lunes, 25 de noviembre de 2024

Autonomías y de todos

Milio Mariño

La catástrofe de Valencia ha vuelto a poner sobre la mesa el oportunismo de quienes están a la que salta y aprovechan cualquier problema para ofrecernos sus maravillosas recetas. Igual no se dieron cuenta, pero la fórmula que utilizan se parece bastante a la definida por aquel genio irrepetible que se apellidaba Marx.

Si pensaron mal, con la intención de acertar, se equivocan. No me refiero a Karl, hablo de Groucho Marx, quien decía de la política que es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar los remedios equivocados.

En esas estamos. Apelando a la eficiencia, la solidaridad y el buen gobierno han aparecido, de nuevo, los guardianes de la esencia patria que culpan de lo sucedido en Valencia al Estado de las Autonomías. Aprovechan que la riada pasó por el Barranco del Poyo, como antes lo hizo por los independentistas catalanes, y vuelven a la carga con la vieja matraca del Estado centralizado. Les vale cualquier pretexto para intentar vendernos que lo mejor es una sola instancia de poder. Un poder único, ejercido desde Madrid, pues, según ellos, la descentralización ha demostrado su incapacidad para hacer frente a una situación de crisis como la que acabamos de vivir.

Cualquiera, con un mínimo de sensatez y sentido común, abogaría por analizar lo sucedido y corregir los fallos, que ciertamente los hubo y a todos los niveles, pero los hay que insisten en la nostalgia y aprovechan la catástrofe para pedir el fin de las Autonomías y la vuelta a la España de las Provincias y los Gobernadores Civiles. 

Otro pretexto que esgrimen es que más nos valdría alejar a ciertos personajes de los puestos de mando y los lugares donde se toman las decisiones. En eso aciertan, pero el remedio es peor que la enfermedad. Coincidimos, prácticamente, todos en que Mazón no estuvo a la altura del cargo. Pero, que un Presidente autonómico no esté a la altura y quiera disimular su incompetencia con una sarta de mentiras, no justifica que haya que poner en cuestión el Estado de las Autonomías.

La organización territorial de España cuenta con un fuerte y amplio respaldo como reflejan las sucesivas encuestas del CIS. Aun en el peor de los escenarios, como fue el proceso independentista de Cataluña, el 80 % de los encuestados veía positivo que las Comunidades Autónomas gestionaran su territorio, al tiempo que se mantenía la solidaridad interterritorial y el Gobierno central seguía contando con importantes y amplias facultades.

Nuestra democracia, con todas las imperfecciones y carencias que queramos atribuirle, se desarrolló en un escenario descentralizado. Además, no es cierto, como aseguran los detractores, que los gastos que generan las Comunidades Autónomas sean exagerados. Son menores que en otros países. Mientras que España destina el 2,6% del PIB al gasto burocrático de las administraciones autonómicas y estatales, un país centralizado como Francia destina el 3,5%.

La organización territorial descentralizada tiene muchas ventajas y, por si no fueran bastantes, las autonomías suponen un contrapeso necesario que evita que las mismas manos manejen los recursos de la totalidad del Estado. Aprovechar el cruce de reproches, a propósito de la DANA, para alimentar la crispación y crear enfrentamientos es oportunismo del malo. La catástrofe de Valencia no se hubiera gestionado mejor desde Madrid. El Estado de las Autonomías no es lo que ha fallado. El fallo no fue de competencias, fue de incompetentes.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 18 de noviembre de 2024

Errejón y unos señores de Murcia

Milio Mariño

Sentir compasión por el prójimo, además de un sentimiento muy noble, es un mandato de todas las religiones, no solo de la católica. Sin embargo, dependiendo de quién sea el prójimo, ser compasivo puede suponer un problema. Si alguien se compadece de Iñigo Errejón lo más probable es que le consideren cómplice de un impresentable machista, con cara de niño, que las mataba callando. Lo de matar es metáfora. El presunto delito, según las denuncias, fueron unos abusos que tienen pinta de lagarto, lagarto, si tenemos en cuenta cómo ha evolucionado este caso.  

Lo único cierto, hasta ahora, es que seguramente habrá dos verdades. De momento solo conocemos una. Pero, da igual, el Tribunal de la Santa Opinión Pública ya dictó su condena y no habrá manera de apelar a ningún tribunal superior. Aunque nada esté probado, ni medie sentencia alguna, el acusado ha sido ejecutado, públicamente, por los tertulianos de la radio y la televisión, los periódicos, Twitter y Facebook. 

Errejón no es el primero, ni será el último, que ha sido acribillado a insultos sin que nadie haya tenido en cuenta la presunción de inocencia. Los suyos y sus enemigos, todos, le han disparado sin preguntar. Unos porque le tenían muchas ganas y otros, los de su cuerda, para que no se diga que son blandos y se quedan atrás. Así que todos se han apuntado a una especie de festín morboso que les sirve para regodearse y ajusticiar, sin compasión, a quien califican de muy inteligente y capaz, pero también narcisista y con una mente enfermiza que culo que ve, culo que toca sin preguntar.

No contentos con eso, tal vez por resentimiento, venganza o el simple placer de hacer leña del árbol caído, son muchas y muchos los que se ufanan de que no solo han conseguido apartar a Errejón de la política sino que, presumiblemente, tampoco podrá volver a dar clases en la Universidad Pública, nadie de la privada va a querer contratarlo y, casi con toda seguridad, tendrá que irse de España.

Llama la atención, a mí por lo menos, que la opinión pública, y buena parte de los políticos y los tertulianos que se pronunciaron sin miramientos contra Errejón, no dijeran ni una palabra de los seis empresarios de Murcia condenados por abusar de menores, drogarlas y prostituirlas. Es, cuando menos, curioso que los jueces acabaran por librarlos de ir a la cárcel y la opinión pública de un linchamiento como este que comentamos. El caso se cerró con pelillos a la mar y los empresarios a lo suyo. A seguir con sus negocios, su prestigio social y sus distinguidas amistades.

Vivimos en una sociedad hipócrita y de un cinismo que asusta. Una sociedad que moldea, a su conveniencia, los asuntos que le apetece y los aborda como mejor convenga a determinados intereses.

La historia de Iñigo Errejón no me gusta y me gustará menos si, al final, se confirman las sospechas. Pero tampoco me gusta la enorme hipocresía con la que se está abordando este asunto. No creo que quienes tanto se escandalizan de un caso y no dicen nada del otro sean los que mejor defienden los derechos de las mujeres. No lo creo porque el cinismo y la cara dura llegan a tales extremos que muchos están criticando la violencia de género que ellos mismos niegan que exista.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 11 de noviembre de 2024

Menudo “Trumpazo”

Milio Mariño

Quienes vivan en Estados Unidos y tengan un perro, un gato o un cochinillo de Segovia, como animal de compañía, están de enhorabuena; ya pueden dormir tranquilos. La victoria de Donald Trump impedirá que los inmigrantes sigan comiéndose las mascotas, como denunciaba el ahora presidente electo. Falta saber si les obligará a comer hamburguesas para que desistan de vivir en Estados Unidos y vuelvan a sus países de origen. Es muy capaz. Prometió ser duro con ellos, pero lo mismo los granjeros de Texas protestan porque se quedan sin mano de obra barata y le dicen que afloje un poco.

En estas elecciones americanas, los animales han sido los grandes protagonistas. A todos los niveles. No solo por las mascotas, otros cuadrúpedos, como Putin, Milei y Orbán, celebran que Trump vuelva a la Casa Blanca. También Santi Abascal, Ayuso y Feijoo sonríen satisfechos mientras aquí, por estos pagos, estamos que no nos llega la camisa al cuerpo, por el Trumpazo que hemos llevado y las animaladas que se avecinan.

La democracia tiene estas cosas. El pueblo, que es soberano, se ha pronunciado en las urnas y hay que aceptarlo. Por supuesto. Nadie cuestiona que el pueblo sea soberano, pero también puede ser soberanamente tonto. Eso de que el pueblo nunca se equivoca está pidiendo una revisión. La historia demuestra que muchos pueblos se han equivocado a la hora de votar. No parece que acierten los que han votado a quién, además de déspota, vengativo y racista, presume de ser inculto y ha sido declarado culpable de más de 34 delitos.

Imagino que algo raro debe estar pasando para que el pueblo compre, es decir acabe votando, lo peor que hay en el mercado. Los más mentirosos, aprovechados, corruptos, machistas y vendedores de humo. Así que lo mismo tenemos que poner en cuarentena aquello de que el pueblo es sabio. Parece una frase hecha para halagarnos, más que una afirmación objetiva.

El pueblo de Estados Unidos acaba de elegir Presidente a un convicto que el pasado mes de mayo fue declarado culpable de 34 delitos, todos los que le imputaban en el caso de Stormy Daniels, la actriz porno a la que pagó con dinero negro para comprar su silencio. Trump tiene, además, otras causas pendientes. Está imputado por su papel en el asalto del Capitolio y el intento de pucherazo en Georgia, por los papeles clasificados que, dicen, robó y llevó a su casa y falta por ver qué ocurre con un audio en el que se jactaba de que había magreado a muchas mujeres por el hecho de ser famoso.

Todo era sobradamente conocido. Los americanos sabían que si votaban a Trump estaban votando a un vulgar millonario perseguido por la justicia pero, por alguna razón que se nos escapa, los discursos racistas, las imputaciones judiciales, las mentiras y los escándalos se convirtieron en hazañas que le dieron votos. Resulta increíble que millones de personas: negros, hispanos, inmigrantes, mujeres… en vez de ofenderse por los insultos que recibían, los tomaran a broma y les divirtieran.

No intenten una explicación razonada porque no van a encontrarla. Es tan incomprensible que dan ganas de decir que baje Dios y lo vea. Y, posiblemente, bajó. Las primeras declaraciones de Trump, cuando se supo ganador, fueron: "Dios ha querido que salve mi país".

No se hable más. Si Dios lo ha querido, ya está todo dicho.


Mi artículo de opinión de los lunes en La Nueva España


lunes, 4 de noviembre de 2024

Gota fría de indignación

Milio Mariño

Primero fue ese dolor agudo que deja los ojos fríos y la boca muda. Luego esa indignación amarga que quema como fuego en la garganta. Más tarde, la impotencia y la rabia de ver que intentaban aprovecharse de la tragedia quienes, si fueran mínimamente honestos, no deberían hacerlo.

Explicar con palabras lo ocurrido en Valencia es difícil. Hablo por mí. Existe la teoría de que si estás sobrecogido por la emoción no puedes describir lo que ves. Ojalá fuero eso pero, en mi caso, es que no doy para más. Así que voy a dejar a un lado las imágenes dantescas y centrarme en otras que también me dolieron. Otras como la de Carlos Mazón, Presidente de la Comunidad Valenciana, vestido con un chaleco reflectante como si viniera de limpiar el barro con sus propias manos. O, la del rey Felipe VI, expresando su pesar por la tragedia vestido con el mono de piloto del Ejército del Aire. Eran imágenes que chirriaban y no encajaban con lo que veía, como tampoco encajaba Núñez Feijoo cargando contra el Gobierno y lanzando acusaciones falsas con un cinismo escalofriante.

Prácticamente a dos pasos, cientos de voluntarios, militares de la UME, bomberos, policías y guardias civiles, agotados y llenos de barro hasta el culo, seguían ayudando a la gente después de más de doce horas sin descanso.

Antes de eso hubo políticos que se indignaron por que no se suspendieron las sesiones del Congreso y políticos de la misma cuerda que no decretaron la alarma hasta pasadas las ocho de la tarde, dejando completamente indefensos y desprotegidos a los trabajadores que tenían que ir o volver del trabajo en una situación de extrema gravedad. Un ejemplo muy cruel fue el twitt de un famoso que tuvo la desvergüenza de publicar una foto en la que aparecía dándole diez euros de propina a un repartidor que sorteó la riada para llevarle una pizza a su casa.

La alerta tardía, los trabajadores obligados a trabajar, la eliminación de la Unidad Valenciana de Emergencias, el retraso en pedir la intervención de la UME y otras medidas que no fueron tomadas a tiempo, hubieran salvado vidas.

Querer hacer responsable a la AEMET de la tragedia, además de falso, es ruin y miserable. Supongo que, a estas alturas, ya habrán inventado o inventarán otras disculpas que ojala sean diferentes a la tristemente famosa “hubieran muerto igual”, referida a los ancianos de la Comunidad de Madrid.

Cuesta asumir y entender unas consecuencias tan sobrecogedoras en vidas humanas por un fenómeno anunciado y en una comunidad que tiene un trágico y abundante historial de inundaciones. Si se hubieran interrumpido las actividades no esenciales a tiempo y se hubiera dado prioridad absoluta a la seguridad de las personas, no estaríamos hablando de esta cifra de fallecidos.

Habrá que exigir responsabilidades, pero esto no va de culpas, va de una reflexión en voz alta. La privatización de lo público, el negacionismo del cambio climático, construir en barrancos, poner diques al mar, urbanizar los ríos… La creencia de que somos todopoderosos y nada se nos resiste hace que nos asombremos ante la furia de unos elementos que creíamos domesticados. Es evidente que no lo están. Y lo peor de todo es que los gritos de esta terrible tragedia acabarán olvidándose sin que nadie asuma el fracaso y ponga los medios para que no vuelva a ocurrir.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 28 de octubre de 2024

Pobres trabajadores

Milio Mariño

Hará como un par de semanas, Oxfam Intermón hizo público un estudio en el que aseguraba que, en España, uno de cada diez trabajadores es pobre. Mentía por omisión. Los nueve restantes son pobres también. Son pobres los diez. Si no lo reflejan en ese estudio es porque la vara de medir que utilizan para la pobreza es tan retorcida que se agarran a ella los que no quieren que les crezca la nariz.

Esa misma ONG, dice que los trabajadores que cobren 1.343 euros al mes ya no son pobres, son clase media. Lo cual es como si dijera que las gulas y las angulas son de la misma familia y no se diferencian en nada. Siguen con la obsesión de meternos a todos en una elástica clase media cuyo mito fundacional era que si trabajas duro y te portas bien, el camino hacia el éxito está garantizado. Hace tiempo que ese mito se ha roto, pero siguen igual.

Estadísticas aparte, hay más pobres de lo que parece y muchos más de los que veía Enrique Osorio, portavoz del PP de Madrid, que, subido en la tribuna, preguntaba: ¿Dónde están los pobres, a ver, que yo los vea? Se puso a mirar, desde su atril, a izquierda y derecha, simulando que buscaba pobres y no veía ninguno. Deberían de haberle advertido que los pobres no se dejan ver fácilmente porque les da vergüenza ser pobres y se ocultan y disimulan todo lo que pueden.

Quienes no quieren ver que hay pobreza hacen un buen regalo a su conciencia. Suelen ser los mismos que tienen recetas para todo y para esto también. ¿Cómo que hay pobres? Lo que hay son pocas ganas de trabajar. Es más cómodo estar en casa cobrando un subsidio y a verlas venir. Que levanten el culo del sofá y se pongan a trabajar, verás cómo dejan de ser pobres.

Culpar a los vagos de la pobreza viene bien para no preocuparse, pero el asunto es más complicado. Lo de levantar el culo del sofá y trabajar, en un país con un importante crecimiento económico y que, además, crea empleo, debería servir para llevar una vida aceptable, pero casi la mitad de los que están en riesgo de exclusión tienen trabajo y lo que ganan no les alcanza para cubrir sus necesidades básicas. En sus hogares escasea la carne, el pescado, la fruta y la verdura. Tienen que elegir entre poner la calefacción o pagar el alquiler y si les surge algún imprevisto o se les estropea un electrodoméstico, la tragedia es para llorar.

Un informe, de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social, afirma que, en España, tener un trabajo no garantiza los ingresos necesarios para salir de la pobreza. Y no solo eso, apunta otro dato muy preocupante: el hecho de tener estudios ya no es garantía de conseguir un empleo que permita vivir en condiciones dignas. El 42,9% de la población en riesgo de pobreza ha finalizado los estudios medios o tiene estudios superiores.

Trabajar y cobrar un salario debería alcanzar para vivir de forma aceptable, pero no siempre alcanza. Muchos de los que trabajan y pelean por sacar adelante a su familia se desesperan porque no entienden que los hayan condenado a la pobreza. Consideran que su vida es tan desafortunada que no merece la pena vivir. Y eso es terrible.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 21 de octubre de 2024

Propinas y americanos

Milio Mariño

Cuando era un chaval quedaba abobado, como un pánfilo, viendo aquellas películas americanas en las que el protagonista tiraba unos cuantos billetes encima de la mesa del bar y marchaba sin preguntar a cuánto ascendía la cuenta ni esperar por el vuelto. Aquel derroche, y la despreocupación por el gasto, me tenían fascinado. Creía que eran la confirmación del éxito y lo máximo a lo que podía aspirar cualquiera.  

Ya de mayor, alguna vez pensé en darme ese gustazo, pero nunca me atreví. Tanto mejor. Hubiera sido un insulto, a la memoria de aquellas películas, tomar un café y dejar sobre la mesa un billete de cinco euros. Hasta ahí llegaría el derroche, no creo que llegara a más. Los que nacimos en la España cutre y subdesarrollada del franquismo arrastramos un síndrome de pertenencia a la pobreza del que no se libra ni Amancio Ortega.     

Los tiempos, afortunadamente, han cambiado. Ahora vivimos mejor y eso nos hacer ser más espléndidos. Aún así, según un estudio reciente, solo el 11% de los españoles deja propina de forma habitual, mientras que el 17% reconoce que nunca lo hace. Los que faltan, los de unas veces sí y otras no, asocian la propina a la calidad del producto y el trato recibido.

Ni tan mal. Tiene más sentido lo nuestro que lo de Estados Unidos, donde dar propina es, prácticamente, una obligación pues constituye una parte sustancial del salario de los empleados de hostelería.

Conociéndolos, intuyo que la propina debió convertirse en obligación por esa idea tan americana del self-service. Es decir: si quieres que te sirvan, el camarero lo pagas tú. Así es como lo entienden y creen que así debe ser. Se consideran muy avanzados, piensan que el progreso consiste en comprar un Sándwich en un puesto de comida callejera y comerlo en un banco del parque.

 Nos llevan mucha ventaja. Aquí todavía comemos sentados en torno a una mesa y, a ser posible, con servilletas de tela y mantel. Estamos muy atrasados. Solo vamos por delante en el asunto de las propinas. No por qué sean voluntarias sino porque todavía no hemos llegado a que Hacienda meta mano en el bote del bar.

Allí sí. Allí presumen de ser liberales y pagar pocos impuestos, pero los empleados de hostelería deben llevar un registro de las propinas que reciben y entregar un informe mensual a su jefe para que este lo ponga en conocimiento de Hacienda.

Ahí es nada. Lo suyo trasladado a España significaría que si tomas una cerveza y dejas unas monedas en el plato, estarías dando propina al camarero y a María Jesús Montero.

Piensan arreglarlo. En el último debate televisado no hablaron del tema, pero los dos candidatos a la presidencia de Estados Unidos, Kamala Harris y Donald Trump, llevan como propuesta estrella, para las elecciones del 5 de noviembre, que los camareros dejen de pagar impuestos por las propinas que reciben.

Alabado sea el liberalismo moderno. Que en el país más poderoso y rico del mundo, la principal propuesta económica sea quitar el impuesto a las propinas de los camareros es para santiguarse. Lo bueno es que, como los dos candidatos proponen lo mismo, no habrá reproches. No se echarán en cara que quitar el impuesto a las propinas supondrá reducir el gasto en defensa y fabricar menos misiles. Ojalá fuera así, sería una gran propina para la humanidad. 


Milio Mariño / Artículo de Opinión diario La Nueva España



lunes, 14 de octubre de 2024

Lo bárbaro no fue lo de Bárbara

Milio Mariño


La noche del 23 de febrero de 1981, llovía si dios tenía agua, el viento soplaba a rachas y las calles de Avilés estaban desiertas, no había un alma. Era una noche de perros. Recuerdo que no pegué ojo, no dormí un sueño. Pero no por las inclemencias del tiempo, sino porque en Las Cortes había entrado un tonto con una pistola y los zurdos teníamos miedo de cómo podía acabar la cosa.

 Al día siguiente, aunque seguía lloviendo, moría de sueño y no me quedaba tabaco ni para fumar un cigarro, estaba tranquilo. La televisión y la radio repetían sin cesar que el Rey Juan Carlos I nos había salvado del golpe de Estado y había defendido la democracia como un jabato.

Durante décadas, esta convicción silenció cualquier duda engrandeciendo la figura del Rey hasta el punto de que cuando empezaron a conocerse algunas de sus andanzas, apuntaban que igual era un pelín golfo, pero que si no fuera por él no tendríamos democracia. Aquella hazaña lo convertía en un héroe al que debíamos perdonar sus flaquezas; que menos. Comparado con lo que había hecho, era una insignificancia que se acostara con mujeres estupendas o se hiciera rico llevándoselo crudo con los barriles de petróleo u otras vías como la del tren a La Meca.

Más de cuarenta años después sabemos, porque él mismo lo dice en unos audios que acaban de publicarse, que todo lo que creíamos, porque nos lo habían hecho creer, era una falsedad. La gran verdad de nuestra historia reciente es que el rey Juan Carlos, al parecer, fue uno de los promotores del golpe de Estado que luego acabó parando no sé sabe si por consejo de la CIA o de Sabino Fernández Campo. Hasta ahora, nadie había aportado ninguna prueba concreta, pero resulta que lo comenta con su amante e, incluso, se permite mofarse de alguien que también estaba en el ajo como el general Alfonso Armada, del que dice, muerto de risa, que se comió siete años de cárcel y jamás dijo una palabra.

A mí, y a otros muchos, lo que menos nos importa es lo que pudo ocurrir con Bárbara. Lo bárbaro es lo otro. Es que hayamos vivido engañados durante tantos años y, encima, quieran volver a engañarnos.

Digo lo de volver a engañarnos porque no estamos, ni mucho menos, ante un asunto de faldas que deba dirimirse en las tertulias de la tele o la prensa del corazón. Estamos ante una cuestión de Estado con muchos interrogantes, como saber qué pasó, realmente, el 23F, cuánto dinero público se pagó para comprar los silencios, quien ordenó pagarlo y muchas más cosas.

Hace poco, el rey Juan Carlos anunció que publicaría sus memorias y dijo, para justificarse: “Lo hago porque tengo la sensación de que están robando mi historia”.

Que Juan Carlos diga que le roban su historia y que, además, insinúe que los ladrones somos nosotros, era lo que faltaba. Que lo diga precisamente él, que disfrutó de un reconocimiento y un cariño popular que casi puede considerarse unánime.

A los que, de verdad, les han robado la historia es a todos los españoles y, especialmente, a los que luchamos por la democracia y por sacar la transición adelante. Que nos devuelvan lo robado es imposible, pero tenemos derecho a la pequeña satisfacción de saber quiénes fueron los ladrones.


Milio Mariño / Artículo de Opinión