lunes, 2 de marzo de 2020

Planes que no son plan

Milio Mariño


Hace poco he vuelto a leer que España necesita un Plan Industrial porque carece de una estrategia con la ambición suficiente para afrontar el reto de cuál ha de ser su papel en la economía global de futuro. Un anuncio que se ha vuelto cansino porque eso mismo ya lo hemos oído, y leído, mil veces y estamos como estábamos: a vueltas con un nuevo Plan Industrial, prácticamente, cada cuatro días.

 Los Planes Industriales suelen anunciarse como la panacea de todos los males, pero enseguida se olvidan y luego, de tapadillo, se sustituyen por otros sin que los anteriores lleguen a cumplir ni la mitad de sus objetivos y algunos sin que ni siquiera se hayan puesto en marcha. Da lo mismo, lo que importa es anunciar un Plan Industrial, con rueda de prensa, televisión y fotógrafos.

El pasado diciembre, la Comisión Europea también anunció que entre sus grandes proyectos está la definición de una nueva estrategia industrial, un nuevo Plan, para los próximos años, que impida que La Unión pierda puestos en una carrera que es esencial para su futuro.

Bruselas propone que se adopte una estrategia industrial comunitaria, pero como en Asturias no queríamos quedarnos atrás y ser menos, el Gobierno del Principado manifestó, hace un par semanas, que necesitamos un nuevo Plan Industrial que contemple nuestra singularidad. Un Plan que debería ser novedoso, audaz y proactivo. Es más, se llegó a reivindicar que fuera precisamente Asturias quien liderara ese nuevo Plan, que lleve a un cambio en el modelo productivo de España, argumentando que solo hay tres comunidades autónomas cuyo PIB industrial está por encima del 20% y Asturias es una de ellas.

Lo del PIB es cierto, pero se olvidan de que ese salto en el PIB, que se produjo en 2017, fue porque Asturias creció de una forma tan espectacular que cogió a todos por sorpresa. Nadie se lo esperaba y nadie supo explicar qué había pasado. Incluso, el propio Gobierno del Principado llegó a reconocer que habían quedado muy sorprendidos por el hecho de que la economía asturiana fuera la que más hubiera crecido de España, el 3,8%, algo insólito que no se había dado en los últimos cincuenta años.

Ningún Plan, autonómico, nacional o comunitario, había previsto, ni tenía entre sus objetivos, que el crecimiento de la economía asturiana, en 2017, fuera de tal magnitud. Así que no pude por menos que acordarme de la película que resultó triunfadora en los Óscar de este año. “Parásitos”. Una película en la que el patriarca de la familia, el señor Kim, insiste en que el mejor plan es no tener un plan. Dice que tener un plan es peligroso porque limita tus posibilidades de actuar ante un imprevisto, mientras que no tener un plan te permite actuar en función de lo que está ocurriendo en cada momento. Además, no tener un plan, supone que nadie puede reprocharte que no cumplas los objetivos.

Sospecho que eso es lo que están haciendo. Anuncian un Plan Industrial tras otro, pero luego no ponen en práctica ninguno. Improvisan y actúan sobre la marcha, siguiendo el consejo de la vieja y famosa frase: “Como vaya viniendo, vamos viendo”. Y, lo mismo aciertan. A lo mejor es verdad que el mejor Plan es no tener un plan. Pero, por lo menos, podían ahorrarnos la parafernalia de anunciar un Plan Industrial cada cuatro días.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 24 de febrero de 2020

Disfrazarse de uno mismo

Milio Mariño


Subido en este lunes de febrero, a dos días del entierro de la sardina y de que la cuaresma inicie su cuenta atrás, contemplo el carnaval porque los años no pasan en balde y acaban de aconsejarme que mire en vez de participar. Casi me han convencido de que mirando también se puede disfrutar. Claro que no es lo mismo que sentirse protagonista, pero, de alguna manera, supone ser partícipe de una fiesta que los asturianos llamamos Antroxu y alcanza a ser de las más bonitas y divertidas del calendario. Un momento para soñar y para que uno se convierta en lo que quiera, o en quien quiera, sin nada que lo coarte ni autoridad que lo impida. A eso invita la fiesta, a escenificar de la forma más grotesca posible las miserias de la vida de diario, no para obviar ni ocultar los problemas, sino para exorcizarlos haciéndoles burla de alguna manera.

En esencia, el carnaval destaca por eso, por su carácter transgresor, impertinente y festivo, frente a lo serio y lo que hemos dado en llamar políticamente correcto. Así que no es extraño que se celebre con tanto entusiasmo en un mundo en el que las convenciones sociales nos obligan a ir con disfraz todo el año.

Faltaría saber si somos conscientes, o no, pero todos vamos disfrazados de algo. Todos tenemos una imagen pública que cuidar y lo hacemos representando el papel que elegimos o el que nos empujan a representar. De modo que no estaría mal que nos preguntáramos qué disfraz llevamos puesto ya que, en buena lógica, lo que tocaría ahora sería que hiciéramos, justo, al revés. Es decir, qué en vez de ponernos el disfraz o la careta, que solemos ponernos a diario, nos la quitáramos y nos mostráramos tal como somos. Sería como disfrazarnos de nosotros mismos y quien sabe si no podríamos alcanzar a ser cualquier superhéroe, una princesa, una rana o un bombero. Lo que sea que llevemos dentro y nos esforzamos por ocultarlo para que no piensen que somos un bicho raro o nos tomen por locos. Por eso se me ocurre que, aunque solo sea durante un par de días, dejemos nuestro disfraz en el armario y nos disfracemos de nosotros mismos. Que seamos lo que, realmente, somos porque, en el fondo, aunque nos cueste reconocerlo, damos más importancia al parecer que al ser. Procuramos aparentar lo que, entendemos, demanda la sociedad y eso, al final, se paga. Llega un momento en que estamos hartos de maquillar el cerebro para parecer distintos.

Si probáramos a disfrazarnos de nosotros mismos, el resultado siempre sería la liberación, que es de lo que se trata. Sería ser, efectivamente, libres y perder el miedo a la opinión y la sentencia de los demás, que es lo que nos lleva a esconder nuestra verdadera personalidad.

Hay por ahí fábula, no recuerdo de quien, que dice así: “Hubo una vez un hombre que en Carnaval se disfrazó de sí mismo y parecía otro. Parecía inmensamente feliz, aunque el miércoles de ceniza volvió a ser el de todos los días, es decir, el que los demás querían que fuera”.

Admito que el disfraz que propongo, eso de que probemos a disfrazarnos de nosotros mismos, no es muy original, pero será muy divertido. Sobre todo, por la cara de desconcierto que pondrán quienes estaban seguros de conocernos.

Milio Mariño 7 Artículo de Opinión / Diario La Nueva Esspaña

lunes, 17 de febrero de 2020

El grito agrícola

Milio Mariño

Por los comentarios que pude oír estos días, casi me atrevo a decir que hay como una impresión general de extrañeza ante las protestas de los agricultores. Parece como que a todos nos hubiera cogido por sorpresa que hagan público su malestar y reclamen ser escuchados por una sociedad que, en su mayoría, es urbanita y está más pendiente de otras cosas que de las cosas del comer.

Las cosas del comer no suponen ningún problema. Con ir de compras y comprar lo que haga falta, sin preguntarnos de dónde viene ni si la fruta y las verduras se producen en el campo o en la trastienda de los supermercados, asunto solucionado. Estamos en Asturias, pero aquí ya nadie se extraña de que las manzanas que come vengan de Chile o de Argentina. Y la leche vaya usted a saber de dónde porque después de haber reducido la producción lechera, y de treinta años de cuota láctea, ahora resulta que España es deficitaria y produce tres millones de litros menos de lo que consume.

Son detalles que vienen a sumarse, por ejemplo, a que un kilo de aceitunas lo paguen a 0,74 céntimos y, luego, en la tienda cueste 4,78 euros; de ahí que se empiece a entender que los agricultores protesten y estén enfadados.

De todas maneras, más que protestas, a mí me parecen gritos desesperados, ante la indiferencia de todos y el afán de protagonismo de algunos.

No deja de ser curioso el detalle que aportan los datos, pues según el Ministerio de Agricultura la renta agraria lleva subiendo desde 2012 y, aunque en 2019 bajó un poco, en 2018 alcanzó la cifra récord de 30.217 millones de euros. A esto hay que añadir que las exportaciones agroalimentarias aumentaron un 97,5% en la última década.

Podría decirse que mejor imposible. Lo que sucede, y de ahí viene el problema, es que las buenas cifras macroeconómicas no repercuten positivamente en los agricultores. Mientras que la agricultura marcha cada vez mejor, a los agricultores les va cada vez peor. Peor a ellos y muy bien a las grandes empresas y los distribuidores, que son los que dominan el mercado y se quedan con los beneficios.

Esta situación no es nueva. Las quejas sobre los bajos precios que perciben los agricultores vienen de largo y constituyen una vieja reivindicación. Una reivindicación que, ahora, ha vuelto con fuerza, precisamente, cuando gobierna la izquierda. La mecha tal vez se haya prendido por el hartazgo, pero los partidos de derechas, el PP, Vox y Ciudadanos, consideran que el agrario es un sector sociológicamente suyo y se han apresurado a respaldar las protestas, pasando por alto que ellos también se olvidaron del campo cuando gobernaron. Lo olvidaron hasta el punto de que los cambios en el funcionamiento del mercado, que tanto perjudican a los agricultores, fueron impulsados por la política de promover una economía todavía más liberal.

Eso los agricultores lo saben y por eso que también han gritado, pidiéndoles que se aparten y no traten de utilizarlos. Por una parte, hay quien intenta aprovecharse de sus protestas y, por otra, tampoco es lo mismo lo que persiguen los grandes empresarios agrícolas que los autónomos y los trabajadores del campo. Los perjudicados no son los empresarios, son los trabajadores y los autónomos, lo malo que, viéndolos a todos juntos detrás de la misma pancarta, cuesta distinguirlos.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 10 de febrero de 2020

Un virus del demonio

Milio Mariño

Al igual que sucede con los villanos de las películas, cada cierto tiempo aparece un virus que es la maldad personificada. Un virus malo, malísimo, como ese que apareció en China y nos trae de cabeza por lo que pueda afectar a nuestra salud y ya está afectando a las tiendas de baratijas, al IBEX y a Wall Street. Algo que no me explico, pero hay tantas cosas inexplicables que ya ni pregunto. Lo acepto como acepté lo que me pasó hace poco.

Hace poco, fui al médico y no había acabado de ponerle al tanto de mis dolencias cuando me dijo: No se preocupe, ya he atendido a varios pacientes con los mismos síntomas, así que lo más probable es que sea un virus.

Salí de allí con la sensación de que el médico no supo qué diagnosticarme y apuntó lo del virus, convencido de que así me tranquilizaba. Pero ahí no acabó la cosa. A la vuelta de la consulta, cuando llegué a casa, me sucedió algo parecido. ¿Qué te dijo el médico?... Que es un virus. Ah bueno, entonces nada… Mi mujer también se quedó más tranquila, sabiendo que era un virus. Yo no; yo quedé con la incertidumbre de si aquello no sería un cuento chino inventado por el médico para perderme de vista. Aunque, por otra parte, también pensaba que, dentro de lo malo, con tantos virus sueltos por el mundo, lo mejor que podía pasarme era que me tocara un virus anónimo, uno de esos virus a los que ni siquiera ponen nombre, tal vez porque vienen a cumplir la función que para los antiguos cumplía el demonio; que nadie lo había visto ni sabía qué era, pero le echaban la culpa de todos los males.

Eso pensaba. Lo que pasa que no lo comenté con nadie y menos con el médico porque si llego a insinuar que dijo un virus por no decirme que era cosa del demonio, seguro que me cruje.
A vueltas con aquella historia, puse el telediario y confirmé mi sospecha. Según las noticias, el presidente de China, Xi Jinping, le había dicho al máximo responsable de la Organización Mundial de la Salud, que el coronavirus era un demonio, pero que tenía plena confianza en que iban a derrotarlo porque no le permitirían esconderse y lo combatirían con todos los medios.

Otro como mí médico, dije para mis adentros. Otro que no sabe de qué va la vaina, solo que este es más sincero. Le echa la culpa al demonio y se acabaron las especulaciones. Primero elude su responsabilidad y luego intenta tranquilizarnos diciendo que el coronavirus tiene una mortalidad menor, incluso, que la de la gripe. Será verdad, pero tampoco me fio. No sé yo si los chinos serán de fiar contando muertos. De todas maneras, apunto lo del demonio. No descarto que alguien tuviera la demoniaca idea de manipular un virus anónimo como el mío y, por accidente o quien sabe si para hacer negocio, acabara provocando lo que ha provocado. Una crisis sanitaria cuyo impacto en la economía mundial ya ha supuesto unas pérdidas de 40.000 millones de dólares. Los chinos dicen que no tienen culpa de nada, que los alarmistas somos nosotros, pero está por ver que el mundo acepte esa versión de un virus del demonio como yo acepté el diagnostico de mi médico.

Milio Mariño / Artículo de Opinión

lunes, 3 de febrero de 2020

Vivir sale caro y trabajar barato

Milio Mariño

La subida del salario mínimo, a 950 euros, ha vuelto a desatar las quejas de un buen número de empresarios, y algunos expertos en economía, que coinciden en señalar que muchas empresas no podrán asumir el incremento de los costes salariales y se verán obligadas a reducir plantilla y mandar gente al paro. Falta saber si lo dicen como lamento o como amenaza, en cuyo caso habría que ponerles al tanto de que, hoy en día, estar en el paro ya no define la pobreza. Hemos llegado a una situación tan injusta que hay personas que trabajan ocho, o más, horas diarias y su salario no les alcanza para satisfacer las necesidades básicas.

 Así es como estamos. Y el problema no parece sencillo. Quienes pagan el salario dicen que 950 euros al mes es mucho pagar y quienes lo reciben que no les alcanza para vivir. Llevan razón. Si echamos cuentas y vamos sumando al alquiler, o la hipoteca, los gastos de alimentación, electricidad, agua, gas, transporte, teléfono… Todo lo que hace falta, sin salirnos de lo básico, suma más que el salario mínimo.

¿Quiere decirse, entonces, que hay gente que vive de milagro? Puede ser. Algunas situaciones solo se explican como un milagro porque lo cierto es que muchos se las apañan con 900 euros al mes, o incluso con menos. Ahí están esos cuatro millones de jubilados que no llegan a los 600 euros mensuales. De modo que una de dos: o los milagros existen o hay quien reinventa las matemáticas para poder subsistir.

Ya que hablamos de salarios, no viene mal refrescar la memoria de quienes se alarman y dicen que pagar 950 euros, en 2020, es mucho pagar. Antes de la crisis, hace más de diez años, ganar 1.000 euros era considerado un salario bajo mientras que ahora esos mil euros son como una zanahoria detrás de la que muchos corren y aún están lejos de poder alcanzarla. Muchos, en su mayoría, jóvenes porque los viejos están fastidiados con sus escasas pensiones, pero los jóvenes las pasan canutas, pues según las últimas estadísticas el 80% de los asalariados que tienen 25 años, o menos, cobran un sueldo que es igual o inferior al salario mínimo.

No descubro nada nuevo. Todo esto se sabe, lo que pasa que vivimos en la sociedad de la mentira. Una sociedad en la que una cosa es lo que se dice y otra lo que realmente sucede. Y lo que sucede es que vivir sale caro y los sueldos son baratos. Los sueldos de la gran mayoría porque los que mandan están bien pagados y son conscientes de que con 950 euros al mes no se puede vivir, a menos que se hagan milagros.

Si estamos en Europa cabe suponer que no será solo para atender al control del déficit público sino, también, para equipararnos con otros países y mejorar nuestras condiciones de vida. Las nuestras y especialmente las de esa generación a la que la crisis dejó colgada. Decimos de los jóvenes que están mejor preparados que nunca, los ponemos por las nubes, pero luego los dejamos caer sobre una realidad que no tiene nada que ver con las expectativas que les dimos ni con el ambiente en el que se criaron. No hablamos de lujos, hablamos de una vida digna, que es lo menos que puede pedir quien trabaja.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 27 de enero de 2020

El pin pataleta

Milio Mariño

Los defensores de la escuela pública harían bien si no pasaran por alto el debate que se ha suscitado en torno al llamado pin parental, pues no sé trata, como pudiera parecer, de un hecho anecdótico planteado por casualidad en dos o tres comunidades autónomas. Se trata de una nueva ofensiva, contra el modelo educativo, emprendida por la vieja y la joven derecha, seguramente indignadas al constatar que, pese a su empeño, los niños de la escuela pública salen mejor preparados que los de los colegios privados, no por lo que se refiere a una ideología partidista, como argumentan de forma tramposa, sino en casi todas las materias y, especialmente, en lo que concierne a los derechos humanos y la enseñanza de valores éticos y sociales como la igualdad de género, el reconocimiento de la diversidad sexual y la lucha contra cualquier discriminación.

Realmente es así. Y eso explica que, cada cierto tiempo, la escuela pública sea objeto de ataques con cualquier pretexto. La educación se ha convertido en un campo de batalla, tal vez, porque se trata de un derecho social, además de un derecho político, en la medida en que uno de los fines esenciales de la escuela es preparar a los niños y las niñas para el ejercicio de la democracia, la convivencia y la libertad. Libertad que, en este caso, la ultraderecha pretende abanderar planteando una especie de objeción de conciencia frente a los contenidos obligatorios del sistema público de enseñanza.

Lo presentan de esa manera, pero la pretendida objeción de conciencia, el llamado pin parental, no deja de ser una pataleta, otra más, de quienes tienen por costumbre difamar la enseñanza pública y elogiar la concertada y la privada. Enseñanzas que, según ellos, merecen estar subvencionadas más de lo que lo están. Por eso montan la polémica, para influir en la idea de que los padres que se precien, es decir los sensatos, deberían sacar a sus hijos de la escuela pública y llevarlos a la concertada o la privada. Ese sería su sitio, pues entienden que la escuela pública queda para los hijos de la clase social más baja, los emigrantes y los marginados.

En el fondo, todo viene por eso. Denuncian un problema, que los hechos revelan inexistente, para hacer creer a los padres que la escuela pública es de baja calidad y además adoctrina, de modo que solo la concertada y, por supuesto, los centros privados garantizan que los niños reciban una enseñanza libre basada en la moral cristiana. De ahí que, de nuevo, insistan con la vieja reivindicación de que los padres tienen derecho a la libre elección de centro y al cheque escolar. Que es, en definitiva, lo que intentan forzar, obviando que nuestra Constitución no dice en ninguno de sus artículos que el Estado esté obligado a dar ayudas a las familias que quieran mandar a sus hijos a un centro privado o concertado.

Volvemos a lo de siempre. Una cosa es que la Constitución recoja el derecho de los padres a educar a los hijos conforme a sus valores y otra que el Estado tenga la obligación de darle a cada niño el modelo de educación que, para él, elijan sus padres. El Estado está obligado a ofrecer una educación pública de calidad e igual para todos. Igual para los alumnos, e independiente de las ideas políticas que puedan tener los padres.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 20 de enero de 2020

Entre dormir y rezar

Milio Mariño

Por como luce en las imágenes del telediario, no es arriesgado pensar que Pedro Sánchez duerme como un lirón cuatro meses después de haber dicho que con Pablo Iglesias en el Gobierno no podría ni pegar ojo. Lo del sueño parece que lo ha resuelto sin necesidad de ansiolíticos. Otra cosa es el efecto que su Gobierno ha provocado en los partidos de la oposición, donde ha cundido el pánico más allá de lo que sería razonable ante cualquier nuevo gobierno.

Cuesta entender ese temor. Cuesta entenderlo porque creo que el de Pedro Sánchez será un gobierno como tantos otros. Un gobierno que abordará los problemas de forma muy parecida a como lo hicieron los anteriores. Es decir, que cambiará poco las cosas porque apenas queda margen para hacer algo muy diferente de lo que se venía haciendo. Eso lo sabemos todos y el que finja que no lo sabe, o es tonto o se hace. De modo que no hay razones objetivas para que la oposición se abone al catastrofismo y diga que nos han tocado los peores tiempos para vivir y el peor gobierno posible. Tampoco las hay para que no hubieran esperado, siquiera, ni a los cien días de rigor, pues antes, incluso, de que el presidente y los nuevos ministros y ministras tomaran posesión de sus cargos, ya fueron sometidos a una crítica feroz, anticipo de lo que les espera, que no será una oposición constructiva sino una guerra sin cuartel al objeto de derribarlos cuanto primero mejor.

Todavía está por ver la capacidad de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias para gobernar en coalición y hacerlo de forma positiva, atendiendo al interés general. Cosa que pueden lograr porque saben que se la juegan y afrontan una responsabilidad histórica. Y saben, además, que acaban de asumir el gobierno en unas condiciones que fíjense como lo verán algunos que el cardenal arzobispo de Valencia, Antonio Cañizares, ha pedido que la gente se ponga a rezar.

En esas estamos, aunque estemos en el siglo XXI. Estamos en que algunos parecen empeñados en que cunda el pánico, dando por supuesto que una parte de la población es idiota y comulga con esa idea de que este gobierno hará que nuestro país se convierta en Venezuela. Un delirio al que contribuye, de manera importante, Monseñor Cañizares con esa petición de que se rece por España. Tan importante que no sé yo si no estará metiendo a Dios en un compromiso. Lo digo porque las oraciones, dada la posición de la iglesia, no se piden para que Dios se conmueva y ayude al nuevo Gobierno a triunfar. Se piden para que el Gobierno de Pedro Sánchez fracase. La idea es que los españoles recen para pedirle a Dios que intervenga y no permita que gobierne la izquierda. Menos mal que Dios no se deja manipular, como ya ha demostrado con creces. Así es que seguirá sin hacer caso al egoísmo de las peticiones interesadas por más que intenten sobornarlo poniéndole muchas velas y rezándole muchos rosarios.

Con todo, contando con que el presidente pueda volver a tener problemas para conciliar el sueño y que algunos recen pidiendo el fracaso, no veo razones para el pesimismo. Cierto que el nuevo gobierno afronta una tarea difícil y hasta es posible que no tenga a Dios de su parte, pero tampoco creo que lo tenga en contra.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España