lunes, 24 de septiembre de 2018

Cultura general

Milio Mariño

Al hilo de la que se ha formado con la tesis de Pedro Sánchez y los master de algunos políticos, se me ocurre que quizá deberíamos reflexionar sobre el valor que atribuimos a lo que antes llamábamos cultura general. A todo eso que, en primera instancia, no parece cumplir ninguna función, tener ninguna utilidad, ni servir para nada en concreto. Me refiero a que, desde hace un tiempo, solo se tienen en cuenta determinados saberes que se creen útiles para determinados fines. Si, pongamos por caso, un político, o un alto ejecutivo, sabe de muchas cosas, ha leído muchos libros, entiende de arte, posee un rico y variado vocabulario y es capaz de distinguir a Mozart de Beethoven, eso no se considera mérito ni, por supuesto, lo pondrá en su currículum.

Así están las cosas. Ser, hoy, una persona culta, en la acepción tradicional del término, se considera poco menos que un anacronismo, una inutilidad o una rareza, propia de cuatro ociosos que no tienen nada mejor que hacer en la vida. La mayoría de los políticos, y los altos ejecutivos, dan por hecho que son cultos aunque luego resulte que sus conocimientos solo se circunscriben al ámbito de su actividad profesional. Sacándolos de ahí no saben nada. Por no saber, es muy probable que no sepan, siquiera, que el Pisuerga pasa por Valladolid.

No lo digo como metáfora. El analfabetismo cultural está tan extendido, sobre todo entre la clase política, que luchar contra quienes lo profesan resulta una quimera. Lejos de sentirse avergonzados presumen de su incultura.

Lo curioso es que, no hace tanto, la idea de tener una amplia cultura era muy valorada y apreciada por todos. Lo que se fomentaba era saber del oficio y también un poco de todo. Pero claro, llegó el utilitarismo y pasamos de ser educados en saber poco de mucho a saber mucho de poco. Lo que ahora prima es eso. Es ser un experto en algo y todo lo demás ignorarlo. Eso y el culto al dinero. Con dinero, hay quien entiende que puede comprar lo que quiera: políticos, jueces, catedráticos y hasta un master con orla de metro y medio para colgarlo en la pared del despacho.

Visto lo visto, algo de razón llevan. Sólo hay una cosa que no se puede comprar con dinero: la cultura. Ya puede, quien sea, tener millones a punta pala, que ni con un cheque en blanco consigue pasar de ignorante a culto.

La cultura general, tener una idea amplia del mundo, de su historia, de la filosofía, el arte, la música y de todo lo que pueda enriquecernos, es falso que no sirva para nada útil. Aporta unos valores esenciales y sirve, entre otras cosas, para dar mejores soluciones a los problemas. Pero ahí tienen a nuestros políticos, empeñados en engordar sus currículums con títulos para el escaparate y no para mejorar su cultura.

Es evidente que cada cual puede estudiar lo que quiera y hacer los masters que le dé la gana. La universidad de Girona oferta un master en Equinoterapia. Pues estupendo. Me parece perfecto que alguien lo curse y se haga un experto en actividades con los caballos. Otra cosa es que piense que por tener un master en eso, o, qué se yo, en derecho tributario, los demás vamos a considerar que está mejor preparado para ejercer la política y gobernarnos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 17 de septiembre de 2018

Bombas y Sindicatos

Milio Mariño

Los sindicatos siempre han tenido muy mala fama. Siempre se les ha acusado, y se les acusa, de todo: de provocadores, de antisociales, de estar muy politizados, de querer destruir las empresas y de ser egoístas y defender solo a los que trabajan. Cualquier cosa, venga o no venga a cuento, es aprovechable para criticar su labor y ponerlos en la picota. Y, claro, no podían faltar los que se han aprovechado del lío con las bombas de Arabia para criticar que los sindicatos hayan salido en tromba, anunciando movilizaciones y advirtiendo al Gobierno que no se le ocurra acabar o reducir la venta de armas, se empleen donde se empleen y maten a quien maten.

Así, con la intención de hacer daño, fue como algunos, que mutaron de recalcitrantes belicistas a pacifistas de nuevo cuño, plantearon el problema. La ocasión la pintaban calva para descalificar a los sindicatos, acusándolos de falta de honestidad y de caer en contradicciones flagrantes como sería defender la venta de bombas a un país que vulnera, sistemáticamente, los derechos humanos y está cometiendo espeluznantes crímenes de guerra, que han supuesto más de 15.000 muertos civiles, de los cuales 2.400 son niños.

Ya puestos, la ocasión también ha servido para criticar a la izquierda por su falta de coherencia. Se ha insistido en que los de izquierdas, que suelen presumir de antimilitaristas, en este caso, han plegado velas despachándose con disculpas o declaraciones penosas como las del alcalde de Cádiz, José María González, “Kichi”, que ha resumido su postura diciendo que la alternativa era elegir entre un plato de lentejas, vía corbetas, o el purismo pacifista.

Enfocar el problema poniendo a los trabajadores en el punto de mira es una canallada. Es tergiversar, a propósito, el fondo de la cuestión para cargar la responsabilidad de la venta y la utilización de las armas sobre quienes las fabrican. Y eso es lo que algunos han hecho. Han utilizado el anuncio de movilizaciones en defensa de los puestos de trabajo para atribuir a los trabajadores y a los sindicatos una postura, en favor de la venta de armas, que en ningún caso han adoptado ni se les ha pasado por la cabeza. Los trabajadores, la inmensa mayoría, aborrecen la guerra y todo lo que conlleva un conflicto bélico en cuanto a destrucción y muerte. De modo que no es cierto que hayan abjurado de sus principios. Lo que han hecho ha sido defender su trabajo. Defender la vida y la dignidad de un empleo que les permite ganarse el pan de sus hijos.

Seguro que los de Navantia valoraron que su protesta podía ser interpretada como algunos acabaron interpretándola. Algunos que se vio que disfrutaban metiendo el dedo en la llaga de una contradicción que no existe. No existe porque los que anunciaron movilizaciones es cierto que trabajan fabricando armas y las armas no tienen otro destino que el propio para el que se conciben, que es matar y destruir lo más posible, pero quienes las fabrican de ninguna manera pueden ser culpables del destino final que se dé a esas armas. Trabajan en eso como podían hacerlo fabricando electrodomésticos. Por tanto, atribuirles una postura en favor de que se vendan bombas a Arabia Saudita viene a ser como si les imputaran que son partidarios de que los frigoríficos de alta gama acaben en las casas de los ricos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 10 de septiembre de 2018

Monarquía real

Milio Mariño

Para conmemorar los 1.300 años del origen del Reino de Asturias, el pasado ocho de septiembre, Leonor de Borbón hizo su primera visita oficial y acudió a Covadonga como Princesa y heredera del trono. Una visita que fue contestada por los contrarios a la monarquía, que hicieron varias pintadas, colocaron una gran pancarta en el puente romano de Cangas de Onís y realizaron una marcha, a pie, por la senda que va de Arriondas a Cangas bordeando la carretera.

Al final poca cosa. Poco ruido y pocas nueces. La protesta no pasó de anécdota porque apenas nadie o muy pocos están por la labor de manifestarse en contra de la monarquía. Y eso que la monarquía española, según una encuesta realizada por Ipsos Global hace tres meses, es la que menos apoyos concita de todas las europeas. Más de la mitad de la población, el 52%, se muestra a favor de un referéndum sobre monarquía o república. Y tal vez por eso, por miedo a los resultados, el CIS silencia la opinión de los españoles acerca de la monarquía, pues lleva tres años que no incluye la pregunta en sus cuestionarios. La última vez fue en abril de 2015, con Felipe VI ya en el trono y una valoración de 4,34. Un suspenso que, en cualquier caso, fue mejor nota que las de su predecesor y padre, Juan Carlos I, que en 2013 y 2014 registró las dos peores valoraciones en toda la historia del centro de investigación demoscópica.

Estudios aparte, se me ocurre que las encuestas no contemplan una nueva figura que ha surgido con el paso de los años: el republicano monárquico. Alguien cuya opinión es que no deberíamos tener como Jefe del Estado a un rey hereditario pero que el qué tenemos tampoco es para tanto. Que no lo es porque, a diferencia de las monarquías medievales o absolutas, o las constitucionales del siglo XIX y principios del XX, la actual no tiene poderes legislativos, ni ejecutivos, ni judiciales. No manda. Solo es el símbolo de la unidad del Estado.

La apreciación es correcta, como también lo es que sea cual sea la etiqueta que acompañe a la monarquía, democrática, constitucional o parlamentaria, ésta sigue sustentándose en un pensamiento que asume que existen personas capacitadas para ejercer la jefatura del Estado en función de su sangre o de un destino que nada tiene que ver con las urnas. En este caso con la decisión de un dictador que designó a su sucesor sin ningún derecho ni legitimidad para hacerlo.

Así fue como volvimos a la monarquía. Otra cosa es que debamos reconocer y tener presente que aprobamos una Constitución que prevé como forma de Estado la monarquía parlamentaria. Partiendo de esa premisa es como llegamos al deseo, o la convicción mayoritaria, de que ni la monarquía ni los reyes de ahora son como los de antes. Que son más serios y responsables y no se dedican a la buena vida, a ir de juerga con sus amantes y a procurarse ingentes fortunas. Ahí radica, creo yo, el nuevo impulso de una institución que no está pasando por sus mejores tiempos. Radica en que, ideologías aparte, la esperanza y el deseo de la mayoría de los españoles es que la monarquía, entendida como algo antiguo y trasnochado, se acabó con aquel rey que protagonizó varios escándalos y tuvo que abdicar en favor de su hijo. Ojalá sea verdad por el bien de todos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 20 de agosto de 2018

Desconectar de todo

Milio Mariño

Hay quien asegura que el quince de agosto se acaba el verano. Otros van más allá y apuntan que justo ese día empieza el invierno. No hablan por hablar, aluden a dos viejos refranes que algo de razón tendrán, pues lo que conocemos como canícula, la temporada más calurosa del año, abarca del quince de julio al quince de agosto. Pero bueno, aún quedan días para que las terrazas se llenen de gente y el atardecer se prolongue más allá de las nueve. Días para que los nativos, los que veraneamos donde vivimos, apuremos el debate de seguir con la rutina o desconectar como si estuviéramos de vacaciones. Una tentación que siempre está al acecho y pasa por hacerse el loco, no poner la televisión ni la radio, no leer los periódicos y no saludar a los amigos que encontremos por la calle. O sea, una especie de remedio casero para esa enfermedad del estrés y el cansancio que exige un paréntesis temporal que nos aparte de todo.

La receta es sencilla, pero desconectar casi resulta imposible. Agobia el remordimiento de si no te estarás perdiendo algo verdaderamente importante. Lo piensas aunque luego compruebes que las noticias se repiten, como en un bucle, y solo son novedad las que acaban siendo mentira. Así es que vuelves a encontrarte con lo de siempre, con otro asesinato machista, el atropello de un ciclista o un nuevo exabrupto de Trump que tiene de original que llama perra y escoria a una de sus colaboradoras en la Casa Blanca.

Con todo, desconectar sería más fácil si no viviéramos en Avilés, donde es imposible encontrar eso que los filósofos llaman un no lugar. Un espacio donde las personas se cruzan o pueden estar unas al lado de otras ignorándose por completo. Aquí no. Aquí cada rincón tiene su encanto y la posibilidad de un encuentro. Sales a pasear por las calles y, aunque no encuentres a ningún conocido, te encuentras con tu infancia y tu juventud reflejada en cada rincón. De modo que no puedes hacer un paréntesis que te abstraiga y te desconecte de la realidad. Es más, tampoco te deja el Ayuntamiento, que acaba de traer al parque del Muelle a dos clásicos del rock de los años ochenta y te devuelve al pasado con Ramoncín y Barón Rojo.

Por si fuera poco, a todas esas dificultades que nos impiden desconectar, hay que añadir el teléfono móvil. Ya sé que podemos apagarlo o ponerlo en modo avión pero no lo hacemos. Eso dice una encuesta que acaba de publicarse. Dice que nueve de cada diez españoles no desconectan ni apagan su móvil durante las vacaciones. Y cada cual alega lo suyo. Unos que lo dejan encendido para mantener el contacto con su círculo personal, otros para que se les pueda localizar en cualquier momento y los más previsores para tenerlo a mano en caso de apuro.

No sabemos vivir sin estar conectados. No desconectamos ni aquí, donde la brisa del mar nos envuelve y la tranquilidad del ambiente corre por nuestras venas. Pero aún estamos a tiempo. Aunque cuidado, en algunos escaparates ya están anunciando la vuelta al cole. De modo que si aún no lo hemos hecho deberíamos desconectar. Lo digo porque cuántas veces hemos creído que sabíamos lo que es vivir y luego ha resultado que ignorábamos lo más sencillo y lo que la vida tiene de bueno.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 13 de agosto de 2018

Ancianos con derecho al rock

Milio Mariño

Sé que estamos en verano y conviene echarlo todo a la espalda pero, la semana pasada, leí una noticia que me puso de mal humor. Era una noticia de agencia, de esas que reproducen casi todos los periódicos porque entienden que son graciosas y provocan la sonrisa del lector. En mí caso fue lo contrario. No solo no me reí sino que, además, me indignó.

Sucedió lo siguiente: Resulta que el pasado 4 de agosto, en la localidad alemana de Dithmarschen, se celebró el Wacken Open Air, un festival de rock al que acudieron 75.000 personas. Pues bien, a las tres de la mañana, unos jóvenes observaron la presencia de dos ancianos, en mitad del gentío, y, seguramente con buena intención, avisaron a la policía. A un par de agentes que, según informaron luego, tuvieron que intervenir porque los ancianos se negaban a abandonar el festival. No querían irse pero, al final, lograron meterlos en un taxi y los acompañaron con el coche patrulla hasta el geriátrico donde residen y de dónde, al parecer, se habían ausentado sin pedir permiso.

La noticia hará sonreír a más de uno, pero a mí no. Pienso que los ancianos tienen derecho a no ser discriminados por razón de la edad. Lo suyo es que puedan disfrutar libremente y conservar su independencia tanto tiempo como deseen o sean capaces de hacerlo. Y, por supuesto, nadie debería quebrantar ese derecho ni el de salir por la noche de juerga o ir a un concierto de rock, si les apetece.

Dicho esto, apuesto a que ni los jóvenes que dieron el chivatazo, ni los policías que detuvieron a los ancianos, conocen qué hace más de 40 años la banda británica Jethro Tull ya cantaba aquello de: “Soy demasiado viejo para el rock pero demasiado joven para morir”. Una canción que pretendía contar la historia de un rockero que, al enfrentarse a una sociedad cada vez más confusa, optaba por el suicidio, aunque no lograba consumarlo y acababa en coma. Después, cuando pasado un tiempo conseguía despertar, se encontraba con que su música y su look se habían vuelto a poner de moda.

Igualito que en este caso. Seguro que ni los jóvenes chivatos ni los policías que detuvieron a los ancianos, repararon en que Jerry Lee Lewis tiene 82 años, Chuck Berry 90, Little Richard 85 y Ringo Starr 78. Cuatro rockeros que casi están olvidados pero son contemporáneos de los ancianos y forjaron el rock desde sus inicios. A lo que hay que añadir que, a los jóvenes de hoy, tal vez les cueste hacerse a la idea de que los ancianos de ahora son aquellos que en los años sesenta gritaban sexo, drogas y rock and roll. De modo que debería verse como normal que les apetezca salir de marcha y disfrutar del rock. No estaban fuera de lugar, estaban pasándolo en grande cuando apareció la policía y les dijo que ya no tenían edad. Que lo suyo era no salir del geriátrico y tomar una pastilla para dormir.

Podría recurrir a muchas citas pero creo que Saramago resume muy bien, en unos versos, el pensamiento de los ancianos que disfrutaban del rock. “¿Qué cuántos años tengo? -¡Qué importa eso!- ¡Tengo la edad que quiero y siento! La edad en que puedo gritar lo que pienso. Los años que necesito para vivir libre y sin miedos”.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 30 de julio de 2018

La vieja política de los jóvenes políticos

Milio Mariño

En la tertulia del chigre, que viene a ser como las de la tele pero sin la presión de las cámaras y el agobio de lo políticamente correcto, comentábamos el otro día la de vueltas que da el mundo y no siempre para el mismo lado. Comentario que venía al caso de la reciente victoria de Pablo Casado y de otro detalle que a mí me parece curioso. Resulta que Pedro Sánchez, el joven Presidente del Gobierno, se ha convertido, a sus 46 años, en el más viejo de los líderes que han llegado al poder y ya ejercen como relevo. Ahí están el propio Pablo Casado con 37, Albert Rivera con 38 y Pablo Iglesias con 39.

Es ley de vida, decían algunos. Puede sorprendernos que así, de pronto, gente tan joven esté al frente de los principales partidos políticos e incluso del gobierno, pero la sorpresa se desvanece en cuanto reflexionamos un poco y advertimos que la vida es una secuencia de ciclos que imponen la cadencia biológica natural de sustitución de los individuos de más edad por otros más jóvenes. El mundo no se detiene. Sigue dando vueltas y, en nuestro caso, ha hecho posible que hayan pasado cuarenta años desde las primeras elecciones democráticas, tras la dictadura franquista.

Cuarenta años dan para mucho. Sobre todo si tenemos en cuenta que el tiempo no solo pasa sino que, además, deja un poso que hace que el escenario social y político sea muy diferente al de otros relevos generacionales. Éstos jóvenes, los que ahora llegan al poder, no han vivido la transición a la democracia que protagonizaron sus padres y abuelos. Han vivido su niñez y adolescencia en una sociedad equiparable a la de cualquier país europeo y han disfrutado de cosas que no tenían las generaciones anteriores, como el ordenador y el teléfono móvil.

Ahora bien, ¿significa esto que los jóvenes políticos son más audaces y rompedores que los de la generación a la que relevan, los que hicieron la transición y modernizaron el país hasta convertirlo en una democracia homologable?

No voy a negar que mi opinión está influida por la querencia de unos años vividos que me empujan a defender una generación, aquella, que considero la mía, pero, con todo, creo que hay argumentos de sobra para sostener que, más allá de la edad y de que ellos mismos, los que ahora llegan, se vendan como la renovación de la clase política, ninguno ofrece nada nuevo. No se ve que aporten ideas como para encandilar a una sociedad que se confiesa desencantada. La mayoría, por no decir todos, provienen del sistema que critican y han sobrevivido amoldándose a las circunstancias. No han hecho otra cosa en su vida que dedicarse a la política. Así es que la supuesta nueva política supone más de lo mismo. De lo mismo o lo más viejo porque el más joven de todos ellos plantea una vuelta al pasado y reivindica lo que proponía su partido cuando gobernaba Aznar.

Solo el futuro podrá juzgar si estos jóvenes que han llegado al poder prometiendo otra política cumplirán su promesa, pero las perspectivas son poco halagüeñas. La exigencia de novedad y juventud es una demanda a la que nos apuntamos. No nos gustaría que todo quedara en nada. Que ocurriera como con aquellos treintañeros a los que el cantautor Albert Pla llama treintagenarios.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 23 de julio de 2018

Cintas de audio, la canción del verano

Milio Mariño

La canción de este verano es que Juan Carlos I, el Rey emérito, vuelve a ser noticia por el demerito que le atribuye una falsa princesa que decían era su amiga y actúa como una amante despechada que hubiera perdido el favor del abuelo. Ahí están las cintas de audio en las que la supuesta víctima confiesa, en una suite del hotel Connaught de Londres, a 2000 euros la noche, que se ha sentido engañada, utilizada e incluso en peligro de muerte porque su amigo entrañable, cuando tuvo que decidir si seguía, o no, con ella, dijo que lo sentía pero que la sangre tiraba más que dos carretas. Todo un drama, grabado en estéreo, que ahora sale a la luz sin que nadie sepa las intenciones de los que dan el cante, que son varios y de muy distinto pelaje. Digo nadie refiriéndome a la inmensa mayoría de los españoles porque estoy seguro de que alguien lo sabe y está riéndose, por lo bajo, ante el general desconcierto que han provocado las grabaciones.

Lo que me gustaría saber, y seguro que también a ustedes, es quién está detrás de todo esto y qué es lo que, realmente, pretende. Me gustaría saberlo porque no creo que la información revelada sea producto de un arrebato de sinceridad democrática ni, mucho menos, una deferencia hacia el pueblo llano, como merecedor de saber la verdad. Más bien parece que quien tiene la llave del armario, en el que se guardan las tropelías, los actos vergonzosos y las indecencias de la gente importante, dijo ahora lo abro y os vais a enterar de lo que vale un peine.

Eso parece. Pero, llegados a este punto, nos encontramos con otra incógnita que también tiene su misterio. De nada hubiera servido que el dueño de ese armario, donde se guardan las indecencias, pusiera un lote a la venta ni no tuviera quien lo comprara. Si ciertos medios, en vez de prestarse al juego, hubieran respondido como en aquella escena romántica en la que Zeppo, el más serio de los hermanos Marx, grita entre bastidores: "¡Ha llegado el basurero!"… Y Groucho, sin inmutarse, le responde: "Dile que hoy no queremos".

Lo de prestarse al juego conviene tenerlo en cuenta porque el contenido de las cintas no lo conocemos por el audaz trabajo de un periodista de investigación sino por una filtración interesada cuyo objetivo desconocemos aunque todo apunta a que se trata de poner en un brete al Gobierno, provocando una crisis en un contexto político, difícil y delicado, como el que atraviesa España.

La música de esas cintas, que se han convertido en la canción del verano, suena a chantaje. No sabemos el precio que pusieron al silencio pero, por lo visto, nadie se avino a pagarlo. La prueba es que sacaron las cintas del armario y ahí las tenemos. Tenemos un problema cuya solución se antoja difícil y complicada. Ocultarlas, hacer como que las cintas se refieren a un pasado remoto que no nos afecta, sería insensato. Pero es que tomarlas en serio, considerar como prueba lo que han sacado a la luz para vengarse, o por despecho, supone reconocer el poder de las cloacas, hasta el punto de que pueden poner en peligro una institución como la monarquía. Así es que la cosa está chunga. Tiren por donde tiren, tenemos lio a la vista.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España