El Gobierno de Pedro Sánchez está
en pleno debate sobre si deroga total o parcialmente la Reforma Laboral que el
Gobierno de Mariano Rajoy impuso en febrero de 2012 y trajo consigo devaluar
las relaciones laborales y devolverlas a los tiempos del franquismo. Aquella
reforma afectó a cerca de cien artículos de diferentes de leyes como el Estatuto
de los Trabajadores, la Ley General de la Seguridad Social o la Ley de Empleo y
se hizo sin que el Gobierno del Partido Popular negociara absolutamente nada
con los Empresarios y los Sindicatos. El PP ya tenía decidido lo que pensaba
hacer. Dictó un Decreto Ley que supuso, según el ministro de economía de
entonces, Luis de Guindos, “una reforma extremadamente agresiva para los
trabajadores”.
Nueve años después, con unas relaciones
laborales devaluadas al máximo, no parece que los trabajadores muestren mucho
interés por cambiarlas o tengan pensado movilizarse para dar el empujón
definitivo que acabe con el marco jurídico que ampara, legaliza y propicia la precariedad
y los bajos salarios. No se percibe un clamor en la calle ni en los centros de
trabajo pidiendo al Gobierno que derogue la Reforma Laboral. Así que mucho me
temo que esta apatía se deba a la tesis según la cual el ascenso de la extrema
derecha es consecuencia de que muchos trabajadores han cambiado su voto y están
dispuestos a brindarle su apoyo. Tesis que llevaría a la reflexión de que la
conciencia de clase ha pasado a mejor vida y ya no tiene vigencia aquella
famosa frase: no hay nadie más tonto que un obrero de derechas. Ahora un obrero
puede ser de derechas y decir convencido que tonto es quien no lo sea. Quien lo
diga, no insistiré en llamarlo tonto, pero un atleta mental tampoco parece. No creo
que demuestre tener muchas luces alguien a quien no le importa una ley que le
exige agachar la cabeza y que le pateen el culo por 900 euros al mes.
La disculpa, de quienes no están
dispuestos a mover un dedo para que se modifique esa ley, es que este tiempo
que vivimos obliga a no rebelarse con tal de sobrevivir. Y, es muy cierto que
no se rebelan, pero se quejan. Se quejan porque es más cómodo quejarse y culpar
al Gobierno, los sindicatos o incluso a la propia familia de que llevan una vida
de mierda y no tienen esperanza de que mejore. No se les ocurre pensar que sus
padres y sus abuelos lo tuvieron peor que ellos y no se dedicaron a encogerse
de hombros y decir: “es lo que hay”.
Sí es lo que hay habrá que cambiarlo.
No puede ser que los trabajadores, sobre todo los más jóvenes, acepten
sobrevivir y se tumben en el sofá. Es una mala noticia, para el progreso de la
sociedad, que el Gobierno y los Sindicatos peleen por derogar la Reforma
Laboral y no tengan a nadie detrás.
Hay quien opina que si las cosas están así es porque la izquierda y los sindicatos no han sabido conectar con los trabajadores y deben cambiar su discurso. Es posible, pero también puede ser que quienes deberían escuchar ese discurso hayan comprado el discurso de que siempre hubo ricos y pobres y acepten la precariedad y la sumisión. Que piensen que la suerte está echada y no vale la pena luchar por cambiarla.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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