Cuando estaba dándole vueltas a
qué escribir esta semana recordé que hace diez días, el pasado 21 de marzo, se
celebró el Día mundial del Árbol. No soy muy dado a estas celebraciones, pero mientras
desayunaba leí la noticia y no pude refrenar el impulso de acariciar unos
árboles que plantó mi bisabuelo, un peral y tres higueras, que siguen vivos y,
según pude comprobar, fieles a la tradición de reverdecer en primavera.
Pasé la mano por la corteza, noté
los estragos de la vejez y me estremecí de la cabeza a los pies. Pero luego miré
las ramas y vi que ya empiezan a sonreír, a su silvestre manera. Fue un alivio.
Dicen que, a nivel mental, es muy recomendable abrazar un árbol porque mejora
los estados de depresión, cura la ansiedad y ayuda a que liberemos los
pensamientos negativos, pero no me gusta la arboterapia. Creo que es injusto que
utilicemos los árboles para traspasarles nuestras miserias. Así que, ya digo, prefiero acariciarlos.
Estos árboles, de los que hablo y
presumo, los he recibido en herencia. Aún con eso, casi que no me atrevo a
decir que son míos porque pertenecen a la memoria de mis antepasados y a los miles
de pájaros que, a lo largo de estos años, los habrán entretenido y acompañado.
Me limito a quererlos y los disfruto por más que confesar estas cosas suponga una
debilidad woke que tal vez se asocie con la defensa del medio ambiente y el
sentimentalismo. No me importa. Siempre que puedo me apunto a las emociones de
los pequeños actos cotidianos. Sigue asombrándome que, cada año, vuelva la
primavera incluso donde hay horror y el dolor campa a sus anchas cómo es el
caso de Gaza.
No sé si estarán al tanto de que Israel,
además de matar a miles de Palestinos, también está matando miles de olivos. Los
soldados tienen orden de destruirlos y, al parecer, sienten predilección por los
más viejos. La explicación de los altos mandos militares es que tienen que
hacerlo por razones de seguridad.
Se entiende mal que los árboles
sean un peligro. Talarlos o arrancarlos de cuajo supone aumentar la tragedia. Las
familias palestinas, además de perder a padres, madres, hijos y abuelos,
también están perdiendo a sus árboles queridos. Lo cuenta una niña en el documental
de Stefano Savona que logró el premio en el Festival de Cannes. “Aquí mismo había
una gran higuera y los niños subíamos a coger fruta”. ”Eran los árboles de
nuestros antepasados y los están destruyendo todos, pero volveremos a
plantarlos”. Dice otro niño.
Será difícil que lo consigan. Cuando
acabe la guerra, que acabará, alguien se arremangará por encima del codo,
limpiará los escombros, barrerá el polvo y dejará las ruinas como un solar
limpio para que venga otro y haga realidad el sueño profético de construir un
resort de lujo. Será lo que suceda y, seguramente, no lo veremos porque las
televisiones se habrán ido y estarán retransmitiendo otra guerra.
Quienes se encargan de llevar las cuentas
dicen que, en Gaza, llevan contados más de 50.000 muertos. Eso sin contar los
árboles, que también son seres vivos. Pero, si no hay señales de dolor ni
siquiera de sorpresa por las personas que mueren pidiendo auxilio a gritos tampoco
debería extrañarnos que nadie mueva un dedo por los árboles que mueren en
silencio.