Sentir compasión por el prójimo,
además de un sentimiento muy noble, es un mandato de todas las religiones, no
solo de la católica. Sin embargo, dependiendo de quién sea el prójimo, ser
compasivo puede suponer un problema. Si alguien se compadece de Iñigo Errejón
lo más probable es que le consideren cómplice de un impresentable machista, con
cara de niño, que las mataba callando. Lo de matar es metáfora. El presunto
delito, según las denuncias, fueron unos abusos que tienen pinta de lagarto,
lagarto, si tenemos en cuenta cómo ha evolucionado este caso.
Lo único cierto, hasta ahora, es
que seguramente habrá dos verdades. De momento solo conocemos una. Pero, da
igual, el Tribunal de la Santa Opinión Pública ya dictó su condena y no habrá
manera de apelar a ningún tribunal superior. Aunque nada esté probado, ni medie
sentencia alguna, el acusado ha sido ejecutado, públicamente, por los
tertulianos de la radio y la televisión, los periódicos, Twitter y Facebook.
Errejón no es el primero, ni será
el último, que ha sido acribillado a insultos sin que nadie haya tenido en cuenta
la presunción de inocencia. Los suyos y sus enemigos, todos, le han disparado sin
preguntar. Unos porque le tenían muchas ganas y otros, los de su cuerda, para
que no se diga que son blandos y se quedan atrás. Así que todos se han apuntado
a una especie de festín morboso que les sirve para regodearse y ajusticiar, sin
compasión, a quien califican de muy inteligente y capaz, pero también
narcisista y con una mente enfermiza que culo que ve, culo que toca sin
preguntar.
No contentos con eso, tal vez por
resentimiento, venganza o el simple placer de hacer leña del árbol caído, son
muchas y muchos los que se ufanan de que no solo han conseguido apartar a
Errejón de la política sino que, presumiblemente, tampoco podrá volver a dar
clases en la Universidad Pública, nadie de la privada va a querer contratarlo
y, casi con toda seguridad, tendrá que irse de España.
Llama la atención, a mí por lo
menos, que la opinión pública, y buena parte de los políticos y los tertulianos
que se pronunciaron sin miramientos contra Errejón, no dijeran ni una palabra
de los seis empresarios de Murcia condenados por abusar de menores, drogarlas y
prostituirlas. Es, cuando menos, curioso que los jueces acabaran por librarlos
de ir a la cárcel y la opinión pública de un linchamiento como este que
comentamos. El caso se cerró con pelillos a la mar y los empresarios a lo suyo.
A seguir con sus negocios, su prestigio social y sus distinguidas amistades.
Vivimos en una sociedad hipócrita
y de un cinismo que asusta. Una sociedad que moldea, a su conveniencia, los asuntos
que le apetece y los aborda como mejor convenga a determinados intereses.
La historia de Iñigo Errejón no
me gusta y me gustará menos si, al final, se confirman las sospechas. Pero tampoco
me gusta la enorme hipocresía con la que se está abordando este asunto. No creo
que quienes tanto se escandalizan de un caso y no dicen nada del otro sean los
que mejor defienden los derechos de las mujeres. No lo creo porque el cinismo y
la cara dura llegan a tales extremos que muchos están criticando la violencia
de género que ellos mismos niegan que exista.