Los recuerdos no se los lleva el
viento, se atrincheran en algún lugar de nosotros y cuando se aburren nos dan un
pellizco. A mí me lo dieron mientras paseaba por el mercadillo que organizan los
lunes en la Plaza de Abastos. Caminaba distraído mirando los tenderetes cuando,
de pronto, vi un mandil. Uno que eran muchos porque en los tenderetes había un
amplio surtido de tallas y colores, prueba de que los mandiles se siguen
vendiendo, a pesar de que son una prenda que pertenece a un pasado en el que las
tareas domésticas estaban peor repartidas y las mujeres andaban todo el día de
aquí para allá, limpiando, guisando y, si acaso, atendiendo el huerto y cuidando
de los animales como pasaba en el mundo rural.
El mandil al que me refiero, de tela y casi como una bata, se asocia a la
mujer ama de casa y al trabajo no remunerado. Detrás de esa prenda hay mucha
faena por más que antes no se reconociera y ahora se reconozca un poco. Fueron
muchos años que las mujeres ponían el mandil por la mañana y no se lo quitaban
hasta la noche para dormir. No sabían de empoderamientos ni celebraciones. La
primera manifestación autorizada en España, por el 8 de marzo, se celebró en
1.978, en el Pozo del Tío Raimundo, en Madrid, donde la plataforma de
organizaciones feministas logró reunir a casi mil personas.
Puede parecer lejano, pero todo es
muy reciente. La mujer ha tenido que ir, paso a paso, ganando derechos que los
hombres disfrutaban desde un principio. Hace nada, en España no era delito la
barbaridad de que el hombre matara a su mujer si entendía que le había sido infiel.
El crimen tenía como castigo una infracción civil o un destierro y no fue hasta
1.963 cuando prohibieron estos asesinatos que gozaban de impunidad. Aun así, la
mujer siguió siendo ignorada como persona de pleno derecho hasta el año 1981,
que fue cuando, por primera vez, pudo abrir una cuenta corriente a su nombre en
un banco, o tener un pasaporte propio sin permiso del marido. Ese año, también
se legalizó el divorcio.
Solo tres años antes, el 7 de octubre de
1.978, y como consecuencia de los Pactos de la Moncloa, se había despenalizado
el uso de la píldora anticonceptiva. Una medida que supuso una auténtica
revolución social ya que la ignorancia y el desconocimiento que las mujeres y
los hombres tenían sobre todo lo relacionado con el sexo era supina. Contaba,
hace poco, un médico vasco que, después de la despenalización, todos los meses
extendía dos recetas de la píldora anticonceptiva a una paciente sin atreverse
a preguntar por qué dos. Aquello no le cuadraba y empezó a sospechar que
traficaba con el medicamento. Al final se atrevió y preguntó: ¿Por qué me pide dos?
Porque es lo mínimo, doctor: una para mí y otra para mi marido.
El mandil sigue ahí y su
presencia sigue denunciando, en silencio, la presión que ejerció y ejerce sobre
las mujeres cuando se lo ponen. Los hombres, ahora, también empiezan a ponerlo
y lo usan de vez en cuando, pero las mujeres no acaban de quitárselo. Esa es la
diferencia. Los muchos mandiles que siguen a la venta en los tenderetes de los mercadillos
prueban, mejor que cualquier estadística o estudio, que en igualdad todavía
falta mucho.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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