lunes, 9 de septiembre de 2019

Carteristas y corruptos

Milio Mariño

Cada vez parece más evidente que estamos en una sociedad idiotizada por la televisión y las redes sociales, en la que todo está pensado para convencernos de que el mundo es como lo pintan y nada ni nadie puede cambiarlo. Por eso se sigue apelando a que siempre hubo pobres y ricos, ladrones, abusadores, asesinos, políticos corruptos... Toda una lista de estereotipos que, a fuerza de repetirse, hace que acabemos creyendo que son lo propio del sistema establecido y que la vida es así. Que lo único que sucede es lo que nos cuenta la tele, nuestro móvil y lo que vemos por internet. Esa parece ser la única realidad existente y con eso nos entretenemos sin cuestionar nada ni mirar más allá. Nos enseñan la zanahoria y vamos tras ella con los ojos cerrados.

La zanahoria, estos días pasados, fue la alarma social que se creó en Barcelona por la proliferación de carteristas y la ineficacia, más que de la policía, de una justicia que no consigue meterlos en la cárcel y que pasen allí una buena temporada.

Sería lo lógico, pero no deja de ser curioso que esa alarma y ese reproche a la justicia surjan por la incidencia de los carteristas y no genere ninguna alarma que los miembros de una familia, el clan Puyol-Ferrusola, sigan en libertad y disfrutando de la buena vida, después de haber amasado una fortuna de 290 millones de euros, cifra que no es definitiva pues cada día aparece más dinero, obtenido, presuntamente, de comisiones ilegales, robos y saqueos.

Lo dijo, hace poco, en este periódico, el catedrático de derecho penal Ignacio Berdugo. En España, un carterista genera más alarma social e inseguridad ciudadana que un corrupto. Salta a la vista. Solo hay que ver lo que ocurre en Madrid. En Madrid, Esperanza Aguirre, Ignacio González y Cristina Cifuentes, tres expresidentes de la Comunidad, y otras 72 personas, entre políticos y empresarios, están imputadas por corrupción y no hay ni atisbo de alarma social. Menuda panda de carteristas, dirán ustedes. Seguro que son bastantes más de los que puede haber en el Metro o en La Gran Vía madrileña. Seguro que sí, pero, ya ven, de alarma social nada de nada.

Tal vez influya que la Academia de la Lengua define el oficio de carterista como “ladrón de carteras de bolsillo”. Y el otro, el de corrupto, como una depravación moral que consiste en aceptar sobornos y sacar provecho económico de forma ilegitima.

La diferencia es notable. Y, a lo mejor, es por eso que los carteristas generan alarma social y los corruptos una especie de resignación colectiva que sustituye la alarma por el desánimo. Por la falta de coraje para luchar contra un robo que creemos inevitable. Actitud que tal vez se entienda si tenemos en cuenta el estudio llevado a cabo por Paul Piff y un grupo de investigadores del Departamento de Psicología de la Universidad de California, quienes señalan que los pobres y las clases bajas aceptan, casi con empatía, que los ricos y los de clase alta son más inmorales y llevan en su naturaleza una mayor avaricia y una menor honradez.

Eso, seguramente, es lo que explica que seamos más duros con los carteristas que con los corruptos. Unos, al parecer, robarían por vicio y los otros porque lo llevan en la sangre y es su forma de ser.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 2 de septiembre de 2019

Manzanas traigo

Milio Mariño

Cuando habíamos logrado vivir como si el verano no se acabara nunca, como si la vida transcurriera en un eterno esperar por el lejano otoño, resulta que llegó septiembre con su circo de todos los años. Ya saben: el cole, el trabajo y la vuelta al tajo de unos políticos enfrentados que prometen que harán lo imposible por conseguir un acuerdo y evitar que haya elecciones.

Así que en esas estamos. Según el calendario, llegó septiembre, pero seguimos como hace dos meses. Como si estuviéramos en julio, sin el Sella y el Xiringüelo de por medio. Sin festejos y ya casi sin tiempo, de modo que sumen al lio de formar Gobierno, el lío más gordo de otras elecciones, la sentencia sobre el juicio del Procés y la sacudida europea por ese Brexit a las bravas que propone Boris Johnson. Menuda la que nos espera. Habrá que prepararse para un bombardeo informativo sin precedentes. Para la caricatura del adversario, el eslogan victimista, la ocurrencia del listo de turno y, hasta, para que cada cual haga suyo el pronóstico del tiempo. Se puede esperar cualquier cosa. Incluso que le pregunten a Pedro Sánchez por su propuesta para lograr un acuerdo y que éste responda: “Manzanas traigo”.

Ya sé que es una frase hecha para cuando a uno le preguntan y quiere escabullirse sin decir nada, pero a mí me ha venido a la cabeza como la mejor explicación del momento que vivimos. Creo que lo explica todo. Pedro Sánchez estaría diciendo que tiene sobre la mesa la cosecha de un manzano que le ha dado 123 manzanas preciosas de un color entre rojo y rosa. Manzanas que están todas en un cesto, dispuesto para que lo lleven al mercado del Congreso. Quien quiera que las compre y quien no que se abstenga.

En principio así están las cosas, pero Pablo Iglesias también pone en valor lo suyo y dice: aquí tengo yo otras 42 manzanas, de piel tersa y más rojas que las tuyas, que podríamos echar en ese cesto y juntar una cosecha de izquierdas que diera para un gobierno. Parece lo propio. Sería juntar manzanas con manzanas, nada de mezclar frutas distintas. Es mejor que en el cesto haya solo manzanas que, por ejemplo, manzanas y naranjas. La naranja, además de que no liga bien con la manzana, es una fruta agria. Un cítrico con sabor ácido que dejaría mal sabor de boca.

La propuesta tiene sentido. Podrá discutirse la calidad y coloración de las 42 manzanas que ofrece Pablo, pero todo apunta a que ese no es el problema. El problema es el miedo de Pedro Sánchez a que esas manzanas, que lucen frescas, rojas y apetecibles, tengan el bicho dentro. Tengan ese gusano que no se ve, pero suele salir al cabo de un tiempo. Con lo cual se echaría a perder la primitiva cosecha y quedaría patente que hubiera sido preferible que las manzanas permanecieran en dos cestos, sin mezclarse, aunque para el computo se sumaran todas juntas.

No sé si la metáfora servirá para explicar el momento y la situación política en la que estamos, pero se nos fue agosto y Pedro Sánchez sigue en La Moncloa, indiferente al paso de los días y contemplando su cesto de manzanas. Para mí que sigue pensando “Manzanas traigo”, aunque, por aquello de que quedaría feo, no lo diga así de claro.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 26 de agosto de 2019

Islas no tan lejanas

Milio Mariño

Una isla puede tener el tamaño que tenga; puede ser como Australia, no mayor que un barco o un inhóspito peñasco solo accesible para los cormoranes y las gaviotas, que siempre aporta misterio y un raro hechizo que nos invita a soñar. Algo que quienes vivimos por estos pagos tenemos fácil pues podemos disfrutar de varias islas situadas en la vecindad. Ahí están la Deva, la Ladrona, la Herbosa y la mítica San Balandrán. Isla, hoy, desaparecida que estaba en la ría de Avilés y es capítulo aparte por las leyendas e interpretaciones que circulan sobre su origen. Desde la más romántica que asegura que el monje Saint Brandán pisó suelo avilesino allá por el siglo VI, pasando por los que defienden que algún marinero irlandés bautizó así a la isla, o los que señalan que el nombre se debe a un barco llamado San Balandrán que a finales del siglo XIX estuvo varado allí largo tiempo.

San Balandrán, o Samalandrán que era como la llamábamos, fue isla que propició que muchos avilesinos viviéramos nuestra primera aventura en la mar. Una aventura que suponía cruzar la ría en una lancha motora que partía del muelle de Avilés, justo enfrente de donde está el paso a nivel. Eran poco más de dos millas, pero subíamos a bordo expectantes y con los nervios a flor de piel porque si la lancha se cruzaba con algún barco, mercante o de pesca, sufría los embates de un oleaje que a los niños nos parecía como que fuera una galerna. Nos aferrábamos al asiento y quedábamos quietos, siguiendo el consejo de aquel paisano que iba al timón y derrochaba autoridad.

Otra isla cercana es La Ladrona. Isla donde Dolores Medio sitúa uno de los personajes de su novela “Juan sin tierra”. En la novela aparece como “La Volgona” y el personaje dice de ella que es una isla que te llama y te llama con su voz de sal y de algas, con la canción salada de una mujer que tiene pechos de roca, y cola de sirena, y promete lo que no puede darte. Dolores Medio reproduce, en la novela, lo que a nivel popular se decía de La Ladrona, que era una isla que robaba vidas. Lo que ocurría, en realidad, era que las corrientes arrastraban hasta esa zona los cadáveres de los ahogados. Pero, la leyenda podía más. Se llegó a decir, incluso, que allí, a los pies de La Ladrona, había una terrible fosa marina con un calamar gigante que absorbía a la gente.

La Deva goza de mejor fama. Es la isla más grande del litoral asturiano y recibe su nombre de una deidad prerromana. Tiene nombre de diosa, diosa del agua, y tal vez por eso, y por su majestuosidad, fue admirada por pintores y poetas. Rubén Darío, el Nóbel Seamus Heaney y Joaquín Sorolla, se cuentan entre sus admiradores y nos hacen partícipes de una belleza que ha sido inmortalizada en lienzos y poemas.

La Herbosa es otra isla que está junto al Cabo Peñas y fue testigo de naufragios y curiosos sucesos como el abordaje del buque corsario “Stag”, y su capitán Fool, a la delegación asturiana que, en 1.808, acudía a Inglaterra para solicitar la intervención británica en favor de Asturias y contra Napoleón.

Como ven no necesitamos inventarlas, tenemos islas no tan lejanas que nos invitan a soñar y vivir aventuras.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 19 de agosto de 2019

Avilés hace un siglo

Milio Mariño


Son mayoría quienes sostienen que la historia es progresiva y lineal, que avanza sin vuelta atrás; pero tampoco faltan los que defienden que se repite a pesar de que las condiciones nunca son repetibles. Cierto que no lo son, pero hace ahora cien años, en 1919, también se habían celebrado elecciones, el 1 de junio, y España vivía un período de gran incertidumbre política. El presupuesto estaba prorrogado y no había manera de que pudiera formarse un Gobierno estable. En cosa de cuatro meses hubo hasta tres presidentes distintos y, al final, tuvieron que volver a convocar elecciones.

Las similitudes son evidentes, solo que entonces, hace un siglo, Avilés era una pequeña villa, de apenas 14.000 habitantes, que contaba con ferrocarril, telégrafo, una nueva iglesia con porte catedralicio, la de Sabugo, y un vistoso alumbrado eléctrico, el primero que hubo en Asturias, regalo del marqués de Pinar del Río. Además, había consolidado el despegue económico iniciado a finales del XIX, cuando se instalaron numerosas empresas y se construyó la dársena y el muelle de San Juan de Nieva, por donde llegaba el comercio y el capital de los indianos que hacían fortuna en América.

Aquel verano, el de 1919, también llegó, procedente de Bilbao, el vapor Mendi, que traía los raíles del Tranvía Eléctrico que se inauguraría dos años después, sustituyendo al tranvía de vapor. Otra buena noticia fue que, por fin, concluyeron las obras de construcción del Teatro Palacio Valdés, que duraron casi veinte años debido a problemas técnicos, pero sobre todo económicos. De todas maneras, Avilés ya tenía dos teatros: el “Teatro-Circo Somines” y el “Pabellón Iris”. También tenía tres fondas: La Serrana, La Ferrocarrilana y La Iberia; dos buenos cafés, El Colón y El Imperial, y un fenomenal Gran Hotel. Un hotel que hacía honor a su nombre, construido mirando al parque del muelle y al que no le faltaba de nada. Sus habitaciones, de gran lujo y corrientes, tenían cuarto de baño, con agua caliente y fría, teléfono urbano e interurbano, calefacción y ascensor eléctrico; el primero que funcionó en Avilés. El Gran Hotel disponía, además, de un coche oficial para servicio de los huéspedes, un espectacular Hispano–Suiza, matrícula O-475, que pasaría a la historia por ser en el que murió, en un accidente de tráfico, el, entonces, famoso actor teatral Bernardo Jambrina, que llevaba varios días representando su obra “La tragedia del amor”, en el “Pabellón Iris”.

Jambrina, se alojaba en el Gran Hotel y una tarde, después de almorzar, lo invitaron a una breve excursión por los alrededores de Avilés. Fueron por San Juan de Nieva y tras visitar Salinas y Arnao, regresaban por la carretera de La Plata. El caso que, subiendo La Plata, a la salida de la curva que da inicio a la pendiente, el coche volcó, se precipitó prado abajo y tres de los viajeros salieron despedidos. Jambrina no. Jambrina tuvo la mala suerte de quedar atrapado en el vuelco y recibió un golpe en la cabeza que le causó la muerte.

Fue un año importante aquel de hace ahora un siglo.  En Europa se firmó la paz de Versalles, tras la Primera Guerra Mundial, en España se instauró la jornada laboral de ocho horas y en Avilés las lecheras que bajaban de las aldeas, a vender leche a la Plaza, se declararon en huelga como protesta por los excesivos impuestos del Ayuntamiento.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 12 de agosto de 2019

Lo que fue Salinas

Milio Mariño

Tomando un café en la terraza de La Toldilla, que mucho antes de lo que es ahora ya era cantina de aquel tranvía que iba de Avilés a Salinas y tardaba 40 minutos, recordé que tengo unos apuntes por casa que llevan a la conclusión de que Salinas no es lo que fue ni so sombra. Cierto que tiene el Longboard, esa disciplina elegante del surf de tabla larga que está siendo un éxito y un negocio, pero es apenas nada si comparamos estos tiempos con los de principios del siglo pasado, cuando los veraneantes eran personajes que estaban en la élite de la sociedad. 

Salinas era, entonces, una plaza de segunda división, pues en los círculos de la burguesía se decía que quienes venían a veranear Salinas era porque no tenían dinero para veranear en San Sebastián, pero es que, ahora, no pasamos de primera regional. Ahora quien ha salvado un poco los muebles, en estos últimos años, ha sido el Nóbel de Literatura Seamus Haney, un habitual de Salinas que la última vez que vino fue en abril de 2013, poco antes de morir. 

Quitando algún famosillo de la tele que pasa por Salinas poco menos que de incógnito, no hay color entre lo que fue, en sus buenos tiempos, y lo que es ahora. En Salinas veranearon Palacio Valdés, Clarín, Antonio López, Vaquero Palacios, Juan Antonio Vallejo Nájera, Gómez de la Serna y el también premio Nobel Santiago Ramón y Cajal, que pasó algunas vacaciones en el antiguo hotel de la calle Príncipe de Asturias, cuyo comedor de huéspedes era lo que, desde hace muchos años, es la farmacia Vázquez. 

Por Salinas también pasaron muchos de los integrantes de la famosa colonia artística de Muros del Nalón. Casto Plasencia, Tomás García Sampedro, Agustín Lhardy y otros intelectuales y pintores que celebraban animadas tertulias en el antiguo Balneario de madera que luego dio paso al Club Náutico fundado por Álvarez Buylla. 

De aquellos tiempos hay infinidad de anécdotas. Desde el naufragio de Clarín que, el 19 de agosto de 1889, fue a pique a la altura de El Espartal y pudo ganar la orilla, aunque perdió el sombrero y los anteojos, a la mala suerte de Palacio Valdés, que se fracturó una cadera al bajar de un tranvía, o la buena de Juan Antonio Vallejo Nájera, que con cinco años, y veraneando en la Fonda Lola, lo llevaron a las Fiestas de San Agustín, en Avilés, le compraron una papeleta de la Xata de la Rifa y acabó tocándole aunque no pudo recoger el premio. Lo cuenta en su libro “Vallejo y yo”. 

Gómez de la Serna fue otro de los habituales que pasó buena parte de su juventud en Salinas. Tal es así que el 9 de agosto de 1909 recibió en la casa donde veraneaba una citación en la que le indicaban que debía incorporarse al servicio militar y presentarse en la Alcaldía de Avilés para tallarse y recoger su pase como recluta. 

Pero a quien Salinas le debe un buen homenaje es a Vaquero Palacios, un extraordinario pintor, escultor y arquitecto que murió, con 98 años, pintando la playa de El Cuerno. Hacía mucho tiempo que Vaquero Palacios no venía por Salinas, pero todos los años volvía a pintar la playa basándose en sus recuerdos. El Cuerno, quizá sea lo único que queda intacto de aquel Salinas que fue.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 5 de agosto de 2019

La inteligencia artificial y la otra

Milio Mariño

Cada vez se habla más de lo mucho que progresa la inteligencia artificial y de lo que un robot puede hacer, pero cuando alguien saca ese tema yo me revelo y digo que no conozco a ningún robot que sea capaz de contarnos un chiste. Sí, ya sé que es una disculpa infantil, sobre todo porque pueden grabarle unos cuántos y programar que los suelte en un momento determinado, pero apuesto a que serían malos y los diría cuando no vengan al caso. De todas maneras, aunque fueran buenos, la prueba definitiva es que si somos nosotros quienes le contamos un chiste, el robot seguro que no lo pilla. Ni lo pilla ni comprende que es una broma porque para ello sería necesario que pudiera descifrar los matices, algo que es imposible en un sistema automático. De modo que lo tengo claro. La inteligencia artificial, aunque sea en el año 3.000, seguirá siendo muy inferior a la humana. Y eso que la humana está retrocediendo a pasos agigantados.

Valorar la inteligencia siempre es complicado. Sobre todo, si se trata de la nuestra porque quitando a un par de fantasmas, que presumen sin cortarse, el resto hacemos un esfuerzo por disimular que somos más inteligentes que nadie o, al menos, más que la mayoría de los que nos rodean. Y no les cuento si hablamos de esta generación a la que pertenezco. Los que estamos próximos a la vejez o, tal vez, ya somos viejos, solemos decir de los jóvenes que cada vez son más tontos. Lo curioso es que los niños nos parecen muy listos. Nos asombra que manejen a las mil maravillas esos aparatos electrónicos que, para nosotros, siempre son un engorro. Así es que el misterio sería qué pasa luego, cuando los niños se hacen adultos.

No pasa nada. Pasa lo que dijo el escritor inglés John Lyly, autor de “La anatomía del ingenio”: Los jóvenes piensan que los viejos son tontos y los viejos saben que los jóvenes lo son. Cosas de la edad. Eso creía, pero resulta que según un estudio de Bernt Bratsberg y Ole Rogeberg la inteligencia de los jóvenes, que había ido en aumento hasta mediados del siglo pasado, ha comenzado a disminuir y ahora está cayendo a razón de siete puntos por generación. Un descenso que, según dicen, comenzó con los nacidos en 1975, es decir con los que ahora tienen 44 años.

Lo preocupante es que no es uno, son varios los estudios que coinciden en que la inteligencia de los jóvenes va en descenso. Solo discrepan en cuanto a las causas. Mientras algunos dicen que es porque las personas menos inteligentes tienen más hijos, otros aseguran que la cuestión no es genética, sino que el declive se debe a factores relacionados con el entorno. Sugieren que la preferencia de los jóvenes por la televisión, los ordenadores, los juegos electrónicos, la Tablet y el teléfono móvil, en detrimento de la lectura y los libros, pueden estar detrás de esa tendencia actual hacia la estupidez.

Acepto la sugerencia. Lo cual nos lleva a la conclusión de que la inteligencia artificial no solo no avanza al ritmo que nos dicen, sino que nos está volviendo más tontos. Así que cuidado. Es muy posible que los robots estén volviendo más tontos a los jóvenes porque saben que nunca podrán alcanzar la inteligencia que tienen los viejos.


MIlio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 29 de julio de 2019

Aniversario para alucinar

Milio Mariño

Hace apenas una semana se cumplieron 50 años de lo que algunos creímos ver en directo: la llegada del hombre a la Luna. Digo creímos porque recuerdo que nos reíamos mucho cuando alguien decía que desconfiaba de que aquello fuera cierto, pero resulta que ahora, cincuenta años después, hay más escépticos que entonces y se añaden nuevas dudas sobre lo que pudo ocurrir aquel 21 de julio de 1969. 

La teoría de que las imágenes del acontecimiento habrían sido grabadas en un plató cinematográfico, por Stanley Kubrick, tiene muchos adeptos y también la idea de que todo obedeció a una operación de propaganda, montada por los americanos para demostrar su poderío frente a la Unión Soviética. 

Quienes apoyan esta versión sostienen que la bandera de Estados Unidos aparece ondeando, algo imposible en la Luna, y que esa bandera desapareció en las fotos tomadas por misiones posteriores. Para reforzar su postura señalan que después de aquel viaje ni Estados Unidos ni ningún otro país enviaron a nadie más a la Luna. Nada, ni un solo viaje en 50 años. Detalle que aprovecha Bill Kaysing, que trabajó en la NASA, para asegurar que todo fue un engaño y explicarlo en su libro “We never went to the Moon”. Según él, la NASA carecía, entonces, de los conocimientos técnicos necesarios para poner a un hombre en la Luna. 

No sé qué decirles. Sigo siendo creyente. Creo que el hombre llegó a la luna, pero cada vez tengo más dudas. Y no es que ahora considere las teorías que antes me parecían absurdas, sino que hay datos que invitan a la reflexión. Hace poco se publicó que los ordenadores que controlaban aquella nave espacial tenían menos capacidad de procesamiento que cualquier teléfono móvil de hoy en día. La tecnología del Apolo 11 era similar a la de aquellas calculadoras que empezábamos a usar en el bachillerato. Era de risa si la comparamos con lo que hay ahora. 

Ha llovido mucho desde entonces. En los últimos 50 años, hemos sido capaces de logros espectaculares: detectar ondas gravitacionales, aplicar técnicas de edición genética para modificar embriones y tratar enfermedades hereditarias; desarrollar tratamientos que curan muchos casos de cáncer; tener coches que se conducen solos; descubrir sistemas solares con exoplanetas en galaxias lejanas… Hemos hecho mil cosas menos volver a la Luna. ¿Por qué? 

Es que sale muy caro. Dicen los americanos cuando les preguntan. Pues a lo mejor es por eso, pero suena a disculpa poco creíble. Y menos creíble aún, cuando varios países han anunciado que quieren volver a la Luna. Empezando por la Agencia Espacial Europea, que prevé establecer allí una colonia humana, y siguiendo con Trump que anuncia que los americanos volverán en 2024. Rusia también quiere enviar un cohete turístico que dé vueltas alrededor de la Luna a razón de 100 millones de dólares el billete, China asegura que enviará un taikonauta, la versión china del astronauta, entre 2025 y 2039, e incluso la India planea una misión con destino al satélite terrestre. 

De pronto todos quieren volver. Volver si es que hemos estado allí porque cabe la duda de si nos engañaron o nos dijeron la verdad. Lo que no ofrece dudas es que los ordenadores y la tecnología que se usaba entonces era inferior a la que hoy tenemos en nuestro teléfono móvil. Y solo con eso ya es como para alucinar en colores.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España