Hay gente rara, pero cuesta creer que alguien reforme su casa para dejarla peor que estaba. No parece sensato que alguien llame a un “ñapas” para decirle: Quite la ducha de hidromasaje y la mampara de vidrio y sustitúyalas por una pileta y unas cortinas de plástico. Le advierto que el baño quedará fatal. Lo sé pero, como además de feo será muy incómodo, mi familia se duchará menos y ahorraremos una pasta. De todas maneras, me temo que no será suficiente, así que cambie también la cisterna, por una de aquellas que se tiraba de la cadena, y sustituya el portarrollos por un clavo para colgar hojas de periódico, en vez de papel higiénico.
Eso mismo fue lo que hizo Rajoy con España. Bajó los salarios, redujo la indemnización por despido, aumentó la precariedad, recortó en sanidad y educación, quito derechos… Es decir, reformó lo que había para dejarlo peor. Y quedó contentísimo. Presume de qué fue un éxito. Dice que disfrutábamos de unas condiciones de vida y unos derechos que eran un lujo. Que lo sensato, lo que le convenía a España, era volver a lo de antes. Derribar lo construido y retroceder treinta o cuarenta años. Hacer que España se parezca cada vez menos al resto de Europa y empiece a parecerse al norte de África. Esa fue la solución de progreso que, según Rajoy, hizo que la economía mejore.
La idea, de que las cosas deben empeorar para que todo mejore, se la había oído yo a Alfred Pennyworth, que no es ningún economista famoso sino el mayordomo de Batman. Un viejo guasón que se mostraba asombrado por la candidez de Bruce y le decía que los villanos son todos muy simples y muy parecidos, pues siempre repiten la misma fórmula, tanto en el fondo como en la forma.
Tenía razón. Hemos vuelto a lo que contaba Cervantes en “El Retablo de las maravillas”. Un día aparecen unos estafadores y anuncian el espectáculo más asombroso que jamás se haya visto. Pero ponen una condición: Sólo podrán verlo quienes tengan un origen legítimo y no anden en tratos con el demonio. De modo que cuando irrumpe alguien que no participa en el delirio de la farsa y, por tanto, atestigua que no hay ningún espectáculo, que el escenario está vacío, el alcalde lo señala con un anatema que, en aquellos tiempos, significaba condenarlo a la hoguera: “¡Es de ellos, no ve nada!”
Así estamos. Los villanos ni siquiera se han molestado en cambiar una coma. El argumento es el mismo. Sólo fingiendo y creyendo ver lo que no existe podemos librarnos de que nos acusen de pertenecer a ese “ellos” infame. El hecho de ver la realidad, y contarla, convierte, a quien se atreve, en un apestado ignorante que debe ser condenado a la hoguera.
Oiga una cosa: ¿No había aquí un baño precioso? Sí que lo había pero acabo de reformarlo y tendrá que arreglarse con lo que hay. Y, más le digo: prepárese porque pienso reformar la cocina y no imagina como la voy a dejar.
Esa es la propuesta para los cuatro años que vienen, seguir haciendo reformas hasta que la vivienda sea inhabitable. Solo entonces empezarán las mejoras. Los hijos darán un puñetazo en la mesa y volverán a reformarlo todo para ponerlo como, en principio, lo tenían sus padres.
Milio Mariño / Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
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