lunes, 19 de mayo de 2025

El caos o nosotros

Milio Mariño

Vivimos a una velocidad que no está controlada por radar. Si nuestro cerebro pusiera cámaras y nos multara cada vez que vamos a más de 120 por hora no ganaríamos para sanciones. Siempre vamos con prisa. Comemos, casi, sin masticar, hablamos por el móvil mientras hacemos otra cosa, contestamos el WhatsApp de forma inmediata y, cuando estamos en el supermercado, contamos la cantidad de artículos que lleva cada cliente y el número de personas para elegir la cola más rápida. Somos esclavos del todo hay que hacerlo ahora mismo. Esperar que el semáforo se ponga en verde nos inquieta y nos parece una pérdida de tiempo.

 Así estamos. Mucho presumir de que somos libres y la prisa nos está sometiendo a una tiranía y una irracionalidad que nos convierte en títeres. Un tren se retrasa unas horas y ya hay quienes hablan de que España es un caos y nada funciona.  

Los impulsores de este relato, un remedo de la peor ciencia ficción, saben que no es verdad, pero hay quien lo compra. Hay quien está al acecho y lo presenta como una espiral incontrolable que nos aboca a una catástrofe nacional. En cambio, si a usted le sale un forúnculo en el ano, tiene que ir a todas partes con un flotador de playa para poder sentarse y no le dan cita hasta el año que viene por estas fechas, no pasa nada. Lo suyo no tiene importancia. Ahora, que alguien de Madrid quiera ir a la Feria de Abril de Sevilla y el tren se retrase dos horas es como para montar en cólera, invocar el caos y pedir que dimita el Ministro de transportes.

El despropósito es de una comicidad que firmaría cualquier humorista del club de la comedia. Hay tal empeño en convencernos de que, por culpa de este Gobierno, España es un caos, que no se privan de recurrir a lo anecdótico y elevarlo a la categoría de tragedia. Sólo la fe y el buen humor pueden salvarnos de semejante despropósito. La fe nos ayuda a pensar que la gente no es tonta, y se da cuenta del engaño, y el humor nos permite sobrellevar estos episodios tomándolos a broma.

No cabe otra. El cinismo está de moda y la prisa se ha convertido en nuestro principal estilo de vida. Si los juntamos y prescindimos de pensar con un mínimo de sensatez, ocurre lo que ha ocurrido hace poco, que se menosprecia la inteligencia en favor de una apología del caos que solo está en la cabeza del que asó la manteca.

Viene que ni pintado recordar aquella famosa viñeta de El Roto que aparecía, en 1975, en la portada de la revista Hermano Lobo. “Nosotros o el caos”, decía un señor importante desde una tribuna. El caos, el caos, gritaba la gente.

Invocar el caos, ante el menor contratiempo, pone en evidencia a quienes lo invocan. Están exigiendo vivir en un país y un mundo idílico que no existe. Es imposible que alguien pueda acabar con las injusticias, la adversidad y los problemas de la vida diaria. Que muera el Papa, se produzca un apagón o los trenes se retrasen unas horas no alcanza para alimentar la incertidumbre, sembrar el pánico y tratar de obtener una rentabilidad política. Solo sirve para crear malestar y hacer daño. Algo de lo que nadie debería sentirse orgulloso.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 12 de mayo de 2025

Comer como un cura

Milio Mariño

El abrumador despliegue mediático en torno a la elección del Papa y la expectación que se creó sobre si supondría un cambio o una continuidad, fueron propicios para avivar viejos recuerdos relacionados con el clero. También ayudaron otras noticias como que los cocineros y camareros seleccionados para atender a los Cardenales del cónclave, tuvieran que firmar, previamente, un juramento  de confidencialidad. Requisito que no impidió que supiéramos que los menús debían ser frugales para evitar que sus eminencias pudieran verse afectados por incomodas flatulencias que, al decir de Quevedo, son aire que sale por un descuido y vaga como alma en pena.

Coincidiendo con las revelaciones sobre el menú, el diario “Corriera della Sera” nos puso al tanto de unas declaraciones del arzobispo jubilado Anselmo Guido Pecorari en las que decía que un cardenal extranjero, del que omitía su nombre por amistad, había invitado a otros colegas a su habitación, después de cenar, y habían consumido todos los licores del minibar, creyendo que eran gratis. Decisión de la que se arrepintió, al día siguiente, cuando vio que los cargaban en su cuenta.

Esta anécdota y lo que se dijo sobre la frugalidad de las comidas que sirvieron en el cónclave, nos llevan a la fama que tuvieron los curas en cuanto al buen comer y la buena vida. La antigua y popular frase: comí como un cura, se atribuye a un episodio ocurrido en Santiago de Compostela a principio de los años cincuenta. Entonces eran tiempos de escasez y comer mucho y bien en un restaurante estaba al alcance de pocos y sucedía en ocasiones muy especiales. Así fue que un comensal dijo en voz alta comí como un cura y se encontró con una respuesta inesperada: ¡Querrá decir que comió como un animal de bellota!, dijo un cura desde otra mesa. Viene a ser lo mismo, no advierto la diferencia, respondió el aludido.

Los curas, los obispos y, especialmente, los cardenales tienen fama de saber elegir con esmero los placeres de la mesa, incluido el buen vino. La expresión “boccato di cardinale”, que usamos para referirnos a un bocado exquisito, viene de su boca, no de la nuestra. Certifica que la cocina vaticana ha brillado, durante más de veinte siglos, por su excelencia y por encima de cualquier moda. En el Vaticano siempre se ha comido lo mejor de lo mejor. Algo que no tiene que ver con la gula, sino con la calidad. Por eso no se considera pecado que a la jerarquía eclesiástica le guste comer bien. El sobrepeso, que suele ser común en el ámbito sacerdotal, puede suponer un riesgo cardiovascular, pero en ningún modo impide el buen ejercicio de la acción pastoral.

Cuesta entender que insistieran en la sobriedad de la comida de sus eminencias. Más que de un cónclave parecía que fueran menús de hospital.  Alguien debió pensar que la cocina es buen lugar para el diablo y mejor evitar tentaciones. Mejor que no pase lo que, cuentan, le pasó a un cura que comió una suculenta fabada y, a eso de la media tarde, tuvo que sentarse a confesar. Lo intentó con todas sus fuerzas, pero el gas pudo más que su voluntad y una señora, que acaba de arrodillarse en el confesionario, dijo: Por Dios, que mal huele aquí. Son sus pecados, señora, respondió el cura. Trae usted unos pecados que huelen fatal.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 5 de mayo de 2025

El apagón alumbró la cordura

Milio Mariño

Una semana después, desconocemos qué pudo pasar. El apagón que nos dejó siete horas sin luz no parece que fuera culpa del chachachá, pero tampoco lo descarten. Buscar culpables en base a razones inverosímiles es el recurso que emplean quienes utilizan el mondongo cerebral para manipular la realidad y darle una bofetada a quien tengan en el punto de mira.

Pedro Sánchez se las lleva todas. Esta vez le han atizado por el apagón y las consecuencias. Lo consideran culpable de que los trenes hayan parado en los túneles, muchas personas quedaran atrapadas en los ascensores y hasta de que un tendero de Madrid intentara aprovecharse y vender por 50 euros una radio vieja que tenía en el escaparate y ponía 17 en la etiqueta.

La casuística de damnificados daría para mil páginas y estaría incompleta. Me refiero a damnificados de verdad. También hubo de los otros, pero incluso sumándolos todos fueron más los que entendieron la situación, mantuvieron la calma y se portaron con un civismo ejemplar. No había motivos para temer nada grave y menos para que las Comunidades gobernadas por el PP pidieran al Gobierno Central que decretara el estado de alarma y se hiciera cargo de la situación. Y, si no había motivos para una medida así, imaginen los que había para que la Presidenta de la Comunidad de Madrid pidiera al Gobierno que movilizara al Ejército y lo desplegara en las calles para mantener el orden. Una petición propia de alguien que hizo frente a una catástrofe sanitaria firmando un protocolo que dejó sin asistencia médica a miles de ancianos y que, incluso, defiende la gestión de Mazón, en la Dana, desde su puesto de mando en El Ventorro.

Alarmismos aparte, el apagón acabó resolviéndose de forma aceptable. Conviene tenerlo en cuenta porque, en los momentos críticos, cuando lo más importante era tranquilizar a la ciudadanía y no intentar sacar rédito político, hubo quien pidió la intervención del ejército, en previsión de que nos dedicáramos al saqueo y el pillaje. Era lo que pensaban quienes estaban mandándonos un recado que venía a decir algo así como: si no han tenido suficiente para desengañarse ahí tienen: la pandemia, el volcán de La Palma, las inundaciones de Valencia, la muerte del Papa, y ahora esto. Qué más quieren. La única forma de que no sigan ocurriendo desgracias es que gobernemos nosotros.

La gente sana y bien intencionada pensará que las Comunidades Autónomas que pidieron al Gobierno que se hiciera cargo de la situación, fue porque no se consideraban capaces de hacer frente al problema. Ni lo sueñen. Lo hicieron porque preveían que ocurriría un desastre y querían imputárselo a Pedro Sánchez.

Las malas artes acaban descubriéndose. Hubo quien trató de envenenar la situación y consiguió que sacáramos lo mejor de nosotros. Ahora que pasó todo convendría que reflexionáramos sobre las intenciones de quienes intentaron generar más alarma y se encontraron con unos valores que muchas veces permanecen ocultos, pero emergen cuando son necesarios.  

Que el apagón acabara resolviéndose bien tal vez no fuera mérito del Gobierno. Si tenemos en cuenta que en otros países hubo apagones masivos y tardaron días en resolverlos, algún mérito hay que darle. Pero a quien corresponde colgarse medallas es a la sociedad española, una sociedad que demostró un civismo que dejó boquiabiertos a quienes pretendían sacar rédito de la desgracia.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


jueves, 1 de mayo de 2025

Ni por épica ni por estética

Milio Mariño

Influido, y muy de acuerdo, con eso de que cuando nos vestimos nos unimos a un grupo y le contamos al mundo quién somos, andaba yo estos días ojo avizor por las terrazas del Parche y Las Meanas, observando al personal para comprobar si la estética dominante se corresponde con la tendencia que, dicen, hace furor en los jóvenes y los está llevando hacia la ultraderecha.  

Miraba sin disimular, aun a riesgo de que pensaran que soy un viejo mirón, pero era incapaz de distinguir, por la forma de vestir, a tantos jóvenes ultra como, al parecer, dicen que hay. Cosa que, en principio achaqué a la catarata que tengo en el ojo izquierdo y avanza sin remisión hacia el láser reparador, aunque luego, a fuerza de mirar, llegué a la conclusión de que ni yo ni nadie puede saber la ideología de un joven por lo que lleva puesto. Todo un problema porque así, a simple vista, no sabes con quién te la juegas.

 Antes, en mí época, era diferente. Entonces se distinguía fácilmente a los rojos por las malas pintas que llevábamos. Lucíamos unos pelos, unas barbas, unas camisas a cuadros y unas chaquetas de pana barata que cantaban a un kilómetro de distancia.  Eso nosotros; las chicas aún lo tenían peor. Además de asimilarlas a nuestra ideología las llamaban guarras porque iban con unas minifaldas cortísimas, algunas sin sujetador y se había difundido la leyenda de que no se depilaban el sobaco y, en cambio, sí lo de más abajo.

Distinguirnos era muy fácil porque enfrente solían estar los de uniforme gris y los que vestían traje y corbata y se cortaban el pelo casi como en la mili. Bastaba una simple mirada para saber quién era quién. Y sí, en vez de la vista, hablamos del oído ya ni les cuento. Había un abismo entre la música que escuchábamos y la patriótica canción española. Pasaba otro tanto con la literatura, el cine, el teatro…

Compartíamos una estética, unos valores y unas expectativas que, claramente, nos diferenciaban. Por eso mi empeño en buscar referencias de este giro hacia la ultraderecha. Empeño que fue inútil porque no creo que sirva como referente estético aquel mamarracho que en el asalto al Capitolio iba con el torso descubierto y una cabeza de búfalo, disfrazado de vikingo. Tampoco parece que sirva la música para definir y distinguir a la derecha más ultra. El tema más conocido tal vez sea Seven Nation Army, de los White Stripes, pero el propio grupo demandó a Trump por su utilización y aquí en España fue usado para poner música al desgraciado slogan: ¡Que te vote Txapote! En resumidas cuentas, nada de nada.

La extrema derecha no tiene ningún signo propio de distinción. No tiene épica ni estética, tiene freaks como Donald Trump y Javier Milei, pero nada más. De ahí que insista en preguntar cómo es posible que los jóvenes se estén dejando seducir por gente que dice muy poco en favor de la especie humana. Claro que, a lo mejor, es mentira que los jóvenes se estén haciendo fascistas. Sería como seguir arando con bueyes. Una obstinación incomprensible por más que haya quien lo considere un acto de rebeldía. Aún con eso, todavía tengo mis dudas. Me mosquea que tengan por elegancia ir de fiesta vestidos con una chaqueta de chándal.


Milio Mariño /Artículo de Opinión / La Nueva España