lunes, 30 de septiembre de 2024

El móvil mata

Milio Mariño

No ganamos para sustos. Estábamos tan contentos con esos aparatos portátiles que sirven para casi todo, y también para llamar por teléfono, que cuando nos enteramos de que habían muerto 20 personas y otras 3.000 habían resultado heridas, porque alguien hizo que sus “buscas” explotaran de manera simultánea, el miedo resbaló por las tripas abajo y más de uno apretó, por si acaso, antes de que fuera demasiado tarde.

Que nuestro teléfono móvil pueda convertirse en una pistola con el gatillo en manos de un asesino, induce al pánico. Ya no se trata de que igual provoca tumores cerebrales, por las ondas que irradia, o de que alguien escuche lo que hablamos, sepa dónde estamos o nos tenga controlados. Se trata de qué ese alguien, mientras desayuna un café con leche a miles de kilómetros de distancia, puede matarnos, sí quiere. Puede porque le resulta fácil y no necesita, siquiera, ni tener puntería. Con mandar un mensaje es suficiente para que el teléfono explote y nos vuele la cabeza.

Los expertos que lo saben todo y siempre se preocupan por nosotros, han intentado tranquilizarnos diciendo que los aparatos que explotaron funcionan con una tecnología muy anticuada. Aseguran que nuestros Smartphone, de última generación, están muy por encima de los rudimentarios “buscas” que causaron la catástrofe.

Peor nos lo ponen. Si fueron capaces de hacer lo que hicieron con unos aparatos prácticamente obsoletos, qué no harán con los buenos y los que están por llegar. Harán lo que les apetezca.

La historia de como hemos llegado a esta locura es complicada. La televisión y el cine han contribuido a banalizar la muerte y los videojuegos más todavía. También la distancia. Que el verdugo esté alejado de la víctima supone que la sangre no le salpica y no deja huella en su conciencia. No es igual matar con un cuchillo que con una pistola. Y no digamos con un dron teledirigido a distancia.

Los neandertales inventaron que se empezara a matar de otra manera que cuerpo a cuerpo. Con una lanza se podía matar a veinte metros, con una flecha a casi doscientos y un francotirador ucraniano acaba de batir el record matando a un soldado ruso a tres kilómetros de distancia. Claro que eso no es nada si lo comparamos con lo que puede hacer un piloto estadounidense con un avión no tripulado. Cuentan que Barak Obama regresaba de jugar al golf cuando le invitaron a que presenciara la muerte de Bin Laden en directo. La operación estaba siendo televisada y dirigida desde Washington, a 11.000 kilómetros de distancia, por un grupo de altos mandos del ejército reunidos en la Sala de Crisis de la Casa Blanca.

Lo ocurrido en Oriente Medio ha inaugurado una nueva forma de matar en la que no pensábamos. Es curioso, pero apenas se comenta. Nadie habla de que nos pueden matar con nuestro teléfono. Tal vez porque la suerte está echada y es inútil tomar precauciones. Si llaman y lo coges mueres y si no lo coges también. Mueres por no aceptar la llamada, sospechando que quieren matarte, y mueres por aceptarla, para evitar que te maten. Mueres de todas maneras. No es ciencia ficción. Acaban de demostrarlo. Han conseguido que la muerte cambie la guadaña por el teléfono móvil porque les resulta mucho más cómodo y más barato matarnos así que como lo venían haciendo hasta ahora.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 23 de septiembre de 2024

Ideas que no son de bombero

Milio Mariño

Cuando abrí el periódico y leí que los bomberos de Avilés andaban a la caza de un enjambre de avispas asiáticas, allá por el barrio de Sabugo, recordé que a los bomberos solemos atribuirles las ideas más peregrinas. No era el caso, pero como estamos influidos por esa creencia pensé que, tal vez, habían ido a Sabugo para que las avispas, al verlos, creyeran que había un incendio y huyeran despavoridas.

Descarten la imaginación; a veces se me va la olla. Reconozco que ahora,  menos para las avispas, hay expertos para todo, pero hubo un tiempo en que  llamaban a los bomberos no solo para apagar un fuego sino para solucionar cualquier problema. Precisamente, de ahí les vine la fama. Tenían que recurrir al ingenio y adoptaban soluciones poco convencionales que, luego, la gente calificaba como disparates.

 El caso que en el periódico donde informaban que los bomberos andaban por Sabugo a la caza de las Velutinas, venía otra noticia que alguien, con una mentalidad como la mía, podía atribuir, perfectamente, a un bombero. Se trataba del anuncio de la creación de un Centro de Atención Integral Especializado para hombres víctimas de la violencia sexual. Un proyecto que costará cerca de un millón de euros y que, según sus promotores, servirá para corregir la deriva del feminismo sectario que solo se preocupa por los problemas de las mujeres.

La iniciativa es pionera, y de una imaginación portentosa, pero hay muchas posibilidades de que acabe corriendo la misma suerte que aquella de abrir una Oficina del Español en Madrid para entretenimiento y remuneración de Toni Cantó.  Puestos a señalar, conviene hacer recuento de otras ideas que también sería injusto que atribuyéramos a los bomberos, como la de facilitar becas a los padres que superen los 100.000 euros anuales de ingresos o las becas de guardería para los concebidos no nacidos.

Son muchas las ideas que, de manera injusta, podríamos atribuir a los bomberos y, en realidad, se le ocurrieron a la Presidenta de la Comunidad de Madrid. Su afición por resolver los problemas inexistentes y no ocuparse de los reales, como la escasez de médicos o el déficit de viviendas, lo mismo la lleva a crear una Oficina Defensora de las Mascotas para evitar que se las coman los Menas y los inmigrantes sin papeles.  

Si algún distraído pensaba que a nadie más que a un bombero se le podía ocurrir que uno de nuestros mayores problemas es la cantidad de hombres que son violados a diario y reclaman la protección del Estado ya lo puede ir descartando. Ni aun en el caso de que la Presidenta de la Comunidad de Madrid conozca cuantas violaciones que se producen en las cárceles, y los abusos y violaciones que el Informe del Defensor del Pueblo atribuye a la iglesia católica, se justifica la creación de un Centro Especializado para hombres víctimas de la violencia sexual.   

Circulan tantos bulos que el compromiso con la verdad exige clarificar la autoría de ciertas ideas porque sería injusto que las atribuyéramos a los bomberos. Los bomberos bastante tienen con lo suyo. Este tipo de ideas, si no fueran de creación exclusiva de la Presidenta de la Comunidad de Madrid, habría que atribuirlas a los Monty Python, que proponían un Ministerio de Andares Tontos para subvencionar a quienes hacen el tonto y no consiguen hacernos reír.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 16 de septiembre de 2024

La herencia real

Milio Mariño

En cuanto se supo que el rey Juan Carlos I había creado una fundación en Abu Dabi, al objeto de poder transferir su herencia a las infantas Cristina y Elena, de una manera sencilla y sin el engorro del papeleo, ya empezaron los tertulianos y los articulistas de opinión a darle vueltas y ver cosas para las que durante mucho años fueron miopes. Ahora, al parecer, se han puesto gafas y ven lo que no habían visto nunca. Por eso, un propósito tan encomiable como dejar a tus hijas con el riñón bien cubierto está siendo objeto de críticas e, incluso, de chistes. Hubo quien dijo que lo de Abu Dabi no era una fundación sino una fundición destinada a que las hijas sigan fundiendo el dinero que consiguió su padre, él sabe cómo, y tiene guardado él sabe dónde.

Fuegos artificiales. Quienes tienen la cara tiznada de servilismo y adulación cortesana, por mucho que quieran lavarla, pocos se salvan. Medios de comunicación, el estamento judicial, Hacienda, los políticos, el servicio de inteligencia…, todos fueron cómplices del emérito y contribuyeron a que viviéramos engañados. Todos participaron, de alguna manera, en la gran estafa que sufrimos los españoles. Sabían de las amantes del rey, las comisiones millonarias, los regalos de los empresarios, las correrías, los excesos… Pero no decían nada. Bueno sí, decían que era muy simpático y muy campechano y que todo lo que hacía lo hacía por España.

Como es justo dar a cada uno lo suyo, al emérito hay que reconocerle el mérito de ser sincero. Nunca ocultó que le gustaban mucho las mujeres, el vino Vega Sicilia, las juergas, las cacerías, las motos, el lujo, el dinero...  Si acaso mentía un poco cuando decía que la justicia debía ser igual para todos pero, enseguida, esbozaba una sonrisa, dando a entender que excluía a su familia.

Fuimos engañados y no caben disculpas. Juan Carlos I es responsable de lo que hizo, pero también lo son quienes se beneficiaron y convirtieron sus fechorías en un buen negocio. Les convenía taparlo porque favorecía sus chanchullos y les permitía enriquecerse sin dar cuentas a nadie.

La ley del silencio funcionaba de maravilla. Todo iba viento en popa hasta que el viento roló en Bostwana, empezó a soplar de levante y levantó varios escándalos. Se lió una buena. Se lió tan gorda que los cómplices y los aduladores salieron por piernas y empezaron a simular que siempre habían estado de nuestro lado. Dijeron que también habían sido engañados y aparentaban estar ofendidos y escandalizados.

Mentira cochina. Nadie se arrepintió ni hizo propósito de enmienda. Al contrario, siguieron maniobrando para echar tierra al asunto y es lo que siguen haciendo envueltos en la bandera del patriotismo. Los que se tienen por muy patriotas trabajan, a destajo, para que ni la justicia ni el Ministerio de Hacienda hagan nada. En esta estafa, los únicos condenados somos los españoles.

Estamos condenados a que nos engañen. Esa es la herencia real. No importa lo que se descubra, lo echarán en saco roto con la excusa de que la monarquía es un chollo. No solo es la mejor forma de gobierno sino que somos un caso único. Tenemos dos reyes por el precio de uno. Felipe, el de andar por casa, nos sale barato. Y el otro, el emérito, aunque nos de algún disgusto, ya se busca él los garbanzos.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 9 de septiembre de 2024

Cuando los otros son nosotros

Milio Mariño
Los ociosos que este verano hayan tenido la idea de aprovechar los días nublados para dar un paseo por las calles de la villa o cualquiera de sus barrios,  asistirían, seguramente, al concierto de algún martillo neumático, alguna sierra cortando azulejos o al espectáculo de una nube de polvo saliendo por la ventana y delatando el derribo de un tabique a porrazos.

Nada extraordinario. Lo normal, dentro de lo previsto. Y es que, no solo las bicicletas, las reformas, las chapuzas y las ñapas también son para el verano. En verano, la gente aprovecha para reformar su vivienda, los contratistas hacen su agosto y los inmigrantes encuentran trabajo. Trabajan en lo que antes hacíamos y ya no hacemos porque exige mucho esfuerzo y está mal pagado. Así que es falso que vengan a quitarnos el trabajo.

 Qué vienen es cierto, pero se apañan con lo que les dejamos, que suele ser lo peor porque cada vez hay menos de los nuestros que trabajen doblando el lomo. Por eso, los que vemos cargando con cestos y sacos de escombro, son todos de otros países. No cuesta identificarlos, los delata su físico y el vestuario. Piel color caramelo, o más obscura, y camisetas y pantalones a juego con los cascotes y el polvo.

Cada obra, de las que vi este verano, estaba formada por una especie de pequeña ONU de la chapuza que reunía distintas nacionalidades. Indígenas mejicanos, nativos del Magreb y negritos del África tropical, que no deben ser tan hábiles con los pies como para vivir del futbol. Varios idiomas, culturas y religiones distintas y un punto en común: la necesidad de sobrevivir trabajando honradamente.

A los inmigrantes, los distinguimos fácil porque no son nosotros. Nosotros ya estábamos aquí y ese sentimiento de pertenencia fortalece nuestra autoestima y nos hace creer que tenemos autoridad y poder para decidir si los que vienen pueden quedarse o no.

 En el caso que comentamos vuelve a repetirse la historia de lo que sucedió hace sesenta o setenta años. Por aquel entonces, aquí también llegaba gente del sur, la diferencia es que no llegaban en patera, o a nado. Atravesaban el ancho mar de Castilla en trenes tercermundistas y cuando llegaban a esta villa, que dejaba de ser marinera para ser capital siderúrgica, se alojaban donde podían: en improvisadas chabolas, barracones o habitaciones con derecho a cocina.

Ya entonces, los nativos se dividían, fundamentalmente, en dos clases: los duros y los blandos. Los que defendían conservar la pureza de lo avilesino y trataban a “los forasteros” con antipatía y desprecio y los que lo hacían con cierta condescendencia y comprendiendo sus razones.

Hoy, aquellos “forasteros” son nosotros y algunos, bastantes, están entre los que exigen mano dura con los que llegan. Reclaman su expulsión sin contemplaciones empleando, si hace falta, la fuerza. Justifican dicha postura diciendo que defienden lo nuestro y no quieren que alteren nuestras costumbres ni influyan en nuestra idiosincrasia.

La vida tiene estas cosas. Si uno les hace ver que no es cuestión de demonizar a los inmigrantes ni de presentarlos como un peligro porque en su día también sus padres, o sus abuelos, vinieron de otros sitios y se instalaron en una tierra que no era la suya, contestan que no es lo mismo.

 Nunca lo es. Lo nuestro  siempre es distinto de lo que les sucede a los otros.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 2 de septiembre de 2024

Amabilidad menguante

Milio Mariño

Siempre fui lento y ahora, que ya soy muy mayor, para qué les voy a contar. El otro día bajaba despacio por la rampa de un aparcamiento y alguien que venía detrás tocó dos veces el claxon. Asomé la mano por la ventanilla y pedí disculpas, pero seguí bajando a mí ritmo. Luego, cuando aparcamos, vi que quien había dado los bocinazos era una mujer. No me sorprendió. En cuestiones de amabilidad no hay diferencia de género, igual de desagradable puede ser ella que él. He perdido la cuenta de las veces que di los buenos días y nadie me contestó. Sucede otro tanto cuando cedo el paso, doy las gracias o pido disculpas. Silencio atronador.

Si alguien tiene la tentación de pensar que me muevo por sitios raros o solo me relaciono con gente de malvivir, ya lo puede ir borrando. Hago lo que hice siempre. La diferencia es que ser amable y, por ejemplo, dar los buenos días, se ha convertido en una costumbre antigua y propia de la gente mayor que no tiene nada que hacer.

Ser amable se entiende como algo del pasado y de una clase social inferior. Fruncir el ceño, poner cara de vinagre o no responder al saludo, está de moda porque  creen que hace que la persona parezca más importante y más respetable. Por eso cada vez menos gente se esfuerza por ser amable y el trato que recibimos suele ser cortante y plagado de monosílabos. Responden así para que nos hagamos a la idea de que estorbamos y mejor nos quitamos de en medio.

Me gustaría equivocarme, pero creo que la gente es más amable con los animales de compañía que con las personas. A los animales los tratan con cariño aunque les ladren y tengan que ir detrás recogiendo sus cacas. En cambio, la relación entre humanos se ha vuelto poco menos que insoportable. La intolerancia, la prisa y también el egoísmo, han conseguido que sea un fastidio portarse de forma educada. Sucede en todos los ámbitos. Vaya uno donde vaya, se sorprende de que lo traten con amabilidad, cuando debería ser lo normal.

En este sentido, preocupa la realidad que se vive en los hospitales y en los centros de salud. Según los últimos datos, el número de reclamaciones relacionadas con el trato que reciben los pacientes supera al de las quejas por la demora en las consultas y las intervenciones quirúrgicas. Parece que el personal sanitario se inclina por imitar aquella famosa serie “Doctor House”, que se caracterizaba por la escasa empatía con los enfermos.

Solo con un poco de amabilidad, que además es gratis, haríamos la vida más agradable y mejor. Ser amable no significa dejar de llamar a las cosas por su nombre ni olvidarse de ser crítico cuando la ocasión lo merece. Significa, según define la RAE, “ser digno de ser amado, afable y afectuoso”.

Cuestión aparte, aunque venga en el mismo lote, es si deberíamos ser amables con quienes no lo son, o no lo merecen. Creo, sinceramente, que sí. Ser amable no significa, ni mucho menos, ser servil o inferior. Al contrario, la amabilidad es un valor que denota, sobre todo, elegancia social.

Aquella señora del parking lo mismo pensó que dándome dos bocinazos aliviaba su frustración y su malhumor, pero cuando me vio  sonreír seguro que se dio cuenta de la inutilidad de su acción.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España