Milio Mariño
La actualidad va tan deprisa que cualquier noticia, por importante que sea, caduca antes que esos yogures que colocan, de forma estratégica, en la primera fila de los supermercados. Aguanta dos o tres días, pasa a segundo plano y, al cabo de una semana, se convierte en un par de líneas o, simplemente, desaparece.
Digo esto porque ya casi nadie se acuerda de aquellas noticias que daban cuenta del primer contagio por Ébola y de una palabra, protocolo, que surgió como por arte de magia y, durante unos días, fue la más pronunciada en una acepción que, para sorpresa de algunos, no tenía nada que ver con la etiqueta y la actividad diplomática, sino con el conjunto de pautas que, en una determinada circunstancia, han de seguirse para garantizar la seguridad y evitar o minimizar el error.
De aquella, hace apenas un mes, todos los que habían tenido algo que ver con el contagio por Ébola, ya fueran cargos políticos, responsables sanitarios, encargados de la limpieza o conductores de ambulancia, echaban balones fuera refiriéndose al protocolo. Sorprendía que hablaran en aquellos términos porque era como si el director de una compañía aérea, cuyo avión acabara de estrellarse en el mar, dijera como disculpa: Cierto que los pasajeros han fallecido todos pero, antes de que la compañía asuma alguna responsabilidad, habrá que ver si respetaron el protocolo y siguieron las instrucciones correctas sobre el uso del chaleco salvavidas.
La utilización que se hizo, entonces, del protocolo sirvió para que nos diéramos cuenta de que ocurra lo que ocurra, ya figura por escrito como ha de resolverse. Los que mandan ya no tienen que tomar decisiones, establecen un protocolo y lo que pase luego no es culpa suya. La culpa será de quien tenga un despiste y no siga las instrucciones. Esa fue la versión del Consejero de Sanidad de Madrid, que culpabilizó a la víctima y, al día siguiente, tuvo que rectificar, presionado por la opinión pública.
Rectificó, solo, a medias porque, la semana pasada, volvió a su versión primitiva. Habló el marido de Teresa Romero, dijo que era una historia plagada de errores, desaciertos y falta de control político, y los responsables volvieron al protocolo, como la burra al trigo. Insistieron en culpar a la víctima para eludir su responsabilidad y descartar cualquier fallo.
Tanto empeño, por utilizar el protocolo como disculpa, me hizo creer que debía tratarse de un invento reciente. Salí del error cuando supe que nació el 26 de febrero de 1852, que fue cuando el barco ingles Birkenhead naufragó en las costas de Sudáfrica y su capitán, Alexander Seton, con sólo dos botes salvavidas para 6000 pasajeros, dijo: “Las mujeres y los niños primero”.
Hasta entonces nunca nadie había impuesto, como regla, quién debía abandonar antes un barco. Pero, desde aquel día, la frase del capitán Seton se convirtió en una norma náutica no establecida, en un protocolo que se siguió a rajatabla cuando, en 1912, naufragó el Titanic.
Quizá se estén preguntando si existe algún protocolo que establezca quién debe abandonar el barco primero. Sí que lo hay, pero no afecta a las mujeres y los niños porque, cuando se trata de salvar vidas, no pueden hacerse distingos por razones de edad o de sexo. Afecta al capitán. La norma establece que el capitán debe ser el último en abandonar el barco. Cosa que no siempre se cumple.
La actualidad va tan deprisa que cualquier noticia, por importante que sea, caduca antes que esos yogures que colocan, de forma estratégica, en la primera fila de los supermercados. Aguanta dos o tres días, pasa a segundo plano y, al cabo de una semana, se convierte en un par de líneas o, simplemente, desaparece.
Digo esto porque ya casi nadie se acuerda de aquellas noticias que daban cuenta del primer contagio por Ébola y de una palabra, protocolo, que surgió como por arte de magia y, durante unos días, fue la más pronunciada en una acepción que, para sorpresa de algunos, no tenía nada que ver con la etiqueta y la actividad diplomática, sino con el conjunto de pautas que, en una determinada circunstancia, han de seguirse para garantizar la seguridad y evitar o minimizar el error.
De aquella, hace apenas un mes, todos los que habían tenido algo que ver con el contagio por Ébola, ya fueran cargos políticos, responsables sanitarios, encargados de la limpieza o conductores de ambulancia, echaban balones fuera refiriéndose al protocolo. Sorprendía que hablaran en aquellos términos porque era como si el director de una compañía aérea, cuyo avión acabara de estrellarse en el mar, dijera como disculpa: Cierto que los pasajeros han fallecido todos pero, antes de que la compañía asuma alguna responsabilidad, habrá que ver si respetaron el protocolo y siguieron las instrucciones correctas sobre el uso del chaleco salvavidas.
La utilización que se hizo, entonces, del protocolo sirvió para que nos diéramos cuenta de que ocurra lo que ocurra, ya figura por escrito como ha de resolverse. Los que mandan ya no tienen que tomar decisiones, establecen un protocolo y lo que pase luego no es culpa suya. La culpa será de quien tenga un despiste y no siga las instrucciones. Esa fue la versión del Consejero de Sanidad de Madrid, que culpabilizó a la víctima y, al día siguiente, tuvo que rectificar, presionado por la opinión pública.
Rectificó, solo, a medias porque, la semana pasada, volvió a su versión primitiva. Habló el marido de Teresa Romero, dijo que era una historia plagada de errores, desaciertos y falta de control político, y los responsables volvieron al protocolo, como la burra al trigo. Insistieron en culpar a la víctima para eludir su responsabilidad y descartar cualquier fallo.
Tanto empeño, por utilizar el protocolo como disculpa, me hizo creer que debía tratarse de un invento reciente. Salí del error cuando supe que nació el 26 de febrero de 1852, que fue cuando el barco ingles Birkenhead naufragó en las costas de Sudáfrica y su capitán, Alexander Seton, con sólo dos botes salvavidas para 6000 pasajeros, dijo: “Las mujeres y los niños primero”.
Hasta entonces nunca nadie había impuesto, como regla, quién debía abandonar antes un barco. Pero, desde aquel día, la frase del capitán Seton se convirtió en una norma náutica no establecida, en un protocolo que se siguió a rajatabla cuando, en 1912, naufragó el Titanic.
Quizá se estén preguntando si existe algún protocolo que establezca quién debe abandonar el barco primero. Sí que lo hay, pero no afecta a las mujeres y los niños porque, cuando se trata de salvar vidas, no pueden hacerse distingos por razones de edad o de sexo. Afecta al capitán. La norma establece que el capitán debe ser el último en abandonar el barco. Cosa que no siempre se cumple.
Milio Mariño / Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
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