Hace un par de años, cuando
aquello de la pandemia, aprendimos a contar muertos y, enseguida, nos hicimos unos expertos.
Un día contábamos mil y
pico y al siguiente celebrábamos que murieran treinta o cuarenta menos. Luego
vinieron las discusiones de si Madrid y Cataluña registraban bien los datos o
hacían trampas con el recuento macabro, pero lo que empezó siendo un golpe
brutal que noqueaba nuestros cerebros acabó convirtiéndose en un dato
estadístico que enseñábamos satisfechos si los fallecidos iban a menos o
nuestra Comunidad Autónoma estaba por debajo de otras que la superaban en número.
Por aquel tiempo, empezamos a dar
mayor o menor importancia a los muertos, dependiendo de si eran jóvenes o viejos,
o habían muerto aquí o muy lejos. Y, como todo es empezar, fuimos degenerando
hasta la crueldad de que los muertos solo merecen ser contados si cuentan en
realidad. Es decir, si sus vidas valen para algo o no valen nada.
Puede parecer tardísimo, pero fue
entonces, con la pandemia, cuando descubrimos nuestra condición de mortales. Y
entramos en pánico. Estuvimos así la
tira de tiempo, pero, ahora, los muertos ya no nos alteran ni nos preocupan en
absoluto. Cuando hablan de ellos nos es indiferente. La prueba la tenemos en que
la discusión sobre los muertos de Melilla se centró en si murieron a este o al otro
lado de la valla. Se discutieron los centímetros, no las causas. Las causas son
lo de menos, lo que importa es colocarlos donde no estorben.
No fue un caso aislado, acaba de
pasar otro tanto con los 6.500 trabajadores que murieron en Qatar construyendo
los estadios de futbol que hicieron posible la Copa del Mundo. Según iban
muriendo, los metían en un avión y los mandaban a la India, Pakistán, Nepal,
Bangladesh o Sri Lanka, con la excusa de que habían muerto por causas
naturales. No era mentira del todo, es natural que murieran trabajando a 50
grados de calor en unas obras gigantescas y, para ellos, desconocidas.
La sociedad actual y, en particular,
los políticos no demuestran demasiado interés por los muertos. Especialmente si
son incomodos: negros, pobres, inmigrantes, viejos o difíciles de colocar por
lo escandaloso de su muerte. Nos hemos vuelto más inhumanos y más egoístas y
cobardes. Los muertos ya no nos causan pudor, piedad ni vergüenza. Hace poco,
Ayuso salió en El Hormiguero diciendo que investigar lo sucedido en las
residencias de Madrid, donde murieron 6.187 ancianos abandonados a su suerte,
sin atención hospitalaria, era ahondar en un dolor innecesario.
Ayuso sabrá a qué dolor se
refiere porque no parece que le duelan mucho. Tampoco parece que duelan los
muertos de la guerra entre Rusia y Ucrania. Nadie se hace cargo de contarlos, son
un escombro más; un residuo que no sirve para medir la magnitud del sufrimiento.
Al final, nadie quiere cargar con
el muerto. Es como si retrocediéramos siete siglos y volviéramos a la Edad
Media, que fue cuando se inventó la famosa frase. Entonces, cuando se hallaba
el cadáver de una persona y no se podía determinar la identidad del asesino, el
pueblo en el que había aparecido estaba obligado a pagar una multa. Así que,
con el fin de eludir la multa, los vecinos se daban toda la prisa del mundo
para cargarlo en lo que fuera y trasladarlo al pueblo de al lado.
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Milio Mariño