lunes, 11 de agosto de 2025

Los eclipses pueden costar un ojo de la cara

Milio Mariño

Después de la rueda de prensa que siguió al Consejo de Ministros, antes de las vacaciones, el Gobierno anunció que había creado y puesto a trabajar a un grupo de altos cargos, de trece ministerios, para que planifiquen y organicen lo que sea necesario, al objeto de que no haya problemas con los tres eclipses de sol que están previstos para el año que viene, el siguiente y el otro.

Intenté razonar en serio, pero me costaba creerlo. Que un país alegre y despreocupado, como el nuestro, que se caracteriza por la improvisación, adopte medidas que no suscriben ni los más previsores es tan increíble que parece un despropósito. Y, tal vez lo sea si tenemos en cuenta que el primer eclipse se producirá el 12 de agosto de 2026, a las ocho y media de la tarde, y durará 1,48 minutos.

No me olvido de que también tendremos eclipses los dos años siguientes y no habrá otro hasta 2.081, pero ni con esas creo que esté justificado semejante despliegue. Aunque la disculpa sea que millones de personas estarán esperando ese momento, y hay que protegerlas, no puede ser que el Estado gaste una millonada en decirle a la gente que evite mirar al sol y en regalar gafas negras para que no utilicen inventos caseros. Si el Estado decide asumir, a su cargo, la responsabilidad de evitar irresponsabilidades, el gasto será estratosférico. No habrá presupuesto que lo resista.

 El grupo que se ha creado, presidido por el Secretario de Estado de Ciencia, dice que su misión es prevenir riesgos y garantizar que millones de personas puedan observar los eclipses de forma segura y sin poner en jaque al sistema. Un objetivo que vuelve a reabrir el debate sobre si lo que llamamos Estado de Bienestar debe ser un modelo de Estado que garantice el bienestar de los ciudadanos, proporcionando servicios básicos como salud, educación y pensiones, o debe ir más allá y protegerlos, también, cuando se empeñan en hacer tonterías.

Hay datos que corroboran que la estupidez va en aumento y cada vez está más subvencionada. Ya me dirán si tiene sentido ese letrero que pone: Mire antes de cruzar. Ejemplos iguales o perecidos encontramos a montones. Un hotel de Mallorca ha colocado en sus habitaciones y en varios idiomas: El balcón no es un trampolín.

Aunque la inteligencia artificial avanza, avanza todavía más la estupidez humana. En estos últimos años han muerto 379 personas por hacerse selfies en sitios peligrosos. La explicación de los siquiatras es que las emociones fuertes pueden más que el instinto de protección. Pues nada, qué se le va a hacer… Si la estupidez no tiene límites, servirá de poco que las autoridades contemplen acciones de prevención para cuando se produzcan los eclipses. Existe el deber de auxilio, es cierto, pero habría que ver hasta qué punto está justificado que el Estado auxilie, con el dinero de los contribuyentes, a los insensatos que decidan hacer idioteces. 

Si el Estado se ha propuesto evitar los problemas que puedan surgir por la contemplación de los eclipses, en vez de crear una comisión de expertos, para proteger a los imbéciles de sus imbecilidades, mejor sería que empezara con una campaña de vacunación intelectual, a todos los niveles, contra la estupidez. Saldría más barato y sería más eficaz.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 4 de agosto de 2025

El carrito de los helados

Milio Mariño

Mientras disfrutaba de la sombra nemorosa de un árbol viejo, la memoria se me fue al cielo y rescató del olvido el carrito de los helados. Lo citaban en el periódico y recordé que era una especie de cajón de madera, de metro y medio de largo, que tenía dos pequeñas ruedas, un varal para manejarlo y se adornaba en el centro con tres brillantes conos metálicos.

A los mandos de aquel artilugio, iba un señor que recitaba, a voz en grito: ¡Al rico helado!... Tutti frutti, vainilla, chocolate, mantecado…  

En mi memoria infantil había quedado grabada la imagen de un hombre que tiraba del carrito hasta situarlo en un sitio estratégico. Lo recuerdo como una especie de mago, vestido con una chaqueta blanca, que cogía una curiosa herramienta, la sumergía en un recipiente con agua, levantaba la tapa, introducía la mano y sacaba, por arte de magia, una bola de placer y frescura que podía llevarte a un estado de levitación alienígena.

En el periódico que estaba leyendo decían que habían cogido a alguien con el carrito del helado y me produjo una alegría tremenda. Hacía tantos años que no veía un carrito ni un heladero, qué supuse que sería noticia por la novedad de que volvieran. Pero seguí leyendo y acabé indignado ante la gran injusticia de que hayan convertido al carrito de los helados en un símbolo de culpabilidad. Por lo visto, a cualquiera que pillan haciendo algo malo dicen que lo han pillado con el carrito del helado. Han pasado de aquella frase, con las manos en la masa, a esta que tampoco tiene relación con la fechoría. Ni el panadero entonces ni el heladero ahora, han hecho méritos para que los mezclen en asuntos turbios. La única razón que se me ocurre es que quienes aluden al carrito del helado sean malos poetas que no alcanzan a componer un soneto y se conforman con un pareado. Ni el carrito ni el heladero vienen a cuento cuando se trata de sinvergüenzas, mentirosos o corruptos.

Se empeñan en confundirnos y me temo que lo están consiguiendo. Las nuevas generaciones, la gente de ahora, lo mismo piensa que el carrito del helado, tantas veces aludido, era un carrito repleto de monedas de oro, billetes de banco, chanchullos, falsos empleos para las amantes de los corruptos, comisiones ilegales, mentiras en los currículum, felonías, favores, pelotazos…  Todo lo malo que se nos ocurra y pueda caber en un carrito.

El desprestigio del carrito del helado supone una gran injusticia y es necesario restaurar su buen nombre. En otros tiempos, cuando un servidor era niño, al que pillábamos con el carrito de los helados no lo pillábamos cometiendo una fechoría sino haciendo un trabajo humilde y honrado que, seguramente, estaba mal pagado y era una mezcla de dedicación y altruismo solo comparable a otros oficios, con vocación de servicio público, como pueden ser el de castañero o barquillero.

Poner al carrito de los helados como símbolo de culpabilidad es confundir al personal y tratar de restar importancia a las tropelías de los sinvergüenzas. Dicen lo del carrito y hay gente que se lo cree. Por eso conviene insistir, si es necesario, hasta la saciedad: el carrito de los helados solo almacena helados de cucurucho y de corte. La corrupción no va en carrito, va en coche.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

 

 


lunes, 28 de julio de 2025

Superman y el Capitán Trueno

Milio Mariño

Como quien ignora que existen los calendarios, Superman ha cumplido 87 años y podría vivir, olvidado, en una residencia de ancianos si fuera una persona corriente y no un superhéroe. Pero ahí lo tenemos, sigue en la brecha y se ha adaptado a los tiempos, y a la vida y costumbres americanas, a pesar de que, en sus orígenes, fue un sin papeles.

Superman llegó a Estados Unidos, de forma ilegal, en junio de 1938, procedente del planeta Kryptón y fue adoptado y criado por dos granjeros, Martha y Jonathan Kent, que le inculcaron unos valores y principios que luego serían característicos de sus hazañas y aventuras. Desde siempre se dedicó, por entero, a luchar contra las injusticias utilizando sus superpoderes para combatir a los villanos que asolan el mundo achuchando a los más débiles.

Aunque no se mencione, parece evidente que Superman ha seguido un plan de envejecimiento activo que le permite estar en plena forma a los 87 años. En su nueva película, estrenada el pasado 11 de julio, sigue defendiendo la justicia en un mundo cada vez más cínico, que ha perdido la fe y considera que la bondad es un valor obsoleto. Nada ni nadie han conseguido apartarlo de su misión, a pesar de que cada vez es más difícil distinguir a los buenos de los malos. La confusión ha llegado a tales extremos que la ultraderecha estadounidense acaba de arremeter contra Superman, calificando su nueva película como izquierdista y promotora de las ideas y los valores de la ideología woke. Un disparate que puede ser, todavía, mayor si los Trumpistas insisten en llevar a término esa orden ejecutiva, recientemente aprobada: "Restoring Truth and Sanity to American History". Restaurar la verdad y la cordura en la historia de Estados Unidos.

Restaurar la cordura, para Trump y  los suyos, es acabar con la igualdad de derechos y volver a los tiempos de la Edad Media. Una idea con la que estarán muy de acuerdo los ultraderechistas españoles, que se ofrecerán a los yanquis para echarles una mano y hasta es posible que les propongan cambiar a Superman por El Capitán Trueno. Otro superhéroe que también lucha contra la injusticia pero, sobre todo, contra el musulmán infiel. En dicho empeño, junto con sus amigos Goliath y Crispín y al grito de: ¡Santiago y cierra España!, El Capitán Trueno ha protagonizado sus mejores hazañas.

Tal vez convenga aclarar que cuando El Capitán Trueno invoca a Santiago no se refiere a Santiago Abascal sino al apóstol Santiago el Mayor, apodado Santiago Matamoros porque intervino de forma milagrosa en favor de los cristianos cuando lucharon contra los musulmanes en la batalla de Clavijo.

A diferencia de Superman, El Capitán Trueno, no era un inmigrante sin papeles ni vino de otro planeta, nació en la España de la postguerra y en plena dictadura franquista. Su creador, Víctor Mora, quería que apareciera como defensor de los derechos humanos, concepto que, en aquel momento, no estaba bien visto por los mandamases del régimen. La censura obligaba a cambios en el guión y El Capitán Trueno no se publicaba como hubieran querido sus creadores.

Por lo que dicen de su última película, los Trumpistas pretenden con Superman lo mismo que los franquistas con El Capitán Trueno. Sería una catástrofe que lo consiguieran. Dios no lo quiera y la kryptonita tampoco.


Milio Mariño / Mi artículo de Opinión de los lunes en La Nueva España


lunes, 21 de julio de 2025

El bigote no es, solo, de hombres

Milio Mariño

Algunos amigos insisten en que, a veces, escribo lo que no debería escribir. Intimidades y vivencias que, cuando las leen, sienten vergüenza ajena. No admito reclamaciones. Escribo para desahogarme y, en cualquier caso, siempre lo hago pensando que acabarán absolviéndome. El otro día, por ejemplo, vi a una mujer con bigote y aquí me tienen contándolo.

Necesitaba contarlo. Hacía mucho tiempo que no veía a una mujer con pelo debajo de la nariz que fuera algo más que pelusa. Pues no sé, desde que era niño y veía a una anciana que vivía no muy lejos y a un par de monjas con las que mi familia tenía amistad. Por eso que ya les digo, quedé que no daba crédito. Estaba en la cola para la caja del supermercado y la señora que iba delante, una señora mayor de etnia gitana, se dio la vuelta y vi que tenía un bigote como hacía años que no veía en ninguna mujer. La señora advirtió mí sorpresa, pero no creo que no lo relacionara con su bigote sino con la exagerada cantidad de compra que había depositado sobre la cinta transportadora. Quedé tan fascinado que no podía dejar de mirarla. La solución fue cambiar las gafas normales por las de sol para no molestar.

Un rato después, cuando iba de camino a casa, recordé que hubo un tiempo en que apenas nos sorprendía que alguna mujer tuviera bigote. En realidad todas lo tienen, no es que sufrieran una mutación genética, lo que ocurre es que se depilan o lo afeitan. Ocurre otro tanto con las axilas peludas, que no desaparecieron por arte de magia sino por unos cánones que impone la sociedad y condicionan nuestra apariencia estética.  Pocos se atreven a desafiar esos cánones. Y las mujeres todavía menos. No es frecuente ver a una mujer con las piernas peludas, unas axilas pobladas y unos pelos sobre el labio superior que recuerden a Groucho Marx. 

El bigote de aquella señora llamaba la atención. Era como el bigote de la otrora famosa Frida Kahlo, pero más poblado y mayor. Lo curioso es que no se apreciaba masculinidad ni ánimo de provocar sino la inocencia de lo natural. El respeto de una mujer por las costumbres de una raza que no asume la moda paya.

Había reflexionado un poco y creía haber encontrado una explicación racional que justificaba aquella reacción de asombro y exagerada sorpresa pero, no contento con eso, decidí meterme en internet para confirmarlo.

Volví a liarla. Internet es como la selva, puedes encontrar cualquier cosa. Y  encontré lo que no esperaba. Resulta que la tendencia femenina, ahora en 2025, son los cuerpos naturales y normalizados. Es el “Body Positive”, un movimiento que promueve y alienta el bigote femenino. Una moda que está rompiendo moldes y se presenta como un nuevo símbolo de empoderamiento. Los medios digitales y escritos destacan que muchas influencers, cantantes y actrices han alzado la voz y defienden que, como el de las piernas, las ingles o las axilas, ahora lo que toca es que las mujeres no se afeiten el pelo del bigote.

Entiendo la propuesta y me parece lógica. Dejarse, o no dejarse, bigote debería ser una elección personal, no un privilegio del que solo disfruten los hombres. Si estamos por la igualdad sería injusto privar a las mujeres del derecho a no afeitarse.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España 


lunes, 14 de julio de 2025

Tres islas vecinas

Milio Mariño

Hastiados por el vocerío y la inmundicia de la política, una de las cosas que podríamos hacer este verano sería pasar unos días en una isla desierta. Menudo lujo, quien pudiera, dirán ustedes. Pues cualquiera. La prisa y las lágrimas que no se lloran impiden que veamos lo que nos rodea, pero desde aquí mismo, donde vivimos, podemos acceder a una isla desierta con suma facilidad. A un paso de nuestros domicilios, sin navegar mar adentro, disponemos de tres islas que están ahí desde que el mundo bajó del cielo.

La Deva, la Ladrona y la Herbosa son islas cercanas que aportan la magia de lo desconocido y el misterio de la curiosidad insatisfecha. La Ladrona, en la misma playa de Santa María del Mar, es una isla que pasa el tiempo y no acaba de emanciparse del todo. A marea baja sigue unida a la costa por un rosario de rocas que emergen entre las olas. Luce majestuosa como una perla verde sobre el pecho de la nostalgia. Allí, en lo que tiene de isla, es donde Dolores Medio sitúa uno de los personajes de su novela “Juan sin tierra”. En la novela, el personaje dice de ella que es una isla que te llama y te llama con su voz de sal y de algas, con la canción salada de una mujer que tiene pechos de roca, cola de sirena y promete lo que no puede darte.

En “Juan sin tierra” se reproduce lo que a nivel popular se decía de La Ladrona, que es una isla que roba vidas. De ahí viene su nombre. Lo que ocurría, en realidad, era que las corrientes marinas arrastraban hasta su orilla los cadáveres de los ahogados. Pero la leyenda puede más que la realidad. Se llegó a decir, incluso, que a los pies de La Ladrona había una fosa terrible con un calamar gigante que se alimentaba de los incautos que osaban acercarse.

La Ladrona nunca pareció preocuparse por las habladurías de la gente ni porque su vecina, La Deva, tuviera mejor fama. Frente al Playón de Bayas, la isla más grande del litoral asturiano recibe su nombre de una deidad prerromana. Deva es nombre de diosa, la diosa del agua, y tal vez por eso, y por su imponente presencia, fue admirada por grandes pintores y excelentes poetas. Rubén Darío, el premio Nobel de literatura Seamus Heaney y el pintor Joaquín Sorolla, se cuentan entre sus admiradores y nos hacen partícipes de una belleza que ha sido inmortalizada en varios lienzos y poemas como “Pequeños cánticos de Asturias”, del afamado escritor irlandés.

La Herbosa es otra isla vecina que asoma un poco más lejos. Está en las inmediaciones del Cabo Peñas y fue testigo de algunos naufragios y sucesos curiosos como el protagonizado por el corsario inglés Capitán Fool, que al mando de su buque “Stag”, abordó a la delegación asturiana, encabezada por el conde de Toreno, que el 6 de junio de 1.808, acudía a Inglaterra para solicitar la intervención británica en favor de Asturias y contra el invasor Napoleón. Consumado el abordaje, y después una dura negociación, el capitán Fool aceptó, previo pago de 500 guineas, llevar a los asturianos al puerto inglés de Falmouth.

Islas ya ven que tenemos, solo falta que alguien se atreva. Aunque si quieren un consejo: solo con mirarlas vale la pena.


Mi artículo de Opinión de los lunes en La Nueva España


lunes, 7 de julio de 2025

Tonterías las justas

Milio Mariño
Cuando llega el verano, las tonterías salen de su letargo y se pasean a su antojo por los sitios que frecuentamos. Pierden la vergüenza y hacen de las suyas utilizando el calor como disculpa. Pero el calor, aunque nos amodorre, no justifica que nos volvamos idiotas. Hablo por experiencia. No saben cuánto lamento acabar como acabé hace unos días, que dije amén al discurso de un espontáneo y luego, cuando llegué a casa, me sentí cómplice de un montón de tonterías que no tenía por qué haber soportado.

Tal vez fuera por una extraña conjunción de los astros, o porque el destino, a veces, también gasta bromas, pero estaba tan tranquilo, disfrutando de una cerveza en una cómoda terraza, cuando apareció por allí un conocido y, después de saludarme, me soltó a bocajarro: Ayer comí una lubina salvaje que ni te imaginas.

No dije nada. Me encogí de hombros y seguí escuchando su discurso, que fue largo y tedioso. El caso que luego, a la noche, me dio por pensar en el pescado salvaje y me entró tal desasosiego que no conseguía pegar ojo. Se me amontonaban los temores. No paraba de preguntarme como será una lubina salvaje, si atacará dando dentelladas mortales y los pescadores correrán peligro de ser devorados cuando intentan capturarla. Estuve dándole vueltas hasta que me rindió el sueño.

Aquel predicador culinario, no crean que se limitó a comentar su experiencia con la lubina, debió darse cuenta de que había renunciado a defenderme y siguió dándome consejos. Habló de los productos de la huerta, cultivados de forma responsable, la carne de animales criados en plena selva asturiana, los huevos de gallinas emancipadas, que hacen sus cinco kilómetros diarios de footing, y una retahíla de verduras y legumbres acompañadas, todas, de su currículum vitae. Cerró su discurso diciendo que, para él, lo más importante es comer sano. Y yo callado.

Saltaba a la vista que estaba acusándome de comer porquerías, pero no me apetecía decirle lo que pensaba. Aguardaba, de forma paciente, a que él mismo se diera cuenta de sus estupideces y se corrigiera. Pero no había manera. Las tonterías han encontrado un filón inagotable en la gastronomía y lo explotan a conciencia. Hablar de comida se ha convertido en una demostración de estatus social y cualquiera se atreve a darte la chapa con un discurso sobre hallazgos culinarios que lo mismo puede incluir un plato de longaniza con patatas fritas que un chigre en la cima del Naranjo de Bulnes. Lo peor de todo es que además, para certificar su discurso, suelen sacar el móvil y enseñarte una colección de fotos.

Si lo sufrido en aquella terraza fuera un accidente fortuito el daño sería escaso. Lo grave es que ahora, en verano, hay mucha gente dispuesta a ofrecernos unos consejos gastronómicos, que algunos parecen de broma y otros merecería que lo fueran. Conviene que vigilemos nuestros silencios porque la prudencia puede llevarnos a que los descubridores de platos exquisitos y sitios dónde se come bien, y a buen precio, se envalentonen y nos acosen con un recital de tonterías insoportables.

Quienes están al tanto de las tendencias sociales dicen que, hasta hace poco, los mileuristas ahorraban para pasar unos días de vacaciones, pero que ahora lo hacen para comer en restaurantes caros y restregárnoslo por los morros. Así que ojo al dato porque el verano es largo.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 30 de junio de 2025

Móviles tontos para niños listos

Milio Mariño

Por casualidad, y con sorpresa, caí en la cuenta de que soy un privilegiado. Llegue a esa conclusión después de ver a un niño de apenas tres años que llevaba un rato largo entretenido con un móvil mientras su madre charlaba con las amigas. Viéndolo, comprendí que había tenido suerte. No digo de niño, también de mayor, pues cuando era joven tampoco había móviles ni internet, solo teníamos dos canales de televisión. Entretenernos no dependía de ningún aparato sino de nosotros mismos. Y, debió ser por eso que me aficioné a leer. Leía lo que pillaba, me valía todo, incluso ciencia ficción. Así se explica que cayera en mis manos “1.984”, la famosa novela de Orwell en la que pronostica un futuro que responde a tres postulados que son para echarse a temblar: "La guerra es paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es poder".

Por aquel entonces, no debí entender el significado de aquellos pronósticos y menos que Orwell estuviera anunciando nuestra indefensión y nuestra fragilidad ante las noticias falsas y las realidades alternativas. Algo que ha dejado de ser ciencia ficción para convertirse en el pan nuestro de cada día.

Orwell era un visionario. A mediados del siglo pasado, ya vaticinaba que la educación y la cultura tendrían poca importancia. Intuía que, en un futuro, solo nos pedirían aprender las funciones básicas de un trabajo y realizarlas, sin rechistar, durante el resto de nuestras vidas. Y, en eso estamos. Aquello que dijo, que la ignorancia es poder, puede parecer una contradicción, pero no lo es si pensamos que la ignorancia del pueblo permite que los tiranos lleguen a gobernar y gobiernen como estamos viendo en Rusia, Israel y Estados Unidos.

Nos hemos acostumbrado a ser meros espectadores. Empezamos poco a poco y  ahora ya lo somos casi al tiempo que damos los primeros pasos. Y no me refiero a que los niños sean incapaces de llenar su imaginación con seres y lugares fantásticos sin necesidad de verlos en una pantalla. Todavía es peor. Los héroes contemporáneos, casi todos, son imbéciles sin escrúpulos que solo se mueven por objetivos como la fama, el poder y el dinero. No están en los libros, pero ni falta que les hace. Están al alcance de cualquier niño que, con solo deslizar el dedo por la pantalla del móvil, dispone de miles de imágenes en las que quienes aparecen como que son los buenos se dedican a matar y exterminar pueblos enteros.

 Los niños de nuestros días no conocen al Rey Arturo, ni a Robin Hood, Sandokán o Corto Maltés. Conocen a Natanyu, Putin y Trump. Unos héroes a los que no les desvela la pobreza, ni la injusticia o la suerte que puedan correr los débiles. Para ellos la bondad y la decencia son cuestiones marginales. Presumen de su incultura y alimentan el relato de que cualquiera que defienda los derechos humanos se convierte en sospechoso.

Que un niño, de apenas tres años se entretenga, absorto, mirando las imágenes de un móvil no lo imaginaba ni Orwell. No imaginaba que los niños, desde muy niños, estuvieran viendo las atrocidades de un mundo que camina hacia su destrucción. Cierto que no podemos volver atrás, pero a los niños podemos darles móviles tontos para que crezcan más listos. Móviles que no sean de última generación sino de la generación de sus abuelos.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España