Desde los tiempos de Maricastaña,
época a la que recurrimos cuándo falla la memoria, los funcionarios han venido cosechando
toneladas de mala fama debido a lo bien que viven. Justo por eso ocupan el
primer lugar en el ranking de las envidias. Según varias encuestas, el 72% de
los españoles quisiera ser funcionario. Por muchas razones. Por la tranquilidad
de un puesto de trabajo seguro, el salario, los días libres… Y porque no dan
palo al agua. Tópico que, en algunos casos, puede tener visos de realidad pero
que en la mayoría supone una grave calumnia.
Hablamos de los funcionarios no
por la vieja polémica de si trabajan poco o mucho, sino porque amenazan con ir
a la huelga si pierden uno de sus privilegios: poder elegir entre ser atendidos
en la sanidad pública o la privada.
A este respecto, todos los
sindicatos, incluidos los que se consideran de clase, UGT y CC.OO, defienden
que se respete ese privilegio. Que el gobierno mantenga el concierto con las
aseguradoras privadas, por más que suponga un disparate económico y lo razonable
sea que los trabajadores públicos no tengan más derechos, ni privilegios, que
el resto de los trabajadores.
Debería ser lo normal. No hay
nada que justifique que los funcionarios deban tener un trato de favor pero,
por lo visto, nadie está dispuesto a poner fin a una situación anómala como lo
es que los contribuyentes paguemos la sanidad privada de los trabajadores
públicos.
El conflicto ha surgido cuando se
cumplen 50 años de la muerte del dictador y sirve para recordarnos que aún
perduran algunas anomalías que provienen del franquismo y de los apaños
coyunturales que tuvieron que hacerse al inicio de la transición democrática.
Lo que, hoy, conocemos como Muface
se creó en 1975 para agrupar el mutualismo administrativo heredado del
franquismo cuando la Seguridad Social no era universal ni tenía una cobertura completa
como ahora. En aquellos años aún no estaba plenamente desarrollada la sanidad
pública, por lo que se prefirió mantener la posibilidad de que los funcionarios
pudieran escoger, a través de su mutualidad, recibir prestaciones médicas por
medio de una aseguradora concertada.
Desde entonces han pasado ya muchos
años, pero ningún Gobierno, por miedo a las consecuencias electorales, quiso
acabar con esta situación anómala como tampoco lo hizo con otra anomalía: la
educación concertada. Otro privilegio difícilmente justificable por motivos
parecidos a los de Muface. Los que defienden estas dos prebendas creen que tienen derecho,
en un caso, a un seguro médico privado y en el otro a mandar a sus hijos a un
colegio privado pagado con dinero público.
La situación es que, ahora, las
aseguradoras que atienden a los funcionarios se han destapado pidiendo un
aumento del 41% en la prima que debe pagar el Gobierno. Y el Gobierno ha echado
el resto aprobando 1.000 millones suplementarios de lo que establece el
convenio en vigor. Pero, al parecer, no es suficiente. Quieren más. Exigen un incremento
mayor y su postura suena a chantaje y no a una petición justificada.
Cuando se aprobó la Ley General
de Sanidad, en 1986, quedó establecido que había que corregir las desigualdades
sanitarias, pero seguimos igual. Nadie se atreve a terminar con los privilegios
y que todos los trabajadores, públicos y privados, sean atendidos en la sanidad
pública, que es la única que debe ser financiada con fondos públicos.
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Milio Mariño