Enarbolando la premisa de que
somos inocentes, mientras no se demuestre lo contrario, habíamos elegido una
fecha, el 28 de diciembre, para celebrarlo. Ese día, aparcábamos la seriedad y
nos prestábamos a gastar bromas en las que incluso colaboraban los medios de
comunicación, con noticias falsas y sorprendentes, que provocaban reacciones divertidas
y nos reafirmaban en la creencia de que somos la única especie capaz de reírse.
La citada fiesta no alcanzó a
ser de las de guardar, pero había adquirido cierta notoriedad al tratarse de
una costumbre cristiana que recuperamos con la democracia, pues durante la
dictadura ser inocente se había puesto difícil y la risa escaseaba hasta el
punto de que algunos historiadores afirman que Franco solo se rió una vez:
cuando Eisenhower visitó España. Así que había ganas de celebrar nuestra
inocencia y reírnos a carcajadas porque la risa es barata y denota felicidad. Pero
la celebración fue decayendo a medida que empezamos a tener constancia de que
no se respetaba el 28 de diciembre.
Hay dudas sobre cuando
comenzó la deriva, pero es probable que fuera a partir de marzo de 2004, con
ocasión de las bombas en los trenes. A partir de entonces, las inocentadas y
los bulos empezaron a difundirse sin que importara la fecha ni la época del año.
Cualquier día era válido. Un día nos sorprendimos con que la Comisión Europea
había decidido que la energía nuclear era una energía verde. Otro con que el
Tribunal Constitucional había evitado pronunciarse sobre un recurso de amparo a
propósito de una sentencia del Tribunal Superior de Baleares que consideraba
que no era delito, y por tanto podía considerarse legal, saldar una deuda
económica practicando sexo oral. Y, así, las inocentadas fueron dejando de ser excepción
y empezaron a normalizarse de modo que hasta los jueces del Supremo se apuntaron
a la fiesta y dijeron que les había resultado imposible identificar quien era
M. Rajoy.
Entre las falsas inocentadas podríamos
incluir, pero se salva por lo que tiene de original, la decisión de un juez que,
ante la denuncia de un vecino por tener que soportar música rap a todo volumen,
hasta altas horas de la madrugada, condenó al infractor a una multa de
trescientos euros con la reserva de que podía reducirla si ponía música de Beethoven.
Por distintas razones, algunas
inconfesables, se fue perdiendo la costumbre de respetar el 28 de diciembre y
las inocentadas empezaron a proliferar de forma alarmante. Un error garrafal ya
que, por ejemplo, a los jueces del Supremo no les hubiera costado nada sujetarse
unos días y en vez de publicar la condena del Fiscal General el 20 de noviembre
hacerlo un mes más tarde. Con un simple cambio de fecha hubieran evitado las
críticas y la sospecha de lawfare. Habríamos tomado el fallo por una inocentada
y todos contentos.
La situación es preocupante,
de ahí que mucha gente reclame que se acometan mejoras para fortalecer y
salvaguardar nuestra democracia. Mejoras como, por ejemplo, una ley que prohíba
las inocentadas en otras fechas que no sean el 28 de diciembre y contemple
fuertes sanciones, incluso la cárcel, cuando los infractores provengan de la
política, la judicatura o los medios de comunicación.
Una ley así hace falta. Supondría
el triunfo de la razón sobre el actual y dañino desbarajuste.




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