No es frecuente pero, a veces, abres
el periódico y te encuentras con algo que no había ocurrido nunca. El que fuera
Primer Ministro holandés Dries van Agt, y su esposa Eugenie Krekelberg, ambos de
93 años, decidieron morir y murieron al mismo tiempo mediante una eutanasia
conjunta.
Morir de viejo no tiene nada de
malo, al contrario, es lo que todos deseamos y algunos no lo consiguen. Aunque,
claro, también hay egoístas que son viejos y se empeñan en seguir viviendo. Lo
denunciaba el que fuera ministro japonés de Finanzas, Taro Aso, quien declaró hace
unos años que las personas mayores deberían darse prisa y morir para aliviar
los gastos del Estado en pensiones y atención médica. También el Fondo
Monetario Internacional y la presidenta del Banco Central Europeo, Christine
Lagarde, alertaron sobre los riesgos que supone para los Estados y la economía
mundial que los viejos vivan demasiado. Hubo, incluso, quien se atrevió a ir
más allá. Yusuke Narita, profesor de Economía en la Universidad de Yale, y muy
popular en las redes sociales americanas, dijo no hace mucho que sería
conveniente que se abriera un debate sobre la posibilidad de que la eutanasia fuera
obligatoria para los viejos, en un futuro no muy lejano.
Tal vez porque conoce y comparte
estas ideas, la Presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso justificó
la muerte de 7.291 ancianos, que no fueron trasladados desde sus residencias geriátricas
a los hospitales, cuando la pandemia del coronavirus, porque se iban a morir de
todas maneras. Ya eran viejos y los viejos, puestos a morir, se supone que no
debería importarles hacerlo en un sitio cualquiera que no tiene por qué ser,
necesariamente, la cama de un hospital.
Allá por las altas esferas, los
que mandan en el mundo y no sabemos si también en algún laboratorio de China,
han llegado a la conclusión de que los viejos viven demasiado. Muchos por
encima de sus posibilidades y algunos de su cordura.
La sociedad ha hecho de la juventud un modelo
para toda la vida y la vejez se ha convertido en un odioso problema. La palabra
viejo se ha asociado a la idea de sobrante o deshecho y en esas estamos. Por un
lado la ciencia se afana en dilatar la vida de las personas y por otro los
expertos en economía dicen que no sale a cuenta. Que los viejos van estirando
su aliento y engañando a la muerte y que en ese empeño se vuelven insoportables.
Más vale que nos preparemos,
aunque la verdad es que tampoco podemos hacer mucho. Todo aquello que nos
enseñaron para que aprendiéramos a ser solidarios, mejores, más libres y más justos,
parece que solo ha servido para que el mundo camine hacia una nueva forma de
nazismo.
Lo que nos hace viejos, dicen los
expertos, no es la edad es el miedo. El miedo, sobre todo, a convertirnos en
una carga y no ser útiles. Eso explicaría que muchos, después de jubilarse, quieran
seguir en activo y se ocupen de cosas que para los jóvenes tienen poca importancia
como, por ejemplo, vigilar las obras y estar al tanto de que no abran la misma
zanja, en la misma calle, más de tres veces el mismo año. Podrá parecer poco
importante, pero solo por eso ya compensan el gasto y merecen seguir
viviendo.
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Milio Mariño