¡¡ Papel !! Gritó Mazón a un
ujier que dormitaba en un banco a la puerta de su despacho. Y, cuando el ujier lo
trajo, salió corriendo, derrapó en la esquina del pasillo y entró en el baño.
Una vez allí, cerró la puerta, echó el pestillo y, con el pantalón abajo, el
calzoncillo por los tobillos y la mandíbula desencajada, dijo: No puedo más.
Llevaba un año aguantando un embrollo que se le había atravesado en el tránsito
del intestino al cerebro y las entrañas le echaban fuego provocándole un sudor
frio que delataba su sufrimiento. Así que decidió abandonarse al único placer
que, sin incurrir en pecado, le es permitido a un cristiano y puso fin al
suplicio.
Cuando terminó, sintió que se
le despejaba la mente y se aclaraban sus ideas. El calvario había acabado. Lo
siguiente era hacer lo que procede en estos casos. Y eso hizo. Con manos
temblorosas cogió el rollo y trató de limpiarse de modo que no quedara ni
rastro de aquella inmundicia que, por fin, se había quitado de encima. Casi lo
había conseguido pero, cuando estaba acabando, le vino una náusea y estuvo a
punto de vomitar. El olor era insoportable. Trató de evitarlo agitando con
fuerza los brazos y moviéndolos por encima de su cabeza, a fin de crear una
corriente de aire que dispersara aquel pestazo. No sirvió de nada. A pesar de
sus esfuerzos el mal olor lo envolvía formando una especie de halo y persistía
en el ambiente hasta el punto de que, cuando salió a dar una rueda de prensa,
el olor salió con él y algunos de los presentes hicieron ostensibles gestos de
asco, al tiempo que mascullaban varias palabras alusivas a su madre.
Esto que acaban de leer,
acabo de inventarlo. Es pura ficción. Hay pocas posibilidades, por no decir
ninguna, de que Mazón hiciera algo parecido. No sabemos qué hizo la tarde de la
Dana ni tampoco el día que anunció su dimisión, pero dado que se oye, como un
clamor, que la realidad supera a la ficción, quienes escribimos tenemos que
arreglárnoslas como podamos si queremos escribir de este asunto. Ya me dirán
qué hacemos con unos sucesos reales que no parecen reales. Habrá que contarlos
de alguna forma que les dé verosimilitud. Habrá que seguir el consejo del narrador
y poeta José María Merino, quien decía que la ficción es el mejor medio para
desvelar la realidad.
La ficción es necesaria para
convencernos de que las cosas pueden ser distintas de como son. No es un refugio
frente a la verdad, es el espacio donde la verdad se vuelve más soportable. Permite
entender cosas que, de otra forma, resultarían incomprensibles. Llena los
silencios de quienes se empeñan en reescribir lo sucedido con la desfachatez de
presentarse como víctimas de una tragedia a la que ellos mismos contribuyeron con
su pasividad.
La dimisión de Carlos Mazón fue un vergonzoso ejercicio de auto justificación y cinismo que sustituyó la verdad por bulos que ya habían sido desmontados con certezas incontestables y autos judiciales. Mazón se despidió mintiendo. Y, puestos a mentir, podía haber recurrido a una ficción como la que encabeza este artículo. Después de todo, es creíble. No es inverosímil ni descabellada. Es lo que suele ocurrirle a cualquiera que esté de mierda hasta el cuello






