Al hilo de lo que sucedió en Barcelona, con la estatua del Marqués de Comillas, se me ocurrió la maldad de preguntarme qué ocurriría con la estatua de Pedro Menéndez de haber sido otra la mayoría que gobierna en el Ayuntamiento. Imagino, no lo sé, que de haber triunfado Ganemos, Podemos o cualquier formación de las que se arrogan la representación de los indignados, es muy probable que en el Parque del Muelle solo quedaran los cañones, si es que quedaba algo.
De todas maneras, aunque lo parezca, no me propongo, ni mucho menos, justificar o defender la conveniencia de mantener una estatua que lleva con nosotros más de cien años. La reflexión viene al caso de un debate que se ha puesto de moda y no, precisamente, por lo ocurrido en Barcelona sino porque se está dando en todas las partes del mundo y con actores de distinto signo político. En Nueva York, por ejemplo, la concejal Melissa Mark-Viverito propuso, hace poco, derribar la estatua de Cristóbal Colón que se levanta en la esquina suroeste del emblemático Central Park. También en Washington andan a vueltas con el destino de una gran rotonda dedicada al descubridor y situada frente a la céntrica Union Station. Allí, la escultura de Colón, que supera los veinte metros, lleva años olvidada y se ha convertido en lugar de encuentro y refugio de los sin techo.
La percepción de la historia es evidente que cambia con el paso del tiempo. Cristóbal Colón ha sido durante siglos el descubridor de América pero ahora, para algunos, se ha convertido en un invasor y un genocida que no merece ningún monumento. Acusaciones que, por lo mismo, también podrían alcanzar a nuestro Pedro Menéndez, de quien se dice que fue un tipo sanguinario que masacró a los hugonotes franceses.
No creo que nadie discuta que lo normal y deseable sería que las estatuas y los monumentos sirvieran para recompensar y perpetuar la memoria de los personajes y las figuras ejemplares. El problema es que la revisión del pasado, con los ojos del presente, suele ser muy arriesgada y hay que hacerla con mucho cuidado. Puede ser, ya lo estamos viendo, que derribemos algunas estatuas pero, con su derribo, no conseguimos blanquear la historia. La historia está ahí. Y no solo las calles, también los museos están llenos de cuadros y bustos de personajes que, hoy, no merecerían nuestra consideración ni nuestro reconocimiento. ¿Qué hacemos? ¿Mandamos todos esos cuadros al sótano o los quemamos en una hoguera?
Borrando un símbolo no se cambia la historia, sólo se causa ignorancia para las futuras generaciones. Otra cosa es que se reconozca, en los libros, quienes fueron y qué hicieron esas personas. Que sepamos la verdad de los personajes, aunque eso no cambie el peso y la influencia que tuvieron en la sociedad y en nuestra cultura.
Si siguiéramos el camino iniciado por Ada Colau, habría que borrar todas las estatuas y monumentos ya que todos son cuestionables y, a todos, se les puede dar otra lectura. Por eso, no deja de ser curioso que nos quejemos de que ISIS está destruyendo monumentos milenarios y que nosotros estemos haciendo lo mismo con nuestra historia. Que estemos construyendo, derribando y reconstruyendo nuestro pasado según los intereses políticos de cada momento. Así es que cabe pedir que si lo que toca es derribar estatuas, al menos que dejen los pedestales. Pueden servirnos en un futuro.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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