lunes, 15 de diciembre de 2025

Cuento que viene a cuenta

Milio Mariño

Por el sofá del salón y la mesa de la esquina había desparramados varios catálogos de juguetes y regalos que me hicieron reflexionar sobre el niño que fui y el abuelo que soy. Una reflexión casi imposible porque el mundo ha cambiado tanto que es como si hubieran transcurrido cien generaciones. Solo hay que ver lo que ocurre con los niños: ya no les preguntamos qué piden a los Reyes, les damos un catálogo y les decimos que elijan. Pueden pedir lo que quieran.

Me refiero a personas como nosotros, nada de gente rica. En cualquier caso, les prevengo de qué no voy a contarles la historia de un niño de familia pobre que apenas tuvo regalos y ahora, que es abuelo y puede, regala a manos llenas.

No va por ahí la cosa. La historia es diferente. Mis padres tenían lo justo, pero nunca me consideré pobre y humilde tampoco. No lo digo como excusa, asumo las consecuencias. Hubo quien dijo que si hubiera sido más disciplinado hubiera llegado más alto. Sospecho que quien lo dijo confundía la disciplina con la obediencia. Virtud de la que también fui privado, supongo que por el diablo. A él le debo que obedecer me resultara difícil mientras que para otros no suponía ningún esfuerzo. Recuerdo que oía con insistencia: cuando crezcas y seas mayor harás lo que te apetezca, pero ahora obedeces y haces lo que te manden.

Aquella promesa mitigaba, en parte, las frustraciones. No sabía que me estaban engañando y que, cuando fuera mayor, tendría menos posibilidades de hacer lo que quisiera. Posiblemente no fuera su intención pero, sin saberlo, estaban enseñándome a gestionar el malestar que supone no conseguir lo que quieres.

Entonces no había catálogos de regalos y juguetes. Recibías uno o dos en Reyes y, con suerte, otro en el cumpleaños. Entre medias, los domingos te daban una pequeña “paga” y aprendías a priorizar el gasto y hasta planificabas algún ahorro. Era una época en la que llamar por teléfono había que hacerlo solo para avisar de algo, dejar encendida la luz del baño o del pasillo suponía una reprimenda, hacer fotos estaba reservado para los días especiales porque salían muy caras… Todo estaba limitado. Quisieras, o no, aprendías a sujetarte. Y, cuando te sujetabas, surgían esas pequeñas frustraciones que te iban preparando para lo que te esperaba cuando fueras adulto.

Esto que comento pertenece a un pasado reciente que parece remoto. Ahora, los niños de nuestro entorno no distinguen entre lo que se puede y no se puede. No distinguen entre la vida real y la virtual. Se han quedado sin límites. Tienen muchos aparatos para entretenerse y muchos amigos virtuales, pero se aburren y están más solos que nunca. Juegan poco al aire libre y cada vez menos libremente.

También los abuelos hemos cambiado, no nos parecemos en nada a los de nuestra infancia. Igual es que ya empiezo a chochear, pero creo que nuestro cambio ha sido positivo, a la inversa que el de los niños. Ahora somos más activos y vitales, salimos más a la calle y hacemos travesuras. Si quieren que les diga la última, cogí los catálogos y los tiré a la basura. No me arrepiento. Cuando tiré la bolsa, el contendor se cerró como quien guiña un ojo y agradecí que fuera mí cómplice.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 8 de diciembre de 2025

La Inmaculada y algunos pecados

Milio Mariño

Hace tiempo que albergo la duda sobre si la cercanía de estos dos días festivos, el sábado la Constitución y hoy, lunes, la Inmaculada, se debe a una coincidencia o a que alguien tuvo la idea de ponerlos juntos porque ambos se necesitan. Para entender esta duda habría que remontarse a 1978, cuando el franquismo se resistía a la democracia y la Inmaculada no solo era la madre de Cristo, también era la madre de España, un país elegido por Dios para una misión histórica.

Ni más ni menos. Estuvieron cuarenta años con esa matraca. Insistían en lo que había dicho el Conde-Duque de Olivares: “Dios es español y está de parte de nuestra nación”. España era el pueblo elegido y la envidia de todo el mundo. Así que, influido por la historia que nos habían contado en el bachillerato y por aquel eslogan, que se hizo muy famoso, Spain is different, llegué a creer que los españoles éramos diferentes de verdad. Luego, cuando empecé a viajar por Europa, ya fui desterrando esa idea. No había tal diferencia, nosotros teníamos nuestras cosas y ellos tenían las suyas. En cualquier caso, la diferencia no estaba en las personas, estaba en nuestro retraso social, tecnológico y económico. Trabajábamos más, cobrábamos menos y teníamos peores servicios públicos. Aunque, eso sí, aparentábamos estar siempre contentos y disfrutábamos de la vida más y mejor que ellos.  

Seguimos muy parecido. Dinamarca, Noruega y Finlandia siguen al frente de la clasificación europea y España, a pesar de que no se parece en nada a la de 1978, sigue sin figurar en el ranking de los primeros. Hemos mejorado mucho, pero no lo suficiente. Y, lo peor de todo, es que esa mejora, de la que algunos nos sentimos orgullosos, hay quien dice que solo ha servido para que degeneremos hacia un país irreconocible que ha desvirtuado la esencia de lo genuinamente español.

Al parecer, hemos pecado de progresistas. Por eso hay políticos que proponen devolvernos al buen camino y recuperar la verdadera España. Esa España que en vez de parecerse a Europa se parezca a la de los toros, el señorito y la Guardia Civil con tricornio. Es decir, al Spain is different.

Menudo chasco. Tantos años luchando para que España no fuera diferente, fuera normal, y resulta que lo normal era volver al pasado. Una propuesta poco novedosa y nada solidaria que, mal que nos pese, está ganando  adeptos. Cada vez hay más jóvenes que añoran la juventud de sus abuelos. Desconocen cómo fueron aquellos años pero no les importa, se refieren al pasado con una alegría que confirma su ignorancia. Manifiestan su rebeldía presumiendo de ser anti-igualitarios, anti-progresistas, anti-feministas, anti-científicos, anti-ecologistas, anti-emigración y todos los anti que podamos imaginar. Según las últimas encuestas  el 42% de los jóvenes de la Generación Z y, sobre todo, los millennials consideran que las dictaduras son una buena manera de gobernar.

El sábado, en el 47 cumpleaños de la Constitución, quienes la defienden y defienden el progreso dijeron que es del todo increíble que podamos volver al pasado. Se olvidaron de que también resulta increíble que hace 2025 años a una mujer le introdujeran unos espermatozoides por lamparoscopia y tuvo un hijo que fue Dios en persona. Y eso, precisamente, es lo que hoy celebramos.


Milio Mariño / Artículo de Opinión

lunes, 1 de diciembre de 2025

La justicia buena es la poética

Milio Mariño

Debido a mi enfermiza afición por la lectura estoy muy acostumbrado a la justicia poética, que es la que rige en las novelas y supone que, al final, los buenos  siempre son recompensados y los malos reciben el castigo que merecen. Hablo de una justicia que no se aplica de acuerdo con la legislación vigente ni es administrada por los jueces, interviene de oficio y sentencia que la vida, por medio de una casualidad o algo inesperado, devuelve la jugada y hace que el culpable pague por lo que hizo.

Me gusta esta justicia; es más justa que la otra. Si me piden algún ejemplo ahí va uno. Cazar elefantes es legal, pero no parece que sea honesto que alguien los mate solo por divertirse. Pues bien, recordarán que, hace unos años, el Rey Juan Carlos mató un elefante en Botsuana. Lo hizo de forma legal, sin infringir ninguna ley, pero en aquella cacería se fracturó la cadera por tres sitios y tuvo que ser evacuado de urgencia a España. Mala suerte dijeron algunos.

Puede ser, pero sospecho que intervino la justicia poética. Y si entramos a valorar el resultado, en relación con los objetivos que persigue la justicia ordinaria, que son el arrepentimiento y la reinserción social, el éxito fue rotundo. Poco después el Rey se dirigió a los españoles y dijo: Lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir.  

La justicia poética propicia el buen rollo. Claro que también es verdad que, a la justicia ordinaria, le toca bregar con asuntos que se las traen. Resulta difícil impartir justicia en una sociedad tan polarizada como la nuestra. Ahora mismo no se habla de otra cosa que de la condena al Fiscal General. Los de un lado opinan que se hizo justicia y los del otro dicen que ha sido poco menos que un golpe de estado.

En la vida real, a diferencia de lo que pasa en las novelas y en las películas, no siempre se hace efectiva la verdadera justicia. Así que no es de extrañar que la gente de a pie piense que los poderosos hacen lo que les viene en gana y gozan de impunidad. Al final, los malos se van de rositas. Menos en las novelas y en el cine, donde interviene la justicia poética y el criminal nunca gana.

El tribalismo al que hemos llegado se aprovecha de que la justicia no es una ciencia, es interpretativa y está demasiado enredada con leyes, procedimientos, corporativismo y posturas preconcebidas que son un obstáculo para que se haga justicia como está mandado. Como hace ese juez que llevamos en el cerebro y apela a la justicia poética. Que es la que nos gusta y la que propicia finales bonitos: un timador que es víctima de un timo, un cazador de elefantes que sale malparado, un ladrón que en su huida choca contra un árbol… Desgracias que no deberían hacernos felices pero que, en nuestro fuero interno, hacen justicia.

El caso del Fiscal General ya no tiene vuelta de hoja, pero si, por casualidad, esta Nochebuena, a los Jueces del Supremo se les quemara el pavo en el horno y tuvieran que cenar el pienso de sus mascotas, más de uno se alegraría y diría que, al final, se hizo justicia. Una perrería por otra.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España