Pasaron las navidades y seguimos
vivos. Quedan los Reyes Magos, pero la gente se está haciendo republicana de Papa
Noel y el seis de enero cada vez se celebra menos. Así que se acabaron las
comilonas, las borracheras justificadas, cenar con los cuñados y cuñadas
plastas, y las prisas, los empujones y el griterío. Queda atrás todo un año y
estrenamos otro nuevo. El 2022 nada menos.
Digo nada menos porque soy muy
mayor, si fuera adolescente diría que ya era hora, que el 2021 duró como año y
medio. El tiempo es igual para todos, pero pasa más rápido cuantos más años
cumplimos. En mí caso, ya no es que corra, vuela. Pasa volando, de modo que o lo
cojo al vuelo o quedo en tierra lamentándome de que la vida se acaba y si no
espabilo me faltará tiempo para disfrutarla.
Dándole vueltas a esto, recordé
que en algún libro, no sé de quién, leí que el tiempo somos nosotros. Que nosotros
somos los responsables de lo que ya somos y de lo que, todavía, podemos ser. Por
eso que el problema no es tanto que pensemos en lo que está por venir como que
volvamos con lo que pudo haber sido y no fue. Con lo que no hicimos por cobardía,
miedo al ridículo o a saber qué.
Nuestro pasado es como un regalo
que desenvolvemos de vez en cuando. Un regalo que abrimos con ilusión, aun
sabiendo que no vamos encontrar nada nuevo ni ninguna sorpresa. Estos días son propicios
para eso, para desenvolver el pasado y reflexionar sobre como llevamos la vida
y si podríamos llevarla mejor. El resultado da igual, no importa lo que encontremos.
Ya podemos estar muy, o poco, satisfechos que siempre que llegan estas fechas
nos invade el propósito de enmienda sin que medie la reflexión de que la vida
es lo que es y no lo que pudo haber sido y no fue. Pasamos por alto que no
sirve de nada mortificarnos con la pregunta: ¿Y si hubiera hecho?…
La pregunta responde por si misma,
significa que no lo hice, de modo que lo hecho, hecho está; no tiene vuelta de
hoja ni hay posibilidad de cambiarlo. Ocurre lo que ocurre, no lo que podría
haber ocurrido.
Nos enfrentamos al mismo dilema
cuando nos preguntamos qué haremos y como nos irá en este año que acabamos de
estrenar. No lo sabemos porque imposible saberlo. Una vez que empieza, el año toma
vida propia y de poco sirven las predicciones y los propósitos. Lo mismo nos
pasa a nosotros. Volveremos a tener nuestras dudas y volverá a ocurrir lo que ocurra,
sin que podamos evitarlo.
Ahora mismo, los datos no son muy buenos, pero
nuestro afán de supervivencia nos lleva a ser optimistas y soñar con que se
acabará lo malo. Se acabarán todas las crisis: la del virus, la económica y,
por añadidura, la nuestra.
Soñar con que este año será mejor
que el 2020 y el 2021 no es nada descabellado. Hay tantas probabilidades de
acertar y que el sueño se cumpla como de que nos equivoquemos. Hasta ahora
ninguno de los pronósticos que se hicieron se ha cumplido. Quien sabe, a lo
mejor siendo menos inteligentes y más utópicos, cerrando los ojos y apretando
los puños con fuerza, igual nuestros deseos se cumplen y este año es mejor que los anteriores.
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Milio Mariño