Acaba febrero, que tiene fama de
loco, y nos deja la imagen de Donald Trump en la Casa Blanca, firmando decretos
con un rotulador negro, en compañía de Elon Musk y su hijo. Una escena que
pasará a la historia y confirma lo que algunos ya sospechábamos, que Trump y
Musk son pareja de hecho y piensan gobernar el mundo en modo matrimonio antiguo.
Musk se encargará de los asuntos domésticos, de barrer y limpiar funcionarios,
y Trump de ganarse el sueldo haciendo negocios.
Era lo esperado. El idilio que
estaban viviendo solo podía acabar en boda y las pretensiones de la pareja no
podían ser otras que devolvernos al pasado y plantear el futuro reinventando el
fascismo. La novedad, si acaso, es el rotulador negro, el niño en el despacho y
que los mandamases aparezcan en público luciendo una gorra que se ha convertido
en el símbolo de la nueva política, como en su día lo fue la hoz y el martillo de
Rusia y el comunismo.
Son libres de vestir como quieran
pero, si nos atenemos a la política social y económica que están firmando, lo
coherente sería que Musk y Trump usaran sombrero. En cambio han elegido la
gorra, una prenda que, con visera o sin ella, identificamos con el mundo rural
y la gente del campo. Gente humilde que justifica su uso como recurso para
protegerse del sol en verano y el frio en invierno. No es el caso de Musk y
Trump, que se sospecha deben hacerlo porque creen que entre la cabeza y la
gorra se establece una conexión directa. Un sincronismo automático que conecta
el cerebro con el apego al terruño y la resistencia al progreso.
De todas maneras, que usen gorra,
aunque carezca de sentido y estéticamente confunda un poco, tiene un pase
porque, como bien dijo un gran poeta andaluz, hay gorras muy juiciosas que corrigen
a sus portadores cuando entienden que la cabeza desvaría y no se porta como es
debido. Así que, por esa parte, cabe tener esperanza.
Las gorras pueden defenderse, los niños no. Ese
niño, de cuatro años, que Elon Musk llevaba subido en la chepa mientras estaba con
Trump en el Despacho Oval de la Casa Blanca, no tuvo la desgracia de que le
pusieran el nombre cursi de Borja Mari, pero su desgracia es mayor. Se llama X
Æ A-12 y ha tenido la mala suerte de que su padre lo utilice como juguete para
mandarnos a saber qué mensaje. Tal vez que sigamos su ejemplo y, por el bien de
nuestro país, tengamos trece hijos, que son los que él tiene con tres mujeres
distintas. Una prole que reconoce suya salvo en un caso, el de su hija transgénero,
nacida bajo el nombre de Xavier Musk, que al cumplir la mayoría de edad solicitó
ser inscrita como mujer y que le dieran un nombre y unos apellidos distintos para que no
la relacionaran con su padre bajo ningún concepto. Ahora se llama Vivian Jenna
Wilson, se ha declarado socialista radical y dice que su futuro no lo contempla
viviendo en Estados Unidos.
Musk ha reconocido públicamente que,
para él, el hijo que se cambió de género está muerto. Ahora solo falta que
reconozca que a este otro hijo, que pasea a hombros por el Despacho Oval de la
Casa Blanca, lo está matando.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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