lunes, 25 de noviembre de 2019

Meter miedo a la esperanza

Milio Mariño


Los que eran poderes fácticos y, para despistarnos, se rebautizaron como instituciones que prestan un servicio al Estado: los bancos, los fondos de inversión, los grandes empresarios… Todos los que no pasan por las urnas, pero tienen poder para impulsar o detener el desarrollo económico y, en general, influir en la marcha de la sociedad, es evidente que ejercen su poder de muchas maneras y una de ellas consiste en meternos miedo de una forma tan sibilina que casi llegamos a creer que lo hacen por nuestro bien y no por el suyo.

El miedo siempre ha sido un arma de primer orden, un poderoso instrumento que acostumbran a utilizar los poderes fácticos para atemorizarnos y convertimos en ciudadanos sumisos. Es por eso que cuando llega el caso, como ahora, recurren al miedo. Y es lo que han hecho, han elegido un monstruo, Frankenstein, que así es como llaman al posible gobierno de coalición, para anunciar un futuro monstruoso y lleno de calamidades.

 Los malos augurios empezaron a raíz de que el PSOE y Podemos manifestaran que estaban de acuerdo en formar un gobierno de izquierdas. No pasó ni un día y ya volvieron los mete miedos de siempre con la amenaza de que sería catastrófico. Al parecer, la primera equivocación sería que pretendiéramos una sociedad más justa. Lo que nos conviene, y conviene a España, es que haya un retroceso en este modelo de sociedad que tanto nos ha costado construir. La prosperidad de la economía, dicen los asustadores, es incompatible con conservar unos derechos sociales que son insostenibles. Sería un grave error, y anuncian que lo pagaríamos caro, que el Gobierno aumentara el gasto social y pretendiera financiarlo con medidas fiscales como endurecer el impuesto de Sociedades o penalizar a las rentas altas en el IRPF. Otras medidas que nos llevarían a la ruina serían elevar el SMI a 1.200 euros, desmontar la reforma laboral o regular el mercado del alquiler de viviendas. Y, para que no quede nadie sin amenaza, han llegado a decir que un gobierno de izquierdas también perjudicaría al fútbol, pues la regulación de las casas de apuestas y la subida fiscal al juego, podría suponer que los clubes, entre patrocinios y publicidad, dejaran de ingresar 500 millones de euros.

Lo bueno, de un futuro tan catastrófico, es que tiene solución. Bastaría con un acuerdo entre el PP y el PSOE. Una propuesta sorprendente ya que no deja de ser curioso que quienes ahora piden un pacto así no lo hubieran pedido cuando en Madrid y Andalucía ganó la izquierda y el PP pactó con Vox. Lo que tocaba, entonces, era alcanzar el poder al precio que fuera. Era dar por bueno que no existe violencia contra las mujeres, que la única forma de que haya trabajo es que se realice en condiciones de esclavitud y que eso de que vamos hacia un desastre ecológico es un invento de los progres.

El caso que, ahora, los asustadores proponen un pacto PP-PSOE. Pero no lo proponen por patriotismo, lo proponen por dinero. Apuestan por una política ultraliberal que les garantice el máximo beneficio. Por eso insisten con el miedo y quieren que se imponga sobre la esperanza de una sociedad más justa. Algo que no es imposible ni supone una catástrofe. Catástrofe sería que aceptáramos, como única solución, que solo podemos ir a peor.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 18 de noviembre de 2019

Animales por sentencia

Milio Mariño

A veces se nos olvida que somos animales. Se nos olvida con frecuencia, menos mal que ahí están los jueces para recordárnoslo y devolvernos a la realidad con sentencias como esa que considera objetivo el despido de un trabajador que falte un veinte por ciento de los días laborales, durante dos meses, aunque sea por enfermedad y con justificación del médico.

La sentencia, que se conoció a finales de octubre, avala el despido de una trabajadora de Barcelona, aquejada de hernia discal, que faltó nueve días, justificados con baja médica, y declara constitucional el artículo 52 del Estatuto de los Trabajadores que había sido modificado por la reforma laboral de Mariano Rajoy. Considera que, en base a la libertad de empresa y la defensa de la productividad, las bajas médicas son causa de despido objetivo. Además, y por si fuera poco, según el Tribunal: “Despedir a un trabajador por superar un número de faltas de asistencia al trabajo, justificadas o no, en un determinado periodo de tiempo, no comporta actuación susceptible de afectar a la salud del trabajador”. Es decir, que, para esos jueces, ir a trabajar con gripe, o cualquier enfermedad contagiosa, no afecta a la salud de quien la padece ni tampoco a la de sus compañeros de trabajo.

Leyendo sentencias como esta, es fácil llegar a la conclusión de que creer que los trabajadores tienen derechos viene a ser como creer en Dios. Una ilusión que algunos siguen manteniendo a pesar de que las evidencias indican que hay razones para pensar que es solo eso, una ilusión. Esto lo mismo. La supuesta protección laboral significa, en la práctica, que los empresarios tienen carta blanca para despedir a quien les apetezca, incluidos los trabajadores enfermos que justifiquen su ausencia con un certificado médico.

Podría parecer que hablamos de África, pero estamos hablando de España, un país que presume de su Estado de Bienestar y de tener una sociedad culta y civilizada. Pues bien, en esta sociedad civilizada, los jueces acaban de sentenciar que cualquier trabajador que se ponga enfermo podrá ser despedido por vago. Al final, es como queda. El trabajador queda como un vago o un indeseable que se escaquea y comete un fraude, cuando lo único que ha hecho es tener la desgracia de caer enfermo.

Según los Magistrados del Tribunal Constitucional, la productividad de las empresas está por encima de la salud de las personas. Por lo visto, quienes nos contratan, y nos pagan un salario, tienen derecho no solo a pagarnos poco y exigir que trabajemos mucho sino a tratarnos como animales. Pero no como animales domésticos, que ya quisiéramos, sino como animales de la selva, donde solo sobreviven los más fuertes. Esa, al parecer, es la legalidad vigente. Así que apenas unos pocos, los que tengan una salud de hierro, conseguirán no ponerse nunca enfermos y superar con éxito una exigencia que parece más propia del tiempo de la esclavitud que de los empresarios del siglo XXI.

La salud es un derecho fundamental que debe estar protegido por encima de cualquier otra consideración, incluidas la llamada libertad de empresa o el cálculo de la productividad. Por eso que la sentencia, además de condenarnos al despido, nos condena a perder la condición de personas y establece que somos, solo, animales. Cosa que también son los jueces, pero deben pertenecer a otra especie distinta de la vulgar homo sapiens.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 11 de noviembre de 2019

Política del corazón

Milio Mariño

Escribí lo que están leyendo sin conocer los resultados electorales que hoy serán públicos. Decidí arriesgarme porque pienso que, para el caso, no son necesarios. Acierten o no los pronósticos, será imposible que podamos tener un Gobierno soltero. El próximo Gobierno tendrá que ser de matrimonio. Así que lo más probable es que volvamos a oír que se inician uno o varios noviazgos con la esperanza de que, esta vez, alguno acabe en boda.

 No será fácil porque el novio y las posibles novias ya se conocen y habrán de revisar cuales fueron las causas por las que no acabaron formando pareja. Sabemos, por los periódicos, que hace unos meses el novio había manifestado la voluntad de casarse con quien, en principio, perecía que compartía sus valores. En eso estuvo, pero luego resultó que la novia no se fiaba de sus promesas y tampoco estaba de acuerdo con la dote, que consideraba escasa y por debajo de su valía. Cierto que casi acaban en boda, pero al final la relación se fue al traste y quedó en evidencia lo que algunos sospechaban.  Que aquel matrimonio, de haberse consumado, no hubiera sido por amor.

Amor es otra cosa. Es el desinterés y la entrega sin contrapartidas. Era lo que el novio pedía, apelaba a los sentimientos y los ponía por encima de las diferencias y los intereses para iniciar un proyecto juntos, repartiéndose las responsabilidades. Ahora bien, también advertía que sería él quién llevara los pantalones en casa. Ese fue el primer escollo porque, en el tema de los pantalones, el novio no aceptaba que cada uno llevara una pernera. Aceptaba que las opiniones y los deseos contaran, aunque llegado el momento, después de discutir el asunto, era a él a quien le correspondía la última palabra.

Eso, y lo de la dote, hicieron que la cosa acabara en ruptura. Así que cada cual volvió con los suyos y justificó, a su manera, que la relación se rompiera. Los dos se echaron la culpa y lamentaron que no hubiera boda haciéndose mutuos reproches, mientras la sociedad recibía la noticia acusándolos de irresponsables. Había calado la idea de que estaban destinados a casarse. De todos los matrimonios posibles era el único que se veía factible. Cierto que había otras novias y también podían formarse otras parejas, pero en un caso no compartían los mismos valores y en el otro, en el caso de otras parejas, aunque los compartían, ni contando con un amante les alcanzaba para que la boda surtiera efectos legales.

La pregunta ahora es si aquella pareja que estuvo en un tris de casarse, valdrá la pena que vuelva a intentarlo. Si habrá servido de algo que tuvieran un tiempo para pensarlo. No lo sabemos. No sabemos si los reproches, el rencor y el desafecto habrán ido en aumento o si, por el contrario, los dos están desando volver y no saben cómo hacerlo. Claro que también puede ser que cada uno piense que el otro ha cambiado y los dos sigan igual de tozudos.

Dicen los expertos que volver siempre es duro, pero que cuando deciden darse una segunda oportunidad, más de la mitad de las parejas superan sus diferencias y acaban reconciliándose. Ojalá sea así. El desbloqueo exige una política de corazón. Exige amor y buen rollo porque si, al final, volvemos con que no hay matrimonio, estamos perdidos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 4 de noviembre de 2019

Otro noviembre

Milio Mariño

Dicen de noviembre que es el mes más triste del calendario. Un mes que se estrena con esa vuelta de reloj que acerca la noche a lo que era la tarde y también con el día de Todos los Santos, una celebración que, ahora, llaman Halloween y pretende banalizar la muerte convirtiéndola en un espectáculo. En eso ha quedado nuestro homenaje a los muertos, en una fiesta cuyos destinatarios son, sobre todo, los niños que ya reciben instrucciones en los colegios invitándolos a que se disfracen de zombis. Algo que, a tenor de los disfraces, no puede ser nada bueno.

La cuestión es que Halloween ha ido ganando terreno y no por casualidad. Antes, en noviembre, llevábamos flores a los difuntos y pare de contar. No había festejos ni celebraciones de ningún tipo. Volvíamos del cementerio y, al día siguiente, la vida seguía igual de aburrida o peor. Un detalle que no pasó desapercibido para quienes controlan la marcha del mundo, que se dieron cuenta de que no podían permitir que nos aburriéramos y no compráramos nada hasta que llegara la Navidad. No les bastaba con vender cuatro ramos de crisantemos, tenían que vender mucho más. Y eso explica que, para noviembre, inventaran la fiesta de Halloween y también el Black Friday y el día del soltero, una tradición china que ha acabado por consolidarse como el día de más ventas online de todo el año.

¿Qué cómo respondimos a esto?… Pues tan contentos. Todo lo que sea celebrar algo, hacer fiesta o que las tiendas anuncien descuentos, es bien recibido. Halloween, el Black Friday, el día del soltero y lo que se tercie… Todo vale. Mucho me temo qué si nos propusieran celebrar el Ramadán, inventando cualquier festivo o descuentos en las tiendas, también nos apuntaríamos.

De todas maneras, es muy posible que la culpa la tenga noviembre, un mes que deprime y nos recuerda la muerte por aquello de la frialdad del mármol y el silencio de los epitafios. Pensándolo bien, tal vez sea un mes innecesario. Lo sería si no fuera que es tiempo de castañas. Para mí es lo que le salva, ese manjar exquisito qué durante siglos, hasta que la patata llegó de América, fue un alimento básico y ahora es casi un lujo. Que digo casi, un lujo auténtico. Soy de los de antes, así que cuando quiero saber el valor real de algo lo calculo en pesetas. Y, al final, termino asustándome. Cualquiera no: las castañas están a 750 pesetas el kilo.

Una barbaridad, pero todo sea por alegrar noviembre sin caer en las garras de las compras por internet o la tentación de comprar en los chinos. Los chinos son quienes venden más disfraces de Halloween y, también, crisantemos. Han visto el negocio y trabajan las flores y los disfraces igual o mejor que los cachivaches de plástico.

Estaba rodeado. Lo de Halloween, el Black Friday y las compras por internet ni tocarlo. Lo de comprar crisantemos en los chinos ni de broma. Me quedaba una única salida para salvar noviembre sin sucumbir a la dictadura de esa globalización que se ha colado por todos los sitios. Las castañas. Las castañas las pagaré caras, pero son algo nuestro que nadie puede quitarnos. La mala noticia es que China tiene un excedente de más de un millón de toneladas y sus castañas ya están llegando a los supermercados.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 28 de octubre de 2019

Cataluña y la llamada de la tribu

Milio Mariño

Imagino que se habrán dado cuenta, más de una vez, de qué en la calle, en los bares y en cualquier sitio, es fácil encontrar a personas que presumen de tener solución para todo y están deseando dar su opinión. Gente que, sin que nadie se lo pida, se apresura a decirnos cómo se resuelve cualquier problema, convencida de que no podríamos sobrevivir sin esos gratuitos consejos que ofrecen desde una superioridad que no se molestan en disimular. Al contrario, su actitud parte de la premisa de que deberíamos estar agradecidos por su inestimable ayuda.

A mí me tocó esta semana. Esta semana entré en un bar y allí estaba un señor que hablaba, para que todos le oyeran, dando consejos sobre qué era lo que había que hacer en Cataluña. Nadie le hacía caso y el camarero, a quien tomaba por su interlocutor, trajinaba sin prestar atención. Así que se dirigió a mí y volvió con lo que debía haber sido el principio de su discurso. En Cataluña lo que hace falta es mano dura. Los presos que se pudran en la cárcel y en cuanto a las calles tendrían que mandar al ejército, si es necesario, con tanques. No podemos consentir que cuatro niñatos levanten hogueras en el centro de Barcelona y se rían de la policía y de todos nosotros. Eso lo arreglaba yo en dos minutos.

Decidí hacerme el sordo, en cierta medida lo soy, y pedí lo que pido siempre: un cortado. Un cortado para mí y otro para Cataluña, pensé acordándome de los que no se cortan y proponen que la democracia actúe allí como lo haría cualquier general golpista en un país suramericano. Pero bueno, al fin y al cabo, era un simple comentario de bar. Son peores otros discursos, de algunos responsables políticos, que vienen a decir lo mismo, aunque lo disimulen un poco. Es peor lo de Albert Rivera, que cada día está más ridículo en su empeño por echar gasolina al conflicto. Otro tanto se puede decir de Pablo Casado, que se olvida de su reciente giro centrista y habla de reconquistar Cataluña dando más protagonismo a la Guardia Civil. Luego está lo de Santiago Abascal, que para que les voy a contar. Pide el estado de excepción, la ley marcial, la intervención del ejército y el encarcelamiento, inmediato, de Torra y todos los que le acompañan en el gobierno.

Los tres recurren a la llamada de la tribu. Y, en eso coinciden con el señor del bar y los nacionalistas violentos, cuya pertenencia a la tribu les permite justificar todo lo que están haciendo. Algo que rechazamos pero que también haríamos si hiciéramos caso a Casado, Abascal y Rivera, cuya propuesta es que nos enfrentemos a los violentos pegando más fuerte.

Si los nacionalistas actúan de forma insensata, ciega y violenta, no cabe apelar a los instintos primarios y responder con una violencia mayor. Al extremismo nacionalista no procede contraponerle ningún otro extremismo. Los extremismos se retroalimentan y agravan la situación. Por eso pienso que acierta el Gobierno en su estrategia de dar una respuesta firme pero contenida. No podemos volver a la tribu. Alguien tiene que mantener la cordura. Alguien que no parece que sean Casado, Abascal y Rivera quienes, con sus arrebatos, están más cerca de liarla parda que de ofrecer una solución aceptable y sensata.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / diario La Nueva España

lunes, 21 de octubre de 2019

Agua de otoño

Milio Mariño

Superados los veranillos de San Martín y San Miguel, esperamos un otoño que nos traiga agua porque por aquí, aún, llueve algo, pero, por ahí abajo, los pantanos están medio secos y las previsiones son como las de aquel cura párroco que era apremiado por sus feligreses para que les dejara sacar al santo. El cura, que se oponía en principio, al final acabó cediendo, aunque no sin advertirles primero: Si queréis sacar al santo sacarlo pero que sepáis que he mirado en internet y no vaticinan que vaya a llover.

Lo de sacar al santo, ahora se lleva menos, pero antes, cuando había sequía, era normal hacerle novenas y sacarlo en procesión para pedir que lloviera. Lo curioso es que sí no llovía no crean que el santo se iba de rositas. Había pueblos, como Torrejoncillo, en los que le perdían el respeto y llegaban a insultarlo y a ponerle un trozo de bacalao en la boca. Claro que también había otros en los que la conclusión, si el santo no les mandaba lluvia, era que habían pecado mucho.

Es cierto que pecamos. Lo único que, si nos referimos a la lluvia, esos pecados no los provoca el demonio, el mundo o la carne, sino los desmanes contra el medio ambiente. Son pecados que nos han llevado a un calentamiento global que algunos, los países ricos, siguen negando, porque les interesa y, otros, los que están en vías de desarrollo, porque reclaman el derecho a contaminar para crecer, como hicimos nosotros durante décadas.

De todas maneras, los científicos aseguran que, en general, llueve igual ahora que hace setenta años. La diferencia está en que la caída de agua se produce en menos tiempo. Hay menos días de lluvia, aunque el resultado final, en litros, al parecer es el mismo. No puede llover más de lo que lo hace en un país como el nuestro. Circunstancia que nos lleva a fijarnos en la demanda y tener en cuenta que hemos aumentado, de forma exagerada, nuestro consumo de agua.

Según la OMS, lo que necesitamos para vivir son 50 litros de agua por persona y día. Ese sería el mínimo para mantener un nivel adecuado de salud e higiene y atender las necesidades domésticas. Sin embargo, la media de consumo en España casi triplica esa cantidad. Gastamos, o malgastamos, 132 litros por persona cada día. Un dato, referido a 2018, que ha sido facilitado por AEAS.


Así estamos. Llueve lo que llueve, lo mismo que hace 70 años, y no podemos pedir a las nubes que nos manden más lluvia porque nosotros hayamos aumentado el consumo de agua. Por eso que los expertos no proponen sacar a los santos en procesión ni aumentar el número de pantanos. Dicen que el precio medio del agua de uso doméstico es de 1,84 euros por metro cúbico, lo que representa un 0,89 % del presupuesto familiar. Muy por debajo del 3 % que fija la ONU como límite asequible del Derecho Humano al Agua. De modo que la solución, según ellos, es poner el agua más cara para que limitemos su consumo. Lo de siempre en estos casos. Así que no sé yo si no volveremos a sacar, en procesión, a los santos. No para que llueva, que es evidente que no sirve de nada, sino para que no nos suban el recibo del agua.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 14 de octubre de 2019

El móvil, lo primero

Milio Mariño

Según varias encuestas, por término medio, consultamos el móvil cincuenta veces al día. Pero bueno, tampoco conviene alarmarse ni hacer mucho caso. Ya saben lo que son las encuestas y el término medio. Son qué si uno está comiéndose un pollo y otro mirando como lo come, resulta que se han comido medio pollo cada uno. Así que es fácil deducir que consultamos el móvil más veces de lo que apuntan las encuestas y que la dependencia, al decir de varios estudios, ha llegado al punto de que muchos padres atienden al teléfono antes que a sus hijos.

Llamarlo abandono tal vez sería demasiado, pero hemos llegado a eso, a que muchos padres estén más pendientes del móvil que de sus hijos. Hay creado un universo en el que se supone que todos tenemos el móvil conectado y siempre a mano para responder cualquier mensaje en, como mucho, treinta segundos. Si se tarda más tiempo ya hay impaciencia en los dos lados, en el que ha mandado el mensaje y en el que tiene que contestarlo. Por eso damos prioridad al teléfono antes que a cualquier otra cosa. Y lo curioso es que la mayoría de esos mensajes, a los que damos prioridad absoluta, suelen ser memes, chascarrillos y tonterías sin transcendencia. Nada importante para nosotros ni para nuestras vidas.

Esto de que los padres atiendan al teléfono y desatiendan a sus hijos lo leí en una revista que reproducía un estudio realizado en diez países. Pero, ni siquiera hacía falta leerlo. Basta con salir a la calle y fijarse un poco. Todo el mundo está con el móvil en la mano o colgado del cuello, que según The Wall Street Journal es lo último de lo último. Es lo que acaban de poner de moda los modelos masculinos en los desfiles de Prada, Dior y Versace, como algo muy práctico para leer los mensajes sin tener que sacar el teléfono del bolsillo.

Era lo que nos faltaba, llevar el móvil al cuello igual que las vacas llevan un cencerro. Dice el profesor David Greenfield que esto pasa porque la adicción al móvil es muy similar a la que sienten los ludópatas. Cada vez que suena el móvil, al parecer, causa interferencias en la producción de dopamina, el neurotransmisor que regula el circuito cerebral de recompensa. Cuando recibimos el aviso de un mensaje sube el nivel de dopamina porque pensamos que nos ha llegado algo nuevo y muy interesante. Y como no podemos saber qué es lo que nos llega, esa incertidumbre provoca el impulso de estar siempre pendientes y coger el teléfono cuando suena.

Lo primero es el móvil. Está con nosotros desde que nos levantamos hasta que nos acostamos o, incluso, en la cama o la mesilla de noche. Y por supuesto, en los transportes públicos, la calle, el trabajo, el parque, el restaurante o donde quiera que vayamos, incluido el cuarto de baño.
Apuesto a que coincidimos en qué el móvil solo deberíamos usarlo cuando, de verdad, lo necesitamos. Que deberíamos ser nosotros quienes controláramos el teléfono y no al revés. Pero es evidente que, el móvil, se ha convertido en nuestro amo y nosotros en sus esclavos. Estamos a su servicio. Aunque no sé, tal vez piense así porque pertenezco a una de las últimas generaciones que recuerdan cómo era la vida antes de que tuviéramos móvil.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España