Carles Puigdemont, el autoproclamado
presidente de la fantasmagórica República Catalana, no quiso venir a España
cuando falleció su padre, hace cinco años. Tampoco vino cuando murió su madre,
hace cuatro meses, pero si lo hizo el pasado jueves para asistir a su propio entierro.
Madrugó, se puso de tiros largos, habló de cuerpo presente, pasó a mejor vida y
nadie supo si subió al cielo de Cataluña o al infierno de Bruselas. La policía
buscó el cadáver, pero el cuerpo del delito desapareció como por arte de magia
y sus seguidores confían en que le pase lo mismo que a Lázaro.
Siempre me pareció que Puigdemont
era un farsante engreído y el Procés una revolución de chichinabo dirigida por
cagones que se atrevían a convocar actos de protesta pero salían por piernas
cuando oían las sirenas de la policía. Gallinas que, desde el corral de algunas
instituciones, animaban a la juventud gamberra a quemar contenedores y romper
escaparates, calificando sus gamberradas como hazañas de una supuesta guerrilla
urbana. Hubo, incluso, quien soñó con que hubiera algún mártir que se inmolara por
la causa pero, afortunadamente, no lo hubo, tal vez por lo que decíamos antes;
porque el miedo guarda la viña e inventa frases como aquella, hoy denostada, de
maricón el último.
Gente que estaba cerca asegura
que algo parecido dijo Puigdemont cuando huyó, de madrugada, en el maletero de un
Skoda Octavia. Consideró que era más digno escapar de tapadillo a Bruselas que
quedarse en Cataluña y apechugar con las consecuencias, como hicieron los
dirigentes de ERC y algunos compañeros de su partido.
La cuestión es que el presidente
de la República Fantasma lleva siete años viviendo a la sopa boba en un
palacete de Waterloo y, para justificar que sigue ahí, protagoniza de vez en cuando
algún número de circo. En eso se ha convertido el nacionalismo catalán, en un
espectáculo circense. Tiene su público. Políticos de una y otra ideología, incluso
contrapuestas, siguen defendiendo las estupideces de un supuesto exiliado que
se considera un héroe cuando reúne todas las papeletas para que lo llamen
cobarde.
Si, hace unos años, hubiéramos
preguntado a cualquier catalán qué opinión le merecería el capitán de un barco
que, ante un previsible hundimiento, fuera el primero en huir del buque,
abandonando a su suerte a la tripulación y al pasaje, seguramente diría que tal
cobardía merecería el desprecio infinito. Sería la respuesta lógica, sin embargo
la ceguera de algunos nacionalistas catalanes ha obrado el milagro de que una
parte de la población no solo no lo condene, sino que lo justifique. Se
entusiasman oyendo esa frase que tanto repite: Lo volveremos a hacer.
Habría que preguntarles cómo lo
harán. Cómo suponen que van a tener éxito donde antes fracasaron de forma
estrepitosa. No dirán nada porque la frase es un farol, otro más, que les
permite seguir creyendo en lo que saben que no sucederá.
El pasado jueves, Puigdemont volvió
a Barcelona presumiendo de qué volvía con una bomba bajo el brazo y la haría
explotar para que la investidura de Salvador Illa saltara por los aires. Fue lo
que prometió a los suyos aunque solo unos pocos le creyeron y respaldaron el
“ja soc aquí” que duró cinco minutos. Al final resultó que la bomba era un petardo
y todos nos descojonamos de risa. Todos menos los catalanes, que aún siguen avergonzados.
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Milio Mariño