Por el sofá del salón y la
mesa de la esquina había desparramados varios catálogos de juguetes y regalos que
me hicieron reflexionar sobre el niño que fui y el abuelo que soy. Una reflexión
casi imposible porque el mundo ha cambiado tanto que es como si hubieran
transcurrido cien generaciones. Solo hay que ver lo que ocurre con los niños: ya
no les preguntamos qué piden a los Reyes, les damos un catálogo y les decimos
que elijan. Pueden pedir lo que quieran.
Me refiero a personas como
nosotros, nada de gente rica. En cualquier caso, les prevengo de qué no voy a contarles
la historia de un niño de familia pobre que apenas tuvo regalos y ahora, que es
abuelo y puede, regala a manos llenas.
No va por ahí la cosa. La
historia es diferente. Mis padres tenían lo justo, pero nunca me consideré
pobre y humilde tampoco. No lo digo como excusa, asumo las consecuencias. Hubo
quien dijo que si hubiera sido más disciplinado hubiera llegado más alto. Sospecho
que quien lo dijo confundía la disciplina con la obediencia. Virtud de la que también
fui privado, supongo que por el diablo. A él le debo que obedecer me resultara
difícil mientras que para otros no suponía ningún esfuerzo. Recuerdo que oía
con insistencia: cuando crezcas y seas mayor harás lo que te apetezca, pero
ahora obedeces y haces lo que te manden.
Aquella promesa mitigaba, en
parte, las frustraciones. No sabía que me estaban engañando y que, cuando fuera
mayor, tendría menos posibilidades de hacer lo que quisiera. Posiblemente no
fuera su intención pero, sin saberlo, estaban enseñándome a gestionar el
malestar que supone no conseguir lo que quieres.
Entonces no había catálogos de
regalos y juguetes. Recibías uno o dos en Reyes y, con suerte, otro en el
cumpleaños. Entre medias, los domingos te daban una pequeña “paga” y aprendías
a priorizar el gasto y hasta planificabas algún ahorro. Era una época en la que
llamar por teléfono había que hacerlo solo para avisar de algo, dejar encendida
la luz del baño o del pasillo suponía una reprimenda, hacer fotos estaba
reservado para los días especiales porque salían muy caras… Todo estaba
limitado. Quisieras, o no, aprendías a sujetarte. Y, cuando te sujetabas,
surgían esas pequeñas frustraciones que te iban preparando para lo que te
esperaba cuando fueras adulto.
Esto que comento pertenece a
un pasado reciente que parece remoto. Ahora, los niños de nuestro entorno no distinguen
entre lo que se puede y no se puede. No distinguen entre la vida real y la
virtual. Se han quedado sin límites. Tienen muchos aparatos para entretenerse y
muchos amigos virtuales, pero se aburren y están más solos que nunca. Juegan poco
al aire libre y cada vez menos libremente.
También los abuelos hemos
cambiado, no nos parecemos en nada a los de nuestra infancia. Igual es que ya
empiezo a chochear, pero creo que nuestro cambio ha sido positivo, a la inversa
que el de los niños. Ahora somos más activos y vitales, salimos más a la calle y
hacemos travesuras. Si quieren que les diga la última, cogí los catálogos y los
tiré a la basura. No me arrepiento. Cuando tiré la bolsa, el contendor se cerró
como quien guiña un ojo y agradecí que fuera mí cómplice.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


.jpg)