Milio Mariño
Creo que fue Unamuno quien dijo que para dar una vez en el clavo hay que dar cien veces en la herradura. Por eso, ateniéndome a la observación del filósofo vasco, perdono a Pablo Iglesias que llamara a la Transición “el candado del 78” y dijera que piensa abrirlo, desconozco si con la llave del consenso o con una cizalla. Al parecer, quiere empezar de cero, hacer de la Constitución un sayo y enfrentarse al futuro limpio de polvo y paja. Ahí es nada. Como sí los que participamos, aunque fuera de forma modesta, en la Transición Democrática no hubiéramos pensado lo mismo, no hubiéramos cedido, en nuestras pretensiones iniciales, y no analizáramos lo sucedido, llegando a la conclusión de que no es para estar satisfechos del todo. Conclusión a la que, seguramente, llegará, dentro de nada, el líder de Podemos, pues pocas cosas suceden como deseábamos, como suponíamos o como habíamos previsto.
No trato de justificarme. Al contrario, asumo los errores y reivindico para los que entonces éramos incluso más jóvenes de lo que Pablo es ahora, la misma ilusión y las mismas ganas de transformar un país que había que ver como estaba. Había que verlo en aquella época y no cuarenta años después, ojeando fotografías y artículos de prensa, con la incredulidad y la ventaja del que sabe cómo ha transcurrido la historia.
En los tiempos que digo, hace casi cuarenta años, España era un solar fascista, vigilado por guardas y perros de presa, en el que a duras penas pudieron improvisarse cuatro cimientos, sobre los que se construyó, aprisa y corriendo, una constitución, la que inauguramos en 1978, que era como un piso sin acabar en el que nos metimos a vivir porque no había otra. Había la intemperie de las instituciones franquistas, el ruido de sables y la música de los grises. Había miedo a raudales, por más que ahora suene a invención del abuelo para presumir de valiente.
Así estaban las cosas. Cualquiera puede hablar del candado o del Régimen del 78, pero entonces, como ahora, el debate era ruptura o reforma. No vayan a pensar los de Podemos que nadie luchó por ir más allá. Bastantes de los que estábamos por la ruptura aceptamos la reforma y, luego, la defendimos como si hubiera sido nuestra propuesta inicial. No lo tomamos, siquiera, ni como un cambio de postura. Aceptamos el Pacto de la Moncloa sin saber que operaba en nosotros un fenómeno muy general en la Historia. Por lo visto es normal que, quienes al iniciarse un proceso son audaces y avanzados, se vuelvan más precavidos en el fragor de la lucha. Al principio se lanzan a por todas sin importarles su suerte o lo que pueda pasar, pero luego aparecen los moderados, simplifican las cuestiones, las bajan de las alturas y las llevan al terreno de lo práctico. Se impone aquello de que un buen acuerdo es el que no deja, plenamente, satisfechas a ninguna de las dos partes y acaban por convencerse de que es más útil pactar que atrincherarse defendiendo su idea.
No quisiera parecer pedante si digo que yo, todo esto, ya lo he vivido una vez. Por eso me da pereza que vuelva la trenka, Lluis Llach y L’Estaca, la OTAN y el discurso de finales de los setenta. Pero no solo eso sino que nos lo presenten como una gran novedad.
Creo que fue Unamuno quien dijo que para dar una vez en el clavo hay que dar cien veces en la herradura. Por eso, ateniéndome a la observación del filósofo vasco, perdono a Pablo Iglesias que llamara a la Transición “el candado del 78” y dijera que piensa abrirlo, desconozco si con la llave del consenso o con una cizalla. Al parecer, quiere empezar de cero, hacer de la Constitución un sayo y enfrentarse al futuro limpio de polvo y paja. Ahí es nada. Como sí los que participamos, aunque fuera de forma modesta, en la Transición Democrática no hubiéramos pensado lo mismo, no hubiéramos cedido, en nuestras pretensiones iniciales, y no analizáramos lo sucedido, llegando a la conclusión de que no es para estar satisfechos del todo. Conclusión a la que, seguramente, llegará, dentro de nada, el líder de Podemos, pues pocas cosas suceden como deseábamos, como suponíamos o como habíamos previsto.
No trato de justificarme. Al contrario, asumo los errores y reivindico para los que entonces éramos incluso más jóvenes de lo que Pablo es ahora, la misma ilusión y las mismas ganas de transformar un país que había que ver como estaba. Había que verlo en aquella época y no cuarenta años después, ojeando fotografías y artículos de prensa, con la incredulidad y la ventaja del que sabe cómo ha transcurrido la historia.
En los tiempos que digo, hace casi cuarenta años, España era un solar fascista, vigilado por guardas y perros de presa, en el que a duras penas pudieron improvisarse cuatro cimientos, sobre los que se construyó, aprisa y corriendo, una constitución, la que inauguramos en 1978, que era como un piso sin acabar en el que nos metimos a vivir porque no había otra. Había la intemperie de las instituciones franquistas, el ruido de sables y la música de los grises. Había miedo a raudales, por más que ahora suene a invención del abuelo para presumir de valiente.
Así estaban las cosas. Cualquiera puede hablar del candado o del Régimen del 78, pero entonces, como ahora, el debate era ruptura o reforma. No vayan a pensar los de Podemos que nadie luchó por ir más allá. Bastantes de los que estábamos por la ruptura aceptamos la reforma y, luego, la defendimos como si hubiera sido nuestra propuesta inicial. No lo tomamos, siquiera, ni como un cambio de postura. Aceptamos el Pacto de la Moncloa sin saber que operaba en nosotros un fenómeno muy general en la Historia. Por lo visto es normal que, quienes al iniciarse un proceso son audaces y avanzados, se vuelvan más precavidos en el fragor de la lucha. Al principio se lanzan a por todas sin importarles su suerte o lo que pueda pasar, pero luego aparecen los moderados, simplifican las cuestiones, las bajan de las alturas y las llevan al terreno de lo práctico. Se impone aquello de que un buen acuerdo es el que no deja, plenamente, satisfechas a ninguna de las dos partes y acaban por convencerse de que es más útil pactar que atrincherarse defendiendo su idea.
No quisiera parecer pedante si digo que yo, todo esto, ya lo he vivido una vez. Por eso me da pereza que vuelva la trenka, Lluis Llach y L’Estaca, la OTAN y el discurso de finales de los setenta. Pero no solo eso sino que nos lo presenten como una gran novedad.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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