Tal vez fuera por una extraña
conjunción de los astros, o porque el destino, a veces, también gasta bromas, pero
estaba tan tranquilo, disfrutando de una cerveza en una cómoda terraza, cuando
apareció por allí un conocido y, después de saludarme, me soltó a bocajarro:
Ayer comí una lubina salvaje que ni te imaginas.
No dije nada. Me encogí de
hombros y seguí escuchando su discurso, que fue largo y tedioso. El caso que
luego, a la noche, me dio por pensar en el pescado salvaje y me entró tal
desasosiego que no conseguía pegar ojo. Se me amontonaban los temores. No paraba
de preguntarme como será una lubina salvaje, si atacará dando dentelladas mortales
y los pescadores correrán peligro de ser devorados cuando intentan capturarla. Estuve
dándole vueltas hasta que me rindió el sueño.
Aquel predicador culinario, no crean
que se limitó a comentar su experiencia con la lubina, debió darse cuenta de que
había renunciado a defenderme y siguió dándome consejos. Habló de los productos
de la huerta, cultivados de forma responsable, la carne de animales criados en
plena selva asturiana, los huevos de gallinas emancipadas, que hacen sus cinco
kilómetros diarios de footing, y una retahíla de verduras y legumbres acompañadas,
todas, de su currículum vitae. Cerró su discurso diciendo que, para él, lo más
importante es comer sano. Y yo callado.
Saltaba a la vista que estaba
acusándome de comer porquerías, pero no me apetecía decirle lo que pensaba.
Aguardaba, de forma paciente, a que él mismo se diera cuenta de sus estupideces
y se corrigiera. Pero no había manera. Las tonterías han encontrado un filón
inagotable en la gastronomía y lo explotan a conciencia. Hablar de comida se ha
convertido en una demostración de estatus social y cualquiera se atreve a darte
la chapa con un discurso sobre hallazgos culinarios que lo mismo puede incluir
un plato de longaniza con patatas fritas que un chigre en la cima del Naranjo
de Bulnes. Lo peor de todo es que además, para certificar su discurso, suelen sacar
el móvil y enseñarte una colección de fotos.
Si lo sufrido en aquella terraza
fuera un accidente fortuito el daño sería escaso. Lo grave es que ahora, en
verano, hay mucha gente dispuesta a ofrecernos unos consejos gastronómicos, que
algunos parecen de broma y otros merecería que lo fueran. Conviene que
vigilemos nuestros silencios porque la prudencia puede llevarnos a que los
descubridores de platos exquisitos y sitios dónde se come bien, y a buen precio,
se envalentonen y nos acosen con un recital de tonterías insoportables.
Quienes están al tanto de las
tendencias sociales dicen que, hasta hace poco, los mileuristas ahorraban para
pasar unos días de vacaciones, pero que ahora lo hacen para comer en restaurantes
caros y restregárnoslo por los morros. Así que ojo al dato porque el verano es
largo.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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