No arranqué ni pienso arrancar la
hoja del calendario. He decidido quedarme en agosto y en agosto me quedo, igual,
hasta navidades. Hasta que la alegría y la música de esos días se impongan al
coro de malas noticias y casi ninguna buena. Ya saben: fuerte subida de los
precios, incendios, robos, asesinatos, el virus del murciélago, la viruela del
mono y manadas de jabalís que vuelven a pasear por el barrio después de haber
veraneado en los montes cercanos.
Nada nuevo por más que digan que
ha llegado septiembre y todo se ha puesto peor. Ninguna novedad, por suerte, ya
que si esas noticias las leyéramos por primera vez pensaríamos que está próximo
el fin del mundo. Pero ya las hemos leído otras veces y sabíamos que estaban ahí,
esperando el final del verano. De modo que pueden ahorrarse el vicio de
amenazarnos. Hace tiempo que remediar el dolor, sea cual sea su procedencia, está
al alcance de más personas.
Lo que dicen que puede pasar es
posible que pase, pero siempre tendrá mejor solución de la que tuvo hace años.
Sobre todo si nos remontamos a otras épocas y otros siglos. Por eso que de
miedo nada, vivimos mejor que nunca aunque algunos se empeñen en decir lo
contrario.
Para convencernos, apuestan por
el argumento de que hay personas que viven mal o muy mal. Y, es cierto, sería
absurdo negarlo. Constituyen una realidad incuestionable, pero si solo nos
fijamos en ellas hacemos trampa. Perdemos la perspectiva; nos olvidamos de cómo
se vivía antes y como se vive ahora y eso tampoco parece justo. El análisis
debería hacerse al margen del derrotismo a ultranza y el optimismo ingenuo.
Partiendo de una visión realista que nos permita gestionar las ventajas de la situación
actual y no perdernos en deseos y ambiciones frustrantes.
Lo que intento decir es que si
damos todo el protagonismo a las malas noticias aportamos la dosis de idiotez
necesaria para crear una indignación y un malestar que nos impedirán ver las
cosas como, realmente, son. Seremos títeres del perverso juego de la perspectiva
única y llegaremos a conclusiones falsas. El mundo, ciertamente, no es perfecto
y ni siquiera hace falta defender que vaya bien, pero la gente vive mejor que
nunca. Circunstancia que no debería llevarnos a la complacencia absoluta ni tampoco
al derrotismo que algunos intentan.
Es posible que seamos más
pesimistas porque vivimos mejor. No tenemos mucha fe en el progreso y evitamos
la reflexión y el análisis de cómo se vivía hace poco. El recuerdo de un pasado
peor no interesa. Nos hemos acostumbrado a obtenerlo todo tan rápido, y casi
sin esfuerzo, que cualquier obstáculo parece insalvable.
Este otoño posiblemente tengamos
problemas, pero no comparto la versión catastrofista que se empeñan en
transmitirnos quienes en vez de arrimar el hombro solo critican. El futuro no
se presenta muy halagüeño, pero si gobernaran los que dicen que España está al
borde del precipicio y solo ellos podrían salvarnos, seguro que no tendríamos
un horizonte mejor.
Entenderán ahora por qué he
decidido quedarme en agosto hasta que lleguen las navidades. Septiembre, como
retroceso social a los tiempos de la penuria y el frio, no existe. Es un
invento de quienes se empeñan en fastidiarnos pronosticando desgracias al por
mayor. Estamos donde estábamos, ni mejor ni peor que hace treinta días. El sol probablemente
caliente menos, pero tampoco hace frio.
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Milio Mariño