El jueves pasado se
cumplieron cincuenta años de una de esas fechas que nunca se olvidan. Siempre
recordaré el día que en la pantalla del televisor apareció un señor de orejas
tremendas y ojos de cocodrilo y, entre suspiros y ataques de hipo, dijo: ¡Españoles,
Franco ha muerto!
No lo celebré. No hubo champán
ni sidra El Gaitero, nada. Tampoco dije que en paz descanse porque no lo
merecía. En vez de sentir alegría sentí mucho alivio. Tenía veinte y pocos años
y casi me habían hecho creer que Franco era inmortal. Oía al equipo médico, que
iba detallando los pasos de la agonía y el paso definitivo nunca llegaba. Franco
permanecía entubado y conectado a un sinfín de aparatos, pero habían puesto a
su lado el brazo incorrupto de Santa Teresa, el manto de la Virgen del Pilar y
otras reliquias. Contaba con tantas ayudas que nos tenía en un sin vivir. Y,
como aquel veinte de noviembre era jueves y hacía poco que había visto la
película de Berlanga “Los jueves milagro” llegué a pensar que lo mismo resucitaba
y todo seguía igual.
Al final, no hubo milagro. El
dictador acabó muriendo el 20 de noviembre de 1975 y las detenciones, las
torturas y los asesinatos no murieron con él. Duraron unos años más. Así que quienes
envuelven la Transición con un halo mágico de consenso y buen rollo, mienten o
no la han vivido. El tránsito hacia la democracia fue duro y muy difícil, los
franquistas no cedieron así como así. Lo sabemos quiénes estuvimos involucrados
y sufrimos las consecuencias, que no crean que éramos muchos, éramos menos de
los que ahora presumen de un mérito que no tienen. Y ya no les cuento los que
se apuntan a reescribir la historia y dicen que pudimos ser más valientes, ir
más allá y hacerlo mejor.
Por supuesto. La Transición
estuvo abierta a distintos caminos, pero juzgar ahora lo que sucedió entonces
supone jugar con ventaja y dulcificar una historia que algunos recordamos muy
bien. El paso de la dictadura a la democracia, con la oposición del ejército,
la Guardia Civil y los ultras, no fue un camino de rosas. Hicimos lo que
supimos y lo que pudimos hacer. Éramos jóvenes y muy optimistas. Creíamos que
conseguiríamos un régimen de libertades y sería un logro sin precedentes. Nunca
imaginamos que, cincuenta años después, se cuestionaría aquella conquista. Y
menos aún que muchos jóvenes justificarían la dictadura, reivindicarían el
machismo y se proclamarían admiradores de un dictador que era bajito, hablaba
con voz de pito y no tenía un par de lo que, según ellos, un hombre debe tener.
Como lo oyen. Franco era
monórquido, solo tenía un testículo, el otro lo había perdido en los
alrededores de Ceuta, en un refriega contra los moros. Pero ni la mutilación
varonil ni su voz aflautada impidieron que fuera considerado un héroe. Tampoco que,
a estas alturas, aparezcan miles de jóvenes que se proclaman herederos de sus
espermatozoides.
Los abuelos tenemos razones
para estar orgullosos de lo que hicimos. La Transición no fue perfecta pero
conseguimos una democracia que sí ha empeorado no es culpa nuestra. A saber qué
pasará en el futuro. Los descontentos y los que más protestan se proponen
corregir nuestros errores y mejorar la vida de los pobres, empuñando una
motosierra.



