Vuelvo a la vida de diario después
de empezar el año con lo que, en principio, era un virus inofensivo y acabó
siendo una neumonía que me tuvo quince días en el San Agustín. Quince días con fiebre
que, según Juanjo Millás, es purificadora pues nos aparta del delirio cotidiano
y hace que veamos la realidad tal como es.
Chunga, porque cuando me dieron
el alta y salí a la calle percibí el regusto amargo de un ambiente político
enrarecido que ni siquiera la Navidad había conseguido endulzar. Por lo visto,
no hubo tregua. Los políticos acabaron el año riñendo y lo empezaron igual. Y, en realidad, no entiendo por qué. No parece
que haya motivos para tanta bronca. España, pese a la pandemia y la guerra de
Ucrania, está saliendo adelante de una forma más que aceptable y mejor incluso
que algunos países de Europa con mayor poder económico. Podría influir, qué sé
yo, el conflicto con los Jueces del Supremo y la aplicación de la “ley del sí
es si”, pero no creo que la bronca venga de ahí. La bronca debe venir de que
hay políticos y partidos que prescinden de cómo lo hagan sus adversarios, sobre
todo si lo hacen bien, y pasan a considerarlos un enemigo satánico que encarna el
mal y al que hay que combatir como sea.
Si fuera esa la explicación, que
todo apunta que puede ser, convendría tener presente que en política, como en
la vida misma, no vale todo. No es aplicable ese planteamiento, tan extendido
en el fútbol, de que no importa jugar mal si al final se gana. Perseguir la victoria
a cualquier precio puede llevar a la tentación de recurrir al juego sucio y
convertir la actividad política en un terreno enfangado donde cada partido
trata de sepultar a su adversario.
Ahora mismo, el debate no existe. El debate
que se plantea es: ellos o nosotros. Mala cosa porque para que la democracia
sea efectiva y funcione se necesita un debate plural y abierto y no una visión
dualista. El dualismo solo sirve para enconar las posturas. Y, si lo llevamos
al terreno moral no digamos. A la vista está que quienes presumen,
precisamente, de abanderar la hipermoralidad suelen ser los más amorales y los
más tramposos. Los que intentan aprovecharse de que la sociedad no anda muy
sobrada de valores. Sobre todo de ese valor imprescindible que nos inculcaron
nuestros padres y nuestros abuelos y consistía en decir, siempre, la verdad. Lo
cual, dicho sea de paso, casi nunca solía librarnos de sufrir algún castigo que
llevábamos regular.
Tal vez sean los años, pero la
sensación es que las relaciones humanas se han ido deteriorando y parece como
si hubiéramos olvidado que los verdaderos vínculos que nos caracterizan son los
afectivos. Es la bondad, la empatía, la tolerancia y el respeto por la verdad y
los que piensan distinto.
Quienes asumen la responsabilidad
de representarnos, creo que tienen la obligación moral de fortalecer, con su
comportamiento, esos principios. No lo están haciendo. Insisten en la bronca como
único recurso. Es por eso que nunca desee mal a nadie pero, en este caso, lo
mismo les vendría bien unos pocos días de esa fiebre purificadora que nos
aparta del delirio cotidiano. Ya no es que lo diga Millás, también Hipócrates
asegura que la fiebre cuece el humor descontrolado y hace que veamos las cosas con
mayor sensatez.
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Milio Mariño