lunes, 15 de agosto de 2016

Prohibido cantar

Milio Mariño

Los chigres y los bares han cambiado mucho. No se parecen en nada a lo que fueron hace unos años. Ahora sirven tapas en platos cuadrados y donde ponía “Se prohíbe cantar” pone “Prohibido fumar”. Casi todo es distinto. Lo único que sigue igual son los baños. El otro día entré en uno y estoy por apostar que la mosca gorda y azul que daba cabezazos contra el ventanuco oxidado que había encima del inodoro era la misma que hace veinte años intentaba salir de allí. Ya sé que las moscas no duran tanto, pero si no era la misma sería de la familia, la hija o la nieta, porque tenía un parecido asombroso.

La nostalgia nos lleva a cosas así; es manipuladora y frustrante. Dicen que recurrimos a ella cuando presentimos el futuro vacío. Lo que yo presentía era una necesidad imperiosa de hacer aguas menores. Por eso entré en aquel chigre y me vino a la memoria lo que dijo Faulkner: “El pasado no está atrás ni olvidado, ni siquiera estoy seguro de que esté en el pasado”. Bien dicho. La prueba es que, en la tele, aparecen las mismas películas de cuando éramos niños. Tal vez por eso, volví a encontrarme con el letrero: “Se prohíbe cantar”. Eché de menos que no estuviera acompañado de otro que siempre estaba a su lado: “Se reserva el derecho de admisión”.

Digo que lo eché de menos porque, cuando era niño, pasé mucho tiempo sin comprender el significado de aquella frase. Y me intrigaba no saben hasta qué punto. La otra no. “Se prohíbe cantar”, para mí estaba claro. Imagino que le encontraba sentido porque como, aquí, llueve tanto tiene su lógica. También la tiene otro letrero que recuerdo porque debió parecerme sensato: “Prohibido blasfemar sin motivo”.

Repasando algo tan simple como los letreros de los bares, pensaba que ya va siendo hora de olvidar ciertas cosas pero, luego, al recordar mi infancia y mi juventud no pude evitar el reproche hacia aquellos energúmenos que lo prohibían todo. Porque, lo de prohibir cantar en los bares, no creo que viniera de la Sociedad General de Autores.

Lo curioso es que ahora, cuando apenas queda ninguno de aquellos letreros, a casi nadie se le ocurre ponerse a cantar en un bar. Solo unos pocos, como los clientes del bar “La Eritaña”, se rebelan contra la vieja prohibición y todos los lunes disfrutan cantando tonada, habaneras y lo que se tercie.

También es partícipe de la rebelión, la Asociación Folklórico-Musical “Villa y Condado de Noreña”, que ya va por la octava edición de un certamen tan curioso como: “Prohibido cantar... desentonáu”. Todo un acontecimiento en el que participan las sidrerías, bares y chigres de la localidad, reviviendo lo que, al parecer, era una costumbre burguesa. Cantar después de beber, o a los postres de una buena comida.

La gente seria no suele fijarse en estas cosas, pero cualquier tarambana nostálgico que tenga mis años, o alguno menos, no solo se fija sino que habrá aprovechado, alguna vez, para disfrutar y regalarse los sentidos, literario y estético, con las prohibiciones y los mensajes, esmeradamente enmarcados o pintados en azulejos de colorinos, que todavía encontramos en algunos bares. Mensajes que no todos son prohibitivos o han desaparecido. Los hay simpáticos como uno que vi hace poco: “En este Bar no tenemos Wifi, hablen entre ustedes”.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diaro La Nueva España

lunes, 8 de agosto de 2016

¡¡ Qué reblinquen !!

Milio Mariño

Por falta de presupuesto -eso dijeron- el paseo de la ría no acogerá este año lo que hubiera sido la cuarta edición de Bitácora. Una semana dedicada al mar cuyo coste no creo que arruinara las arcas municipales. Pero ellos sabrán. Es cuestión de prioridades. Así que viendo la decisión y, aun, contando con que Bitácora no fuera gran cosa, parece ser que los regidores locales consideran una pérdida de dinero, y de tiempo, que Avilés recuerde lo que fue: un pueblo de pescadores. De pescadores y pescaderas, que allá se van en importancia.

Marcos del Torniello, en un romance titulado “¡Que reblinquen!”, ya hacía un precioso retrato de las mujeres que recorrían las calles de Avilés, llevando sobre sus cabezas una “paxa”, una especie de cesta plana, repleta de pescado. Llanzones, xibiellos, chicharrinos… Y sobre todo, ahora por estas fechas, sardinas.

Aquella “paxa” solía pesar entre cuarenta y cincuenta quilos y las mujeres, casi siempre vestidas de negro, o de alivio, cargaban con ella en la cabeza mientras pregonaban la mercancía con una frase que se hizo muy popular y hace tiempo que ya no se usa: “¡Que reblinquen!”

La frase no era, solo, publicidad. Tenía sentido. Por eso la recuerdo y la traigo aquí. Porque tal vez quede alguien que, aún, no sepa que estamos en el mejor momento del año para comer sardinas. Pasó la Virgen del Carmen y está por venir la Virgen de la Asunción. Entre una y otra es cuando las sardinas están más sabrosas. La temperatura del agua es mayor, el plancton es más abundante, las sardinas comen más, tienen más grasa y saben mejor.

Las sardinas siempre saben bien, pero se convierten en manjar si se asan a la brasa, se colocan sobre un trozo de pan y se comen con los dedos. No obstante, a pesar de su extraordinario sabor, fueron despreciadas hasta, como quien dice, hace dos días. Influía su bajo precio, el intenso olor que desprenden y que los restaurantes de postín se cuidaban de incluirlas en la carta. Pero desde que se dio a conocer que tienen omega 3 y que son buenas para el colesterol, los triglicéridos y la arterosclerosis, podemos darnos un festín y echarle la culpa al médico.

Ya no está mal visto comer sardinas. Solo me queda la duda de sí, en una fiesta social, se aceptaría que comiéramos un bocadillo de sardinillas en aceite. La duda es casi certeza del no. Saber, saben a gloria pero me temo que aquí estamos lejos del refinamiento de los franceses. En Francia clasifican las latas de sardinas por añadas, como el vino bueno. Los envases ponen la fecha en que fueron enlatadas y una lata que tenga diez años es considerada Gran Reserva. Así que ya saben, miren en la despensa y si encuentran una lata de sardinas añeja, han encontrado un tesoro.

Sería un hallazgo y un buen aliciente para salvar este verano de días grises y regidores municipales que suprimen pequeños festejos con la excusa del presupuesto. Una docena de sardinas, a la brasa, o una lata de sardinas, añeja, puede alegrarnos el día y hacer que gritemos: “¡Que reblinquen!”. Pero no las sardinas… Que reblinquen quienes están en el gobierno municipal o los que ejercen la oposición. Cualquiera nos vale si lo hace para rebelarse y que vuelvan a reponer lo que era un pequeño festejo y un homenaje al Avilés de la mar.

MIlio Mariño / Mi artículo de Opinión de los Lunes

lunes, 1 de agosto de 2016

Samalandrán

Milio Mariño

En la Ría de Avilés, a poco más dos millas del embarcadero que había junto a la Rula vieja, aquella que estaba frente al paso a nivel de Larrañaga, los avilesinos teníamos una playa que llamábamos Samalandrán. Digo llamábamos porque el nombre, oficial, era San Balandrán. Un promontorio de arena flanqueado por un bosque de eucaliptos, un chigre, que lucía el ostentoso letrero de Club de Mar, y un algo extraño que hacía qué fuera diferente a otras playas que conocíamos.

Como palabra, Samalandrán, me parece preciosa. Es sincopa afortunado de San Balandrán y la utilizábamos para nombrar aquel lugar que hizo realidad la leyenda, pues desapareció hará medio siglo, o más. Algunos tuvimos suerte y, en nuestra niñez, pudimos disfrutar de aquel paraje sin saber que era la famosa isla del monje irlandés Balandrán, quien, a finales del siglo VI, después de vagar siete años por el océano, en compañía de otros catorce monjes y abandonando el timón a la voluntad de Dios, llegó a la Ría de Avilés el día de Pascua y desembarcó en una isla, advirtiendo que su viaje había concluido allí. Poco después y, con gran pesar, el monje regresó a Irlanda y escribió un libro en el que relata aquélla expedición, pero los historiadores están empeñados en tomar esta historia por otra leyenda más.

Yo no. A mí no me pueden venir con leyendas porque fui testigo de que allí, en Samalandrán, había una playa que ya no hay. De modo que cumple la principal cualidad de la isla que descubrió el santo irlandés, que es la de aparecer y desaparecer. Cosa que los estudiosos de la historia pasan por alto porque no tienen en cuenta que los magos celtas eran capaces de hacer surgir la tierra del fondo del mar y crear una isla para que los navegantes pudieran descansar. Luego, cuando volvían a zarpar, la isla se sumergía y volvía al fondo del mar.

El recuerdo de Samalandrán vino porque la semana pasada se celebró en Avilés otro festival Intercéltico que tuvo como protagonistas el mar y las islas. Y, como es natural, se hablaría de las islas británicas, pero supongo que pocos, o nadie, pondrían sobre la mesa que nosotros también tenemos un territorio insular. Nada menos que cuatro islas fijas, La Deva, La Ladrona, El Carmen y Hervosa, y una a tiempo parcial, San Balandrán, que ya explique cómo es que aparece y desaparece, aunque no pueda concretar si es por capricho del mago celta o decisión del monje irlandés.

De lo que puedo dar fe es de qué estuve allí: en Samalandrán. Y el viaje no vayan a creer que era cualquier cosa, eran dos millas de travesía en una barca motora que si se cruzaba con algún barco, mercante o de pesca, sufría los embates de un oleaje que los niños temíamos como si se tratara de una galerna. Nos aferrábamos al asiento y quedábamos quietos, siguiendo el consejo de un paisano que iba al timón y nos parecía poco menos que Marco Polo.

Donde estaba Samalandrán, cierto que no hay nada, pero eso no quiere decir que hayamos perdido nuestra isla del tesoro. Hace cincuenta años decidió sumergirse en el fondo de la ría, pero pienso que la añoranza y, sobre todo, el recuerdo de los avilesinos hicieron que recapacitara y volviera a emerger. Lo que ocurre es que ha emergido en un sitio distinto y con un centro cultural a cuestas. Ahora la llaman Isla de la Innovación.

Milio Mariño / Diario La Nueva España / Artículo de Opinión

lunes, 25 de julio de 2016

El Avilés que cerró

Milio Mariño

Harto de escribir de lo mismo, de que después de ocho meses aún estemos a vueltas con la formación de gobierno, había decidido aparcar el tema político, por lo menos, hasta septiembre. Y, en esas estaba mientras tomaba una caña en una terraza de El Parche. Estaba en lo mío, buscando un motivo para escribir este folio y medio que aparece los lunes, cuando caí en la cuenta de que justo enfrente, donde ahora venden montaditos que anuncian en número de cien, había una tienda que vendía calderos de plástico, regaderas, rastrillos, flotadores, juguetes, pinzas de la ropa y cualquier cosa de las que, luego, vendieron las tiendas de revoltijo a un euro y acabaron vendiendo los chinos. Se llamaba Precios Únicos y era única no sé si en los precios pero en todo lo demás seguro.

El recuerdo de aquella tienda me llevó a reflexionar sobre qué queda de aquel Avilés, pues las ciudades, además de los sitios donde vivimos, también son memoria. Están hechas de todas las cosas que recordamos, de nuestros recuerdos de la infancia, la adolescencia o, incluso, la edad adulta. Llámenme sentimental, nostálgico o, simplemente, inculto pero, para mí, las tiendas y los establecimientos antiguos tienen la misma importancia, o más, que los monumentos. Pienso que forman parte de la identidad de nuestras ciudades e incluso de nosotros mismos. Y, por si fuera poco, son un símbolo de resistencia contra esa uniformidad mediocre que todo lo invade y nos ha llevado a que la calle principal de Jerez de la Frontera, o cualquier ciudad de España, tenga los mismos comercios que la avilesina calle de La Cámara.

Vaya usted a donde vaya se encontrará con las mismas tiendas de ropa, las mismas ópticas, perfumerías, zapaterías y hasta los mismos quioscos de chuches. ¿Que ha sido de aquella esencia local? De aquellas tiendas, bares y comercios, con décadas de historia, que nos distinguían de cualquier otro sitio y hacían que fuéramos únicos.

Todo aquello ha ido desapareciendo y, en el mejor de los casos, su desaparición se ha saldado con una breve reseña, en las páginas del periódico local, en la que se daría cuenta de los motivos que propiciaron el cierre, pero dudo que se abordaran las consecuencias de su desaparición por lo que se refiere a la imagen de la ciudad.

Algunos de ustedes, no sé si pocos o muchos, tal vez recuerdan como era Precios Únicos, La Parisién, El Modelo, La Esperanza, Los Álvarez, Verano, el Bar Busto, El Colón, Toldao, Galé, Los Castros, Almacenes Pi, el Marta, el Florida… Yo sí lo recuerdo. Tengo en la memoria un lugar específico donde guardo, como un tesoro, aquel Avilés que digo. Un Avilés por el que sigo paseando entre la añoranza y el extrañamiento.

Hace no recuerdo cuanto, imagino que poco, el portavoz de la Unión de Comerciantes de Avilés y Comarca, decía, en una entrevista, que desde el comienzo de la crisis, en 2007, Avilés había perdido 700 establecimientos. Me parecieron demasiados, pero luego fui sumando… Y quien sabe. La suma apabulla y si le añadimos los cambios en las calles, las aceras, los parques y los jardines, nos pone al día de aquel Avilés que se fue. Habrá quien opine que se fue para bien. No digo nada. Soy consciente de que cuando uno despierta puede elegir la ropa que se va a poner pero no el paisaje con el que se viste su ciudad.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 18 de julio de 2016

Los cuentos son para el verano

Milio Mariño

A casi nadie le sorprendió que Federico Trillo comenzara su discurso diciendo: Por el mar corren las liebres y por el monte las sardinas. Solo un señor bajito, que estaba en primera fila, puso cara de escéptico. Pero Trillo ni se inmutó. Hizo una pausa, para beber agua, y siguió con su historia. Me encontré con un ciruelo cargadito de manzanas, empecé a tirarle piedras y caían avellanas.

Lo crean o no, la mayoría de los ministros y ex ministros del PP están entre los mejores contadores de cuentos del mundo. Hay quien dice que tienen poca gracia y no hacen reír a nadie, pero con los cuentos pasa como con los chistes malos, la gente no se ríe hasta que los ha oído ya varias veces. Nos pasa a todos. Hace unos días, oí que Trillo volvía con el cuento de que los españoles no habíamos participado en la guerra de Irak y me entró una risa ciega que casi acabo llorando. Me acordaba de Zapatero y de que, nada más ser elegido presidente, ordenó retirar de allí nuestras tropas y no podía parar de reírme. Aunque bueno, para ser sincero, tengo que reconocer que, quizá, me reía más porque también recordaba que había sido la primera vez, en España, que un Presidente de Gobierno cumplía una promesa electoral.

Está bien que en verano nos sigan contando cuentos. Creo que la época es ahora y no en invierno. Tal vez por eso me pareció más divertido el cuento de Trillo que el de Montoro. Ese de que, al parecer, Hacienda no somos todos, no, el otro. El de que no hubo amnistía fiscal.

Los cuentos de Montoro no es que sean malos, es que los cuenta acompañándose con una risita que no le favorece. Debería copiar de Rajoy. Rajoy, además de contar buenos cuentos, acierta en el tono y dispone de un gran repertorio. Creo que lo mismo el cuento de que en el PP no hubo financiación ilegal, como el de que los mil casos de corrupción son casos aislados y el de que España no sufrió ningún rescate y el pufo de los bancos no lo pagamos nosotros, son cuentos geniales. Tiene más pero tampoco vamos a eternizarnos citándolos uno por uno. Sobre todo porque Rajoy en lo que destaca es en la interpretación. Cuenta los cuentos de una manera que el argumento es lo de menos.

Siempre hay algo conmovedor en alguien que cuenta un cuento. Nos lleva a imaginar un mundo de posibilidades que de otra manera sería imposible. Yo discuto mucho con quienes acusan a los contadores de cuentos de falta de veracidad. Opino que se equivocan y no entienden lo principal. El cuento tiene que ser mentira. La verdad está bien para la policía, los jueces, los forenses y los científicos pero para nosotros, para la gente normal, la mentira es lo mejor. Si no fuera por la mentira este mundo sería muy triste. Recuerden que la mentira es la que permite que exista la ficción, la religión, el arte… La que nos ayuda a comprender el mundo y hace la vida un poco más soportable.

Hace poco, el escritor argentino Alberto Manguel, dijo, en una entrevista, que una mentira conocida es más útil que una verdad ignorada. No puedo estar más de acuerdo. Por eso he recordado algunas mentiras que vistas, ahora, en verano hasta pueden resultar divertidas.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

viernes, 15 de julio de 2016

Un bandoleru en Xixón

El mio camentario de los xueves en Noche tras Noche, de la RTPA

El mi lio d'esta selmana vien a petición del oyente. Si ho, como aquellos discos dedicaos que nel sieglu pasáu sirvíen pa felicitar bodes, bautizos y comuniones. Nun foi unu nin dos, fueron tres o cuatro los que me camentaron que-yos gustaben les hestories como la que cunté la selmana pasada, aquella na que falaba de que Mata Hari tuviera en Xixón.

Asina que miré nuna llibretuca, na que guardo dellos apuntes, y aprovechando que tamos na Selmana Negra y que güei pola tarde celebróse una mesa reonda sobre Xusticia, llei y crime, voi camentavos unes cosuques del bandoleru más famosu que conoció Madrid, Luis Candelas, que, por cierto, tamién pasó per Xixón. Y, tamién, como Mata Hari, dempués de pasar pequí, foi deteníu y condergáu a muerte, nesti casu a garrote llaín.

Luis Candelas entrare a robar en casa de Vicenta Mormín, que yera la modista de la reina. Sabíen que fuera él, y él sabía que lo descubrieren, asina que compró una xarré y salió fuxendo de Madrid, camín d’Asturies. Llegó a Uviéu'l 25 de marzu de 1837 y, a l’otru día, siguió viaxe a Xixón. Viaxaba con una mocina, de namás 16 años, llamada Clara María y agospiáronse na fonda La Águila d'Oru. La intención de Candelas yera embarcar, en dalgún mercante, atracáu nel Musel, y fuxir a Inglaterra. Eso en principiu porque depués, ente los sos planes, figuraba visitar Xapón.

Na fonda, Candelas, fíxose pasar per León Cañida, un comerciante de Madrid. A la moza dixera-y que diben a Xixón porque tenía que cobrar una herencia. Pero, depués, reveló-y la so verdadera identidá y díxo-y que diben colar pa Inglaterra. El casu que cuando yá taben nel muelle, dispuestos a embarcar, ella dixo que lo de dir a Inglaterra nada, que lo que quería yera tornar a Madrid.

Luis Candelas camudó, entós, de planes. Nun quería perdela y decidió volver a Madrid. Una decisión fatal porque detuviéronlo cuando facía nueche na venta d'Alcazaren, cerca d’Olmedo. Detuviéronlo, lleváronlo presu a Madrid y condergáronlo a garrote llaín.

Na ficha policial describíen a Luis Candelas como d'estatura regular, pelo negru, güeyos del mesmu color, boca grande y prominente, dientes iguales y blancos, y bien formáu en toes los sos partes. Tenía, namás, 32 años cuando lo mataron. Y desiguida pasó a formar parte de la lleenda popular como un bandíu bonu, unu d'aquellos bandíos que robaben por necesidá pero que nunca enllordió les sos manes de sangre.

La realidá yera distinta. Cierto que Luís Candelas nun matare a naide, pero yera un lladrón de poca monta que procuraba nun facer dañu y robaba a quien podía. Tampoco yera analfabetu nin probe de pidir. Tenía estudios y convertiérase en funcionariu de Facienda, por oposición. Pero la so vida de funcionariu nun-y gustaba. Gustába-y más l'aventura, asina que dexó la oficina y dedicóse a los atracos. Cunten qu'en Xixón tuvo, malpenes, una selmana. Una selmana que resultó negra pos, por amor a la mocina cola que viaxaba, camudó los sos planes de fuxir a Inglaterra y eso costó-y la muerte. Ye, mialma, una hestoria guapa. Una historia d’amor y de fabula, pos nun ye corriente q’un funcionariu de Facienda dexe la oficina. p’atracar y robar a la xente.

Milio Mariño

lunes, 11 de julio de 2016

Llueve sobre Mariano

Milio Mariño

Una semana lloviendo remueve a uno por dentro. Y ya, si es julio, sospechas que no te librarás de una depresión de caballo ni aunque que te metas de todo, incluso supositorios. No lloras porque para eso ya está el cielo reflejando tu estado de ánimo, pero te invade un sentimiento de desesperación e impotencia que temes ponerte a relinchar como un loco, en cuanto te dejen solo.

En esas estaba cuando me puse a escribir este artículo. De modo que pueden imaginar el ánimo para seguir escribiendo sobre la política y los políticos. Sobre eso de que van a intentar, de nuevo, llegar a un acuerdo para que no tengamos que volver a votar en septiembre y se forme gobierno en base al voto mayoritario de quienes han preferido corrupto en mano antes que honrado volando.

Ya sé que las personas que votaron al partido ganador dirán que su voto no significa que respalden la corrupción. Les creo, pero los corruptos no lo han entendido así. Unos se han apresurado a manifestar que se sienten legitimados y otros, imagino que bastantes, sonríen y se frotan las manos, felices de que la corrupción se haya democratizado. Es decir que, por la gracia del voto, haya dejado de ser una contaminación apestosa y se haya convertido en atmosfera imprescindible para la buena marcha del negocio.

Podríamos apelar a la disculpa del miedo o que votamos en verano, pero la realidad obliga a reconocer que hay una mayoría social que está contenta de que las cosas estén como están y no ve necesario que tenga que haber un cambio. Fueron casi ocho millones, los electores que se pronunciaron a favor de que todo siga como está. El resultado es incuestionable, pero que uno lo acate no significa que tenga que admitir que ocho millones de votos hacen respetables a personas que no lo son.

Ni ocho ni dieciocho. Además, si les soy sincero, si les digo lo que pienso, no me cabe otra que confesar que estoy convencido de que los electores se equivocaron. Intentaré explicarlo porque habrá quien se eche las manos a la cabeza y me ponga de vuelta y media. No estoy diciendo que cuestiono el resultado de las urnas y no acepto que los electores voten lo que quieran. Faltaría más. Pero de eso a sostener, a ojos cerrados, que el pueblo es sabio y nunca se equivoca, atribuyendo a los resultados electorales unas virtudes mágicas que no tienen, va un trecho. No comparto la idea de salvarle la cara a la gente y decir que nunca es responsable de nada de lo que nos sucede. El pueblo por supuesto que es soberano pero lo de sabio deberíamos ponerlo en cuestión. Hay datos objetivos y evidencias históricas que demuestran lo contrario. Lo que ocurre es que, a veces, blanqueamos sus errores echándole la culpa a los elegidos en vez de a los electores.

Todo esto que digo, referido al resultado de las elecciones, nadie lo pondría en cuestión si estuviéramos hablando, pongan por caso, de Venezuela y de cuando salieron elegidos Hugo Chavez y Maduro. Si el pueblo se equivocó entonces, también pudo equivocarse ahora. Así que lo dicho, llueve sobre mojado. Lo que valía para otros también vale para nosotros. La culpa es nuestra; de los electores. Y tendremos que aplicarnos lo que dijo George Orwell: "Un pueblo que elige corruptos, impostores y ladrones, no es víctima, es cómplice".

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España