lunes, 12 de agosto de 2024

Puigdemont, medalla de humo

Milio Mariño

Carles Puigdemont, el autoproclamado presidente de la fantasmagórica República Catalana, no quiso venir a España cuando falleció su padre, hace cinco años. Tampoco vino cuando murió su madre, hace cuatro meses, pero si lo hizo el pasado jueves para asistir a su propio entierro. Madrugó, se puso de tiros largos, habló de cuerpo presente, pasó a mejor vida y nadie supo si subió al cielo de Cataluña o al infierno de Bruselas. La policía buscó el cadáver, pero el cuerpo del delito desapareció como por arte de magia y sus seguidores confían en que le pase lo mismo que a Lázaro.

Siempre me pareció que Puigdemont era un farsante engreído y el Procés una revolución de chichinabo dirigida por cagones que se atrevían a convocar actos de protesta pero salían por piernas cuando oían las sirenas de la policía. Gallinas que, desde el corral de algunas instituciones, animaban a la juventud gamberra a quemar contenedores y romper escaparates, calificando sus gamberradas como hazañas de una supuesta guerrilla urbana. Hubo, incluso, quien soñó con que hubiera algún mártir que se inmolara por la causa pero, afortunadamente, no lo hubo, tal vez por lo que decíamos antes; porque el miedo guarda la viña e inventa frases como aquella, hoy denostada, de maricón el último.

Gente que estaba cerca asegura que algo parecido dijo Puigdemont cuando huyó, de madrugada, en el maletero de un Skoda Octavia. Consideró que era más digno escapar de tapadillo a Bruselas que quedarse en Cataluña y apechugar con las consecuencias, como hicieron los dirigentes de ERC y algunos compañeros de su partido.

La cuestión es que el presidente de la República Fantasma lleva siete años viviendo a la sopa boba en un palacete de Waterloo y, para justificar que sigue ahí, protagoniza de vez en cuando algún número de circo. En eso se ha convertido el nacionalismo catalán, en un espectáculo circense. Tiene su público. Políticos de una y otra ideología, incluso contrapuestas, siguen defendiendo las estupideces de un supuesto exiliado que se considera un héroe cuando reúne todas las papeletas para que lo llamen cobarde.

Si, hace unos años, hubiéramos preguntado a cualquier catalán qué opinión le merecería el capitán de un barco que, ante un previsible hundimiento, fuera el primero en huir del buque, abandonando a su suerte a la tripulación y al pasaje, seguramente diría que tal cobardía merecería el desprecio infinito. Sería la respuesta lógica, sin embargo la ceguera de algunos nacionalistas catalanes ha obrado el milagro de que una parte de la población no solo no lo condene, sino que lo justifique. Se entusiasman oyendo esa frase que tanto repite: Lo volveremos a hacer.

Habría que preguntarles cómo lo harán. Cómo suponen que van a tener éxito donde antes fracasaron de forma estrepitosa. No dirán nada porque la frase es un farol, otro más, que les permite seguir creyendo en lo que saben que no sucederá.

El pasado jueves, Puigdemont volvió a Barcelona presumiendo de qué volvía con una bomba bajo el brazo y la haría explotar para que la investidura de Salvador Illa saltara por los aires. Fue lo que prometió a los suyos aunque solo unos pocos le creyeron y respaldaron el “ja soc aquí” que duró cinco minutos. Al final resultó que la bomba era un petardo y todos nos descojonamos de risa. Todos  menos los catalanes, que aún siguen avergonzados.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España 


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