Empiezo por el despiporre pero quiero hablarles del espatarre. De la campaña que ha puesto en marcha el Ayuntamiento de Madrid incorporando pegatinas en los autobuses, y en el Metro, con una advertencia contra esa costumbre, de abrir exageradamente las piernas, que atribuyen en exclusiva a los hombres y han dado en llamar “manspreading”. Un palabro inglés que al parecer suena mejor y sirve para calificar de machista la conducta de quienes, al sentarse, invaden el espacio de los que se sientan al lado.
No pienso discutir que entre las atrocidades que el hombre puede cometer está sentarse con las piernas demasiado abiertas, pero calificar esa conducta como machismo, y no como un ejemplo de mala educación, es pasarse tres pueblos. Acepto que, en este caso, llamar a las cosas por su nombre quizá sea menos efectivo y apenas tenga repercusión. Así es que alguien debió pensar que si a la mala educación la llamaba machismo contribuía a la lucha por la igualdad. Tuvo que ser por eso, no se me ocurre otra explicación. De modo que, a lo mejor, sin querer cometieron el disparate de convertir lo que no pasa de ser una falta de respeto en un problema de género.
Lo malo es que, como ocurre siempre con estas cosas, se han creado dos bandos. Unos creen que la costumbre de espatarrarse en los asientos es una consecuencia del machismo. Y otros simplemente una muestra de mala educación. Apreciación, ésta última, que está en clara desventaja pues, hoy en día, todo lo que tenga que ver con la buena educación ha sido desterrado de nuestra sociedad. No quiero imaginar la lluvia de críticas que tendría que soportar cualquier docente que intentara enseñar a sus alumnos a sentarse bien en clase y en los transportes públicos. Le llamarían carca y retrógrado. Eso lo más liviano porque para mucha gente la buena educación ha pasado a ser sinónimo de clasismo elitista. Una antigualla impropia de estos tiempos. De modo que si muchos padres ya se niegan a que sus hijos hagan los deberes -porque consideran que los niños han venido al mundo a ser felices y no a romperse los codos-, la resistencia a las clases de urbanidad sería mucho más feroz.
Lo curioso del caso es que esto que se presenta como un drama podría solucionarse de una forma muy simple. Algo como decir: "Disculpe, pero tal como está sentado apenas me deja espacio". Llámenme loco pero, a lo mejor, con un toque de atención y una pequeña sonrisa se acababa el problema.
Aquí preferimos otras soluciones. Aquí lo llamamos machismo y lo arreglamos con pegatinas. O rizando el rizo, porque supongo que conocen esos maravillosos semáforos, igualitarios, que alegran las aceras de la capital de España y, por fin, han logrado que todo el mundo pueda cruzar la calle sin tener dudas sobre si el muñeco se refiere a ellos o ellas. Se acabó el machismo en los pasos de peatones. Una medida muy necesaria porque quién no se ha encontrado con una mujer o un par de mujeres indecisas al borde de la acera, esperando como invidentes que alguien las ayude a entender ese símbolo machista que era el señor en movimiento iluminado de verde.
Quizá ahora entiendan el título del artículo. Se me ocurrió juntar los semáforos con los autobuses y salió el despiporre y el despatarre.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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