martes, 30 de diciembre de 2025

Inocentadas

Milio Mariño

Enarbolando la premisa de que somos inocentes, mientras no se demuestre lo contrario, habíamos elegido una fecha, el 28 de diciembre, para celebrarlo. Ese día, aparcábamos la seriedad y nos prestábamos a gastar bromas en las que incluso colaboraban los medios de comunicación, con noticias falsas y sorprendentes, que provocaban reacciones divertidas y nos reafirmaban en la creencia de que somos la única especie capaz de reírse.

La citada fiesta no alcanzó a ser de las de guardar, pero había adquirido cierta notoriedad al tratarse de una costumbre cristiana que recuperamos con la democracia, pues durante la dictadura ser inocente se había puesto difícil y la risa escaseaba hasta el punto de que algunos historiadores afirman que Franco solo se rió una vez: cuando Eisenhower visitó España. Así que había ganas de celebrar nuestra inocencia y reírnos a carcajadas porque la risa es barata y denota felicidad. Pero la celebración fue decayendo a medida que empezamos a tener constancia de que no se respetaba el 28 de diciembre.

Hay dudas sobre cuando comenzó la deriva, pero es probable que fuera a partir de marzo de 2004, con ocasión de las bombas en los trenes. A partir de entonces, las inocentadas y los bulos empezaron a difundirse sin que importara la fecha ni la época del año. Cualquier día era válido. Un día nos sorprendimos con que la Comisión Europea había decidido que la energía nuclear era una energía verde. Otro con que el Tribunal Constitucional había evitado pronunciarse sobre un recurso de amparo a propósito de una sentencia del Tribunal Superior de Baleares que consideraba que no era delito, y por tanto podía considerarse legal, saldar una deuda económica practicando sexo oral. Y, así, las inocentadas fueron dejando de ser excepción y empezaron a normalizarse de modo que hasta los jueces del Supremo se apuntaron a la fiesta y dijeron que les había resultado imposible identificar quien era M. Rajoy.

Entre las falsas inocentadas podríamos incluir, pero se salva por lo que tiene de original, la decisión de un juez que, ante la denuncia de un vecino por tener que soportar música rap a todo volumen, hasta altas horas de la madrugada, condenó al infractor a una multa de trescientos euros con la reserva de que podía reducirla si ponía música de Beethoven.

Por distintas razones, algunas inconfesables, se fue perdiendo la costumbre de respetar el 28 de diciembre y las inocentadas empezaron a proliferar de forma alarmante. Un error garrafal ya que, por ejemplo, a los jueces del Supremo no les hubiera costado nada sujetarse unos días y en vez de publicar la condena del Fiscal General el 20 de noviembre hacerlo un mes más tarde. Con un simple cambio de fecha hubieran evitado las críticas y la sospecha de lawfare. Habríamos tomado el fallo por una inocentada y todos contentos. 

La situación es preocupante, de ahí que mucha gente reclame que se acometan mejoras para fortalecer y salvaguardar nuestra democracia. Mejoras como, por ejemplo, una ley que prohíba las inocentadas en otras fechas que no sean el 28 de diciembre y contemple fuertes sanciones, incluso la cárcel, cuando los infractores provengan de la política, la judicatura o los medios de comunicación.

Una ley así hace falta. Supondría el triunfo de la razón sobre el actual y dañino desbarajuste.  

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 22 de diciembre de 2025

Mentiras de Nochebuena

Milio Mariño

Soy de los que no tienen fe. No, no la tengo, pero les aseguro que se puede no tener fe y, sin embargo, creer en la Navidad. En esa burbuja emocional que, aunque esté ligada a un origen religioso, va más allá. Alcanza para que un agnóstico, al menos una vez al año y por estas fechas, desee salud y suerte, felicite a todo el mundo y, de paso, se felicite a sí mismo.

Es lo que hago y pienso seguir así. Estoy convencido de que la Navidad nos gusta a casi todos por más que sea un dilema todavía por resolver. Las calles iluminadas, la música por todas partes, los escaparates a rebosar y la gente comprando como si no hubiera un mañana, contagian un optimismo del que es difícil sustraerse. Poniéndonos en lo peor, incluso si llegáramos a la conclusión de que la Navidad es una farsa y todo está urdido para fomentar el consumo, puede servirnos para pasar buenos ratos y disfrutar con la familia.

Ya imagino que, al oír familia, a más de uno le saltaría la alarma y reaccionaría advirtiendo que ese disfrute hay que ponerlo entre comillas porque en la mesa de nochebuena se dirán muchas mentiras y las habrá de todos los colores. Piadosas, para evitar posibles disgustos y no arruinar la fiesta, estratégicas, por razones egoístas, y también algunas de supervivencia para protegernos de quienes se violentarían si conocieran la verdad.

Cuento con ello. No me importa que los detractores de la Navidad y las cenas familiares saquen pecho y aludan a que, en definitiva, lo que mantendría unida a la familia, en la cena de nochebuena, serían las mentiras. Bueno ¿Y qué? Si necesitamos mentir para protegernos o proteger al resto, convivir pacíficamente, ser amables y no romper la ilusión de los demás, se miente y ya está. Las mentiras solo son malas cuando están directamente asociadas con las malas intenciones.

 

La verdad goza de mucho prestigio, pero es cruel y despiadada y sería insoportable que nos la estuvieran restregando, todo el tiempo, por los morros. La mentira, en cambio, aunque tiene peor fama, sí está motivada por el deseo de no hacer daño, sirve para ennoblecer la vida. Así que ya sentados a la mesa y dispuestos para cenar, no es mala idea mentir para desarmar a los aguafiestas que no soportan la alegría de los demás.

La mentira es defendible frente a quienes presumen de cantar las verdades al lucero del alba y eligen la cena de nochebuena como auditorio. Habría que verlos diciéndoles las verdades a sus jefes, a su pareja, a sus amigos o, incluso, a ellos mismos. Es probable que, en otros ámbitos, sean menos valientes.

Varios estudios coindicen en que, como mínimo, mentimos entre diez y veinte veces al día. Todos, nadie se salva. Lo que hay que tener en cuenta es por qué se hace. San Agustín decía que la mentira no depende de la verdad, sino de la intención, de modo que si no hay intención no hay mentira.

Tampoco es cuestión de buscar excusas. El mismo argumento que utilizamos para mentirles a los niños, con Papa Noel y los Reyes Magos, es válido para evitar la catástrofe y que la cena de nochebuena sea un éxito. Las mentiras son necesarias cuando la verdad solo sirve para hacer daño.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 15 de diciembre de 2025

Cuento que viene a cuenta

Milio Mariño

Por el sofá del salón y la mesa de la esquina había desparramados varios catálogos de juguetes y regalos que me hicieron reflexionar sobre el niño que fui y el abuelo que soy. Una reflexión casi imposible porque el mundo ha cambiado tanto que es como si hubieran transcurrido cien generaciones. Solo hay que ver lo que ocurre con los niños: ya no les preguntamos qué piden a los Reyes, les damos un catálogo y les decimos que elijan. Pueden pedir lo que quieran.

Me refiero a personas como nosotros, nada de gente rica. En cualquier caso, les prevengo de qué no voy a contarles la historia de un niño de familia pobre que apenas tuvo regalos y ahora, que es abuelo y puede, regala a manos llenas.

No va por ahí la cosa. La historia es diferente. Mis padres tenían lo justo, pero nunca me consideré pobre y humilde tampoco. No lo digo como excusa, asumo las consecuencias. Hubo quien dijo que si hubiera sido más disciplinado hubiera llegado más alto. Sospecho que quien lo dijo confundía la disciplina con la obediencia. Virtud de la que también fui privado, supongo que por el diablo. A él le debo que obedecer me resultara difícil mientras que para otros no suponía ningún esfuerzo. Recuerdo que oía con insistencia: cuando crezcas y seas mayor harás lo que te apetezca, pero ahora obedeces y haces lo que te manden.

Aquella promesa mitigaba, en parte, las frustraciones. No sabía que me estaban engañando y que, cuando fuera mayor, tendría menos posibilidades de hacer lo que quisiera. Posiblemente no fuera su intención pero, sin saberlo, estaban enseñándome a gestionar el malestar que supone no conseguir lo que quieres.

Entonces no había catálogos de regalos y juguetes. Recibías uno o dos en Reyes y, con suerte, otro en el cumpleaños. Entre medias, los domingos te daban una pequeña “paga” y aprendías a priorizar el gasto y hasta planificabas algún ahorro. Era una época en la que llamar por teléfono había que hacerlo solo para avisar de algo, dejar encendida la luz del baño o del pasillo suponía una reprimenda, hacer fotos estaba reservado para los días especiales porque salían muy caras… Todo estaba limitado. Quisieras, o no, aprendías a sujetarte. Y, cuando te sujetabas, surgían esas pequeñas frustraciones que te iban preparando para lo que te esperaba cuando fueras adulto.

Esto que comento pertenece a un pasado reciente que parece remoto. Ahora, los niños de nuestro entorno no distinguen entre lo que se puede y no se puede. No distinguen entre la vida real y la virtual. Se han quedado sin límites. Tienen muchos aparatos para entretenerse y muchos amigos virtuales, pero se aburren y están más solos que nunca. Juegan poco al aire libre y cada vez menos libremente.

También los abuelos hemos cambiado, no nos parecemos en nada a los de nuestra infancia. Igual es que ya empiezo a chochear, pero creo que nuestro cambio ha sido positivo, a la inversa que el de los niños. Ahora somos más activos y vitales, salimos más a la calle y hacemos travesuras. Si quieren que les diga la última, cogí los catálogos y los tiré a la basura. No me arrepiento. Cuando tiré la bolsa, el contendor se cerró como quien guiña un ojo y agradecí que fuera mí cómplice.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 8 de diciembre de 2025

La Inmaculada y algunos pecados

Milio Mariño

Hace tiempo que albergo la duda sobre si la cercanía de estos dos días festivos, el sábado la Constitución y hoy, lunes, la Inmaculada, se debe a una coincidencia o a que alguien tuvo la idea de ponerlos juntos porque ambos se necesitan. Para entender esta duda habría que remontarse a 1978, cuando el franquismo se resistía a la democracia y la Inmaculada no solo era la madre de Cristo, también era la madre de España, un país elegido por Dios para una misión histórica.

Ni más ni menos. Estuvieron cuarenta años con esa matraca. Insistían en lo que había dicho el Conde-Duque de Olivares: “Dios es español y está de parte de nuestra nación”. España era el pueblo elegido y la envidia de todo el mundo. Así que, influido por la historia que nos habían contado en el bachillerato y por aquel eslogan, que se hizo muy famoso, Spain is different, llegué a creer que los españoles éramos diferentes de verdad. Luego, cuando empecé a viajar por Europa, ya fui desterrando esa idea. No había tal diferencia, nosotros teníamos nuestras cosas y ellos tenían las suyas. En cualquier caso, la diferencia no estaba en las personas, estaba en nuestro retraso social, tecnológico y económico. Trabajábamos más, cobrábamos menos y teníamos peores servicios públicos. Aunque, eso sí, aparentábamos estar siempre contentos y disfrutábamos de la vida más y mejor que ellos.  

Seguimos muy parecido. Dinamarca, Noruega y Finlandia siguen al frente de la clasificación europea y España, a pesar de que no se parece en nada a la de 1978, sigue sin figurar en el ranking de los primeros. Hemos mejorado mucho, pero no lo suficiente. Y, lo peor de todo, es que esa mejora, de la que algunos nos sentimos orgullosos, hay quien dice que solo ha servido para que degeneremos hacia un país irreconocible que ha desvirtuado la esencia de lo genuinamente español.

Al parecer, hemos pecado de progresistas. Por eso hay políticos que proponen devolvernos al buen camino y recuperar la verdadera España. Esa España que en vez de parecerse a Europa se parezca a la de los toros, el señorito y la Guardia Civil con tricornio. Es decir, al Spain is different.

Menudo chasco. Tantos años luchando para que España no fuera diferente, fuera normal, y resulta que lo normal era volver al pasado. Una propuesta poco novedosa y nada solidaria que, mal que nos pese, está ganando  adeptos. Cada vez hay más jóvenes que añoran la juventud de sus abuelos. Desconocen cómo fueron aquellos años pero no les importa, se refieren al pasado con una alegría que confirma su ignorancia. Manifiestan su rebeldía presumiendo de ser anti-igualitarios, anti-progresistas, anti-feministas, anti-científicos, anti-ecologistas, anti-emigración y todos los anti que podamos imaginar. Según las últimas encuestas  el 42% de los jóvenes de la Generación Z y, sobre todo, los millennials consideran que las dictaduras son una buena manera de gobernar.

El sábado, en el 47 cumpleaños de la Constitución, quienes la defienden y defienden el progreso dijeron que es del todo increíble que podamos volver al pasado. Se olvidaron de que también resulta increíble que hace 2025 años a una mujer le introdujeran unos espermatozoides por lamparoscopia y tuvo un hijo que fue Dios en persona. Y eso, precisamente, es lo que hoy celebramos.


Milio Mariño / Artículo de Opinión

lunes, 1 de diciembre de 2025

La justicia buena es la poética

Milio Mariño

Debido a mi enfermiza afición por la lectura estoy muy acostumbrado a la justicia poética, que es la que rige en las novelas y supone que, al final, los buenos  siempre son recompensados y los malos reciben el castigo que merecen. Hablo de una justicia que no se aplica de acuerdo con la legislación vigente ni es administrada por los jueces, interviene de oficio y sentencia que la vida, por medio de una casualidad o algo inesperado, devuelve la jugada y hace que el culpable pague por lo que hizo.

Me gusta esta justicia; es más justa que la otra. Si me piden algún ejemplo ahí va uno. Cazar elefantes es legal, pero no parece que sea honesto que alguien los mate solo por divertirse. Pues bien, recordarán que, hace unos años, el Rey Juan Carlos mató un elefante en Botsuana. Lo hizo de forma legal, sin infringir ninguna ley, pero en aquella cacería se fracturó la cadera por tres sitios y tuvo que ser evacuado de urgencia a España. Mala suerte dijeron algunos.

Puede ser, pero sospecho que intervino la justicia poética. Y si entramos a valorar el resultado, en relación con los objetivos que persigue la justicia ordinaria, que son el arrepentimiento y la reinserción social, el éxito fue rotundo. Poco después el Rey se dirigió a los españoles y dijo: Lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir.  

La justicia poética propicia el buen rollo. Claro que también es verdad que, a la justicia ordinaria, le toca bregar con asuntos que se las traen. Resulta difícil impartir justicia en una sociedad tan polarizada como la nuestra. Ahora mismo no se habla de otra cosa que de la condena al Fiscal General. Los de un lado opinan que se hizo justicia y los del otro dicen que ha sido poco menos que un golpe de estado.

En la vida real, a diferencia de lo que pasa en las novelas y en las películas, no siempre se hace efectiva la verdadera justicia. Así que no es de extrañar que la gente de a pie piense que los poderosos hacen lo que les viene en gana y gozan de impunidad. Al final, los malos se van de rositas. Menos en las novelas y en el cine, donde interviene la justicia poética y el criminal nunca gana.

El tribalismo al que hemos llegado se aprovecha de que la justicia no es una ciencia, es interpretativa y está demasiado enredada con leyes, procedimientos, corporativismo y posturas preconcebidas que son un obstáculo para que se haga justicia como está mandado. Como hace ese juez que llevamos en el cerebro y apela a la justicia poética. Que es la que nos gusta y la que propicia finales bonitos: un timador que es víctima de un timo, un cazador de elefantes que sale malparado, un ladrón que en su huida choca contra un árbol… Desgracias que no deberían hacernos felices pero que, en nuestro fuero interno, hacen justicia.

El caso del Fiscal General ya no tiene vuelta de hoja, pero si, por casualidad, esta Nochebuena, a los Jueces del Supremo se les quemara el pavo en el horno y tuvieran que cenar el pienso de sus mascotas, más de uno se alegraría y diría que, al final, se hizo justicia. Una perrería por otra.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


 


lunes, 24 de noviembre de 2025

De veinte a veinte van cincuenta

Milio Mariño

El jueves pasado se cumplieron cincuenta años de una de esas fechas que nunca se olvidan. Siempre recordaré el día que en la pantalla del televisor apareció un señor de orejas tremendas y ojos de cocodrilo y, entre suspiros y ataques de hipo, dijo: ¡Españoles, Franco ha muerto!  

No lo celebré. No hubo champán ni sidra El Gaitero, nada. Tampoco dije que en paz descanse porque no lo merecía. En vez de sentir alegría sentí mucho alivio. Tenía veinte y pocos años y casi me habían hecho creer que Franco era inmortal. Oía al equipo médico, que iba detallando los pasos de la agonía y el paso definitivo nunca llegaba. Franco permanecía entubado y conectado a un sinfín de aparatos, pero habían puesto a su lado el brazo incorrupto de Santa Teresa, el manto de la Virgen del Pilar y otras reliquias. Contaba con tantas ayudas que nos tenía en un sin vivir. Y, como aquel veinte de noviembre era jueves y hacía poco que había visto la película de Berlanga “Los jueves milagro” llegué a pensar que lo mismo resucitaba y todo seguía igual.

Al final, no hubo milagro. El dictador acabó muriendo el 20 de noviembre de 1975 y las detenciones, las torturas y los asesinatos no murieron con él. Duraron unos años más. Así que quienes envuelven la Transición con un halo mágico de consenso y buen rollo, mienten o no la han vivido. El tránsito hacia la democracia fue duro y muy difícil, los franquistas no cedieron así como así. Lo sabemos quiénes estuvimos involucrados y sufrimos las consecuencias, que no crean que éramos muchos, éramos menos de los que ahora presumen de un mérito que no tienen. Y ya no les cuento los que se apuntan a reescribir la historia y dicen que pudimos ser más valientes, ir más allá y hacerlo mejor.

Por supuesto. La Transición estuvo abierta a distintos caminos, pero juzgar ahora lo que sucedió entonces supone jugar con ventaja y dulcificar una historia que algunos recordamos muy bien. El paso de la dictadura a la democracia, con la oposición del ejército, la Guardia Civil y los ultras, no fue un camino de rosas. Hicimos lo que supimos y lo que pudimos hacer. Éramos jóvenes y muy optimistas. Creíamos que conseguiríamos un régimen de libertades y sería un logro sin precedentes. Nunca imaginamos que, cincuenta años después, se cuestionaría aquella conquista. Y menos aún que muchos jóvenes justificarían la dictadura, reivindicarían el machismo y se proclamarían admiradores de un dictador que era bajito, hablaba con voz de pito y no tenía un par de lo que, según ellos, un hombre debe tener.

Como lo oyen. Franco era monórquido, solo tenía un testículo, el otro lo había perdido en los alrededores de Ceuta, en un refriega contra los moros. Pero ni la mutilación varonil ni su voz aflautada impidieron que fuera considerado un héroe. Tampoco que, a estas alturas, aparezcan miles de jóvenes que se proclaman herederos de sus espermatozoides.

Los abuelos tenemos razones para estar orgullosos de lo que hicimos. La Transición no fue perfecta pero conseguimos una democracia que sí ha empeorado no es culpa nuestra. A saber qué pasará en el futuro. Los descontentos y los que más protestan se proponen corregir nuestros errores y mejorar la vida de los pobres, empuñando una motosierra.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 17 de noviembre de 2025

Cosas de la edad

Milio Mariño

Allá por agosto supimos que había fallecido María Branyas, a los 117 años, y el pasado lunes falleció Angelina Torres que, con 112, debía ser la siguiente en el escalafón centenario. Las dos se fueron sin hacer ruido y agradecidas por haber arrancado tantas hojas del calendario, pues vivir más de un siglo es un privilegio que pocos alcanzan. La edad es otra cosa, es un número que nos acompaña pero no define la esencia de nuestro espíritu. Podemos tener cien años y sentirnos jóvenes. De hecho, llega un momento en que no nos reconocemos en la edad que tenemos. La edad real es inamovible, pero la edad subjetiva, percibirnos más jóvenes, es algo que está a nuestro alcance y nos ayuda a ser más felices. 

Pensando en las dos ancianas, y en el empeño actual por eludir la vejez, recordé la historia de un holandés que registró en los tribunales una petición para que le quitaran veinte años y su DNI reflejara 49 en lugar de los 69 que tenía entonces.  

Sucedió hace tiempo y fue un caso muy comentado. Sobre todo cuando se supo que la respuesta de sus señorías había sido negativa. Los jueces dijeron que no habían encontrado argumentos legales para autorizar que el demandante pudiera cambiar por voluntad propia la fecha de su nacimiento.

Emile Ratelband, que así se llamaba quien quería rejuvenecer con todas las de la ley, no estuvo de acuerdo. Argumentó que si se autoriza a los transexuales a cambiar de género y que conste en su DNI, por qué, él, no podía cambiar su edad. Además, para reforzar su petición había adjuntado un certificado médico en el que se aseguraba que, fisiológicamente, tenía 45 años. Y no solo eso, también se comprometía a que si le cambiaban la partida de nacimiento estaba dispuesto a renunciar a su pensión y seguir trabajando hasta que, de nuevo, le llegara la edad de jubilarse.

No cabe duda de que era holandés. A un español jamás se le hubiera ocurrido renunciar a su pensión. Ni a cambio de veinte años ni de nada. Pero, lo sorprendente del caso es que decía que no era el miedo a envejecer lo que le había llevado a plantear la reclamación sino el deseo de exprimir su vida al máximo.

Parece difícil que la vida se pueda exprimir cambiando la fecha de nacimiento. De todas maneras, es de agradecer que se decantara por lo legal y no por soltarnos una retahíla de consejos para parecer veinte años más jóvenes. En estos tiempos, casi todos nos negamos a envejecer. No quiero imaginar la que podría liarse si los que tienen 69 años reclamaran tener 49 y los jueces les dieran la razón. Si así fuera, María y Angelina no hubieran llegado a centenarias.

Cuentan que la clave, para que no accedieran a la petición de Emile Ratelband, estuvo en una pregunta que le hizo el Juez. Dígame: ¿Dónde quedan esos 20 años que usted quiere quitarse? La respuesta era difícil. El juez podía quitarle veinte años en el DNI, pero él nunca podría quitárselos de encima. Mejor que reclamar en un juzgado hubiera sido que siguiera el ejemplo de José Saramago quien, en cierta ocasión, dijo a un periodista: Se equivoca, no tengo la edad que usted dice, tengo la que yo quiero.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España