa canción: “Bares, qué lugares tan gratos para conversar”… que cantaba Gabinete Caligari, allá por 1986, a ritmo de pasodoble pop. La música era agradable y, en cuanto a la letra, comparto la idea de que los bares son lugares gratos para conversar y fueron la primera red social antes de que apareciera Washapp. Dudo que alguien pueda sostener, con pruebas, que los cierres que se están produciendo sean debidos a causas ajenas y no a la selección natural que impone la especie.

Si aceptaran jugar a las adivinanzas les pasaría lo que a mí, que no fui capaz de adivinar cuántos bares puede haber en Avilés. Calculando que serán muchos, la cifra que digan apuesto que será inferior a la real. Ahí va el dato: en el censo del año pasado, Avilés figura con 798 bares, uno por cada 94,6 habitantes.

Así, de primeras, parece una oferta excesiva. La media en España es de un bar por cada 175 habitantes, pero en otros países el ratio es bastante mayor: en Inglaterra hay un bar por cada 500 y en Francia uno por cada 350.

No es extraño, por tanto, que en Europa apenas entiendan ni vean con buenos ojos nuestra relación con los bares. Dicen que nos quejamos de lo cara que está la vida, pero que los hogares españoles destinan un 15% de sus ingresos al consumo en bares y restaurantes. Un porcentaje que es el doble que Francia y más del triple que Alemania.

Envidia cochina. Nuestros sueldos son más bajos, pero nos las arreglamos para salir todos los días de bares y disfrutar como verderones. Debe pasarles, supongo, como a nosotros con el vecino, que no sabemos de dónde saca el dinero pero vive como un rey. Así que tengamos la fiesta en paz. Sería lamentable que creáramos un conflicto donde no lo hay. Los bares y las “fiestas de prao”, lejos de ser incompatibles, son complementarios.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España